Ante la tormenta de transfobia que asola el feminismo en el Estado español, las antologías ‘Transfeminismo o barbarie’ y ‘(H)amor6 Trans’ recuperan la radicalidad de la política trans, orientándola a la construcción colectiva de una lucha a la altura del presente: el transfeminismo en los tiempos del Covid-19.
Fuente (editada): EL SALTO | Ira T. | 23 MAR 2021
Nota inicial: historicizando, que es gerundio
Cuando comencé mis andanzas en la militancia LGTBIQA+ aprendí que era necesario preguntarnos quiénes somos y de dónde venimos para replantear rumbos emancipadores hacia los que dirigirnos. Esta pregunta tripartita es un compromiso para con la memoria no ausente de quienes Sabrina Sánchez llama nuestras antepasatrans, nuestros lazos de lucha en vez de sangre. Esos desteñidos rositas —tan impertinentes— del hilo rojo de la historia.
En la década de los noventa comenzaron a articularse políticamente una serie de voces, nombradas como “transgénero” (en Transgender Liberation: A Movement whose Time has Come, Leslie Feinberg define como “transgénero” a las personas que desafían las fronteras del género creadas por los “hombres”), replanteando no sólo el rumbo a seguir del movimiento de liberación trans, sino también sus interlocutores, sus sujetos políticos e incluso la conveniencia de esa su(b)je(tiva)ción.
Particularmente, el movimiento trans emprendió dos retos políticos, a menudo contradictorios pero de alguna manera siempre en tierno y amargo abrazo: por un lado, la toma de palabra de aquellas corporalidades trans que habían sido silenciadas por la medicina cisheterosexista y patriarcal; por otro, el cuestionamiento mismo del devenir trans como un proceso social, y por tanto, no sólo indeseable de ser tratado como una patología que reside en el cuerpo de la persona, sino que pone en duda las normas de género que atraviesan a todos los cuerpos en nuestra sociedad. De esta manera, y tras la publicación de El imperio contrataca. Un manifiesto posttransexual, de Sandy Stone, dicha ciénaga transgénera, bastarda de la segunda ola del feminismo, queda embarazada de una lucha a quemarropa contra el identitarismo. Sin embargo, a su vez mantiene como impronta el compromiso de no dejar jamás que otras personas vuelvan a escribir nuestros diarios, se declara la muerte a los historiales médicos y el cuerpo trans se vuelve el lienzo de historias en primera persona. Sólo así podemos comprender el incomprendido, y siempre literario, parto del transfeminismo.
La semilla del transfeminismo en el estado español fue sembrada por la Guerilla Travolaka en la Barcelona del 2006, que derivaría posteriormente en dos rumbos militantes gemelos, de los cuales el primero fue el movimiento por la despatologización y los Octubres Trans (entre 2007 y 2012), y el segundo, el movimiento propiamente transfeminista. En cierto modo, estas dos militancias mellizas respondían a las dos demandas del corazón de la política trans descritas anteriormente, y ambas confluían en su perspectiva: hablar de género era hablar de opresión y no de medicina, hablar de vidas trans era hablar de política y no de biología.
Partiendo de esta base radical, era sólo cuestión de tiempo que la lucha trans buscase cobijo y trinchera en el movimiento feminista, y ese día llegó en diciembre de 2009 en la ciudad de Granada, con la celebración de unas jornadas que tendrían como su epítome la lectura del “Manifiesto para la insurección transfeminista”. Dicho manifiesto ponía en grito “Ya no nos vale con ser sólo mujeres” y agregaba: “Si no aprendemos que la diferencia hombre/mujer es una producción cultural, al igual que lo es la estructura jerárquica que nos oprime, reforzaremos la estructura que nos tiraniza: las fronteras hombre/mujer. Todas las personas producimos género, produzcamos libertad” (Red PutaBolloNegraTransFeminista, 2012). En estas mismas jornadas Miriam Solá definía el transfeminismo como “una crítica combativa al sistema de género, al patriarcado, y al capitalismo” (2009).
Asimismo, recogiendo los frutos políticos de la Guerrilla Travolaka, se argumentó que el género no sólo violentaba a aquellas personas nombradas como mujeres, y que la lucha feminista por la soberanía del propio cuerpo debía hacer un hueco a la demanda de la despatologización trans.
De esta efímera genealogía yo propongo que se extraigan tres conclusiones. La primera es que el transfeminismo guarda albergado en sus raíces la demanda por la despatologización; la segunda es que la despatologización trans articula una política de autodeterminación del cuerpo que trasciende el reformismo sanitario; y la tercera es que cuando un cuerpo en tránsito se reivindica soberano, de él nace literatura. En otras palabras, escribir(se) es un verbo muy transfeminista, y ningún cuerpo queda libre de sus infames consecuencias.
Con-textualización: libros, libros, que es lo que les jode
Urko García y Miriam Solá editaron en 2013 la antología Transfeminismos: epistemes, fricciones y flujos, cuyo primer capítulo concluía con una crítica de Itziar Ziga al movimiento advirtiendo de tres peligros, a saber: el autoborrado del feminismo, el desmantelamiento de las opresiones en el nombre del anti-identitarismo y la endogamia jornadista. Dichas glosas fueron tituladas “¿El corto verano del transfeminismo?”. La razón por la que traigo a colación este texto es porque considero que la producción literaria trans hoy en día está tratando de recuperar el potencial rupturista del transfeminismo.
Recientemente, mi compañere Ricardo Robles escribía en Pikara desde las transmasculinidades en resistencia: “Quiero que lo tengamos todo. Larga vida al transfeminismo, por diez años más”. Esta demanda encapsula para mí una sensación de doble filo que vivimos hoy quienes nos nombramos como prole de la estirpe transfeminista; se nos rompió el transfeminismo de tanto usarlo, hemos fallado al transfeminismo (insertar aquí un meme del laboratorio de Dexter), pero a la vez pensamos que sólo el transfeminismo puede ayudarnos a salir de esta. Definamos “esta” como una vuelta a los identitarismos de la segunda ola, como un giro ontológico que me resulta menos punki, y desde luego menos emancipador, que el giro político abierto por las Travolaka.
No obstante, si hay algo que no mola siendo transfeministas es ponernos nostálgicas, porque sabemos que la nostalgia es un territorio reaccionario, y pa’fuera lo malo y esas cosas. Entonces, ¿qué podemos hacer para revivir el potencial transformador del transfeminismo? ¿Juntamos sus trozos inertes en un laboratorio (di que lo Frankenstein siempre ha sido muy trans)? ¿Nos montamos una ouija queer y le pedimos ayuda a Sylvia Rivera y Leslie Feinberg? ¿Claudicamos y nos hacemos obreristas rancias? La estética podría tener su morbo unos días, supongo, pero yo el leopardo rosa no lo dejo ni muerta.
En medio de este zafatranscho, este invierno se han publicado dos compilaciones que buscan dar respuestas a este contratiempo. Que nos estamos quedando sin genealogía, nenas, y por si fuera poco, en el momento más inoportuno para el movimiento feminista. Así, lejos de reseñar estas dos antologías trans/feministas publicadas a lo largo de este invierno en tanto ejercicios de ternura radical y pertenencia colectiva, vengo a situarlas como herramientas de crítica y autocrítica para con los futuros transfeministas que algunas todavía soñamos.
Kaótica Libros publicó el pasado diciembre Transfeminismo o barbarie y la editorial Continta Me tienes sacó del horno este febrero su sexta edición de (H)amor, centrada en las intimidades trans. Mi tesis principal es que cada uno de estos libros responde y revive las dos empresas de la política trans de los noventa: el tejido de alianzas no identitarias y la escritura trans en primera persona, rescatando así las raíces de nuestra lucha pero acometiendo la construcción colectiva de una agenda militante a la altura de los retos presentes: el transfeminismo en los tiempos del Covid-19. Asimismo, bajo mi humilde opinión, dichas lecturas plantean tres ejes de trabajo activista, tres nuevos peligros o más bien coyunturas “postziganianas” para con el transfeminismo que viene: la perspectiva decolonial, la alienación del cuerpo trans (in)deseado y la expansión de la autodeterminación del género a un proceso de participación política en la esfera pública.
Coyuntura nº 1: no soy moderna, soy mucho más antigua
Estas páginas me evocan un lacónico manifiesto escrito sobre el cuerpo de la artista travesti migra Norma Mor. En su pecho puede leerse: “No soy moderna, soy mucho más antigua”. Un cuerpo/corpus travesti fronterizo bastó para tambalear los cimientos epistemológicos del mundo imperialista del capital, la verdad inmutable de las clases dominantes colonas. Devenir dinamiteras de las certezas “naturales” de la vieja sociedad, desenmascarar sus relaciones sociales coloniales y patriarcales, es una empresa que descansa —o más bien, pasa las noches con insomnio— en el corazón del transfeminismo. Empero, mi posicionalidad en esta cuestión, me guste más o menos, es la de hija de una sociedad colona, en la que todavía vagan por los cerebros de las personas vivas (como en el comienzo del Dieciocho Brumario de Louis Bonaparte, de Karl Marx, 1852) los fantasmas de un imperio. Es por ello que, y tal vez me equivoque, prefiero situarme como aprendiza de les autores originaries y diaspóriques que he leído, y cederles a elles la primera persona del verbo.
Iki Yos Piña Narváez presenta un agitador relato en el que explora la abyección de los cuerpos que cruzan tanto las fronteras de la nación burguesa como las del dimorfismo sexual institucionalizado por sus leyes. En una afilada crítica al aparato médico, en un cuestionamiento a una trans-identidad occidental sentada sobre la castración, Iki pregunta: “¿Qué hace la supremacía blanca española con nuestro semen?” (Galofre et al., Platero [coord.], 2021). Esta pregunta en medio de un relato no es inocente. Iki disputa a un sistema que le sustrae, expropia “el jugo de la luna” para acumularlo, y así plantea una pregunta más desnaturalizadora que cualquier paper queer académico: ¿a qué intereses responde esta usura de la leche travesti, codiciada y marcada por el asco de la mirada masculina y occidental (que no es sino la mirada burguesa)?
Esta pregunta, a mis ojos, debe ser una brújula para orientar la demanda transfeminista de la despatologización y para no dejar que esos fantasmas de Borgoña ronden nuestra lucha y la conviertan en reformismo, en una redistribución de la usura capitalista y colonial. El transfeminismo no busca reformar lo existente, sino que tiene la utopía en sus rizomas. Como dice Duen Sacchi, “aunque el brutal dispositivo colonial patriarcal cisexista atente contra nuestros porvenires, siempre continuamos imaginando vidas posibles, resistiendo a la invocación de un desierto” (Alabao et al., 2020). Les compañeres trans-fronterices habitan el transfeminismo desde su brote, y estos libros nos invitan a la bacanal militante en la que, si escuchamos, podremos aprender la ruta para abolir colectivamente las relaciones sociales que mantienen la desvalorización de quienes osan confrontar las fronteras. Que el transfeminismo que pretenda seguir transformando escuche el augurio de Mafe Moscoso: “Es el tiempo del retorno de las figurillas antropomorfas cuyos cuerpos de arcilla perturban la historia occidental” (Alabao et al., 2020).
Coyuntura nº 2: amar en cuerpos revueltos
Bruno Cimiano, desde su proyecto Transpoesía, escribía: “¿Quién puede querer a una persona trans*? ¿Querer el límite, querer la frontera?” (Pelos y hogares: Poemario Trans*, Barcelona: Bauma, 2019). Ambas antologías ponen sobre la mesa la necesidad de politizar el dolor que causa la expulsión de los cuerpos trans de los circuitos neoliberales del deseo. Como expone Silvia L. Gil, el transfeminismo tiene que comprender que las vulnerabilidades y los cuidados son cuestiones políticas y colectivas (Alabao et al., 2020), que las personas trans y disidentes de género tenemos en la espalda cicatrices (citando al poema-manifiesto “Hablo por mi diferencia”, de Pedro Lemebel, 1986) de rechazos amorosos por esta vida capitalista, y que esta herida afectiva que marca nuestras corporalidades desobedientes no es individual. El manido anatema de los “gustos personales” deja de ser personal y comienza a ser político en el momento en que nos (re)producimos sistémicamente como cuerpos deudores (Galofre et al., Platero [coord.], 2021). Si nuestro deseo e intimidades están mediados por la deuda, el lenguaje de nuestra sexualidad permitida es la violencia, y no aceptar el abuso sobre nuestros cuerpos nos sitúa como ingratas en las cosas del querer.
Históricamente, las personas trans hemos sido cuerpos evanescentes, habitando a la fuerza ese “abismo de nocturnidad en el que se permite la existencia de vidas al margen de las normas” (Alabao et al., 2020), no es ningún secreto que para la sociedad burguesa, el trabajo, la vida, la ternura y el placer de les huérfanes de la luna valen menos. No obstante, cuando Sabrina Sánchez nombra al amo(r) también está en lo correcto. El afecto no es transhistórico y también está al servicio social de la explotación, el amor queer es más revolucionable que revolucionario.
Estos textos colectivizan un dolor trans, ponen sobre la mesa las costuras remendadas de las historias de (h)amor (y ni la Historia ni el amor como lo conocemos han de sobrevivir al transfeminismo) de los “nueros soñados de nadie” (Alabao et al., 2020), pero ni elles, ni yo misma, sabemos dar cuenta de un elixir, más allá de dejar claro que este deberá ser radicalmente político. Mientras tanto, para quien esté interesade en los mientras tanto (y no tengo claro que sea mi caso), se pueden entretejer distintas herramientas afectivas: la reproducción social queer, el poder de la amistad travesti-trans, un cruising de mimos, quién sabe. Lo importante es entender que, como dice mi querida Alana, bajo las instituciones se encuentran la carne y el latido (Galofre et al., Platero [coord.], 2021). Personalmente, creo que merece la pena apuntar con las bayonetas del transfeminismo a dichas instituciones.
Coyuntura nº 3: la gesta del vuelo propio
Sería intelectualmente cobarde abordar esta reseña y no considerar que ambos libros-herramienta pretenden dar respuesta a un inquietante escenario político, y es el de la boyante transfobia en el seno del movimiento feminista. El feminismo transexcluyente acusa a la “Teoría Queer” (no sé quién es ni qué tiene que ver con las políticas públicas trans, pero si la veis dadle mi número, que creo que tenemos un café pendiente) de convertir la noción de género como aparato ideológico de explotación en un libre mercado de identidades individuales.
Asimismo, la tal Queer —vociferan— borra su sexo “biológico” al tratarlo como inseparable de las relaciones sociales que lo tornan político. Acertadamente, Nuria Alabao incide en que nadie, ni siquiera doña Queer, niega las diferencias físicas entre los cuerpos con y sin capacidad de gestar, sino que se señala que “lo que hacen las sociedades con estas diferencias es profundamente político” (Alabao et al., 2020). El transfeminismo, lejos de querer borrar la realidad de nadie, prosigue el legado de Monique Wittig cuando afirma que “la marca de la identidad (mujer) no precede a la opresión” (“One Is Not Born a Woman”, 1981). No obstante, lo que parece aterrar al feminismo de segunda ola con respecto a esta perspectiva anti-identitaria (que no deja de ser la única posible en un marco trans-formador) es su reivindicación de una autodeterminación despatologizadora para las personas trans, por tanto centraré mi atención en este aspecto.
En primer lugar cabe decir que no hay nada de transfeminista en considerar el tránsito un proceso individual, ni nada de feminista en considerar que un aparato médico debe disciplinar a las personas que no pueden ser aquello que la sociedad capitalista considera «hombres y mujeres de verdad». Conviene recordar ante tanta amnesia que osa denominarse “abolicionista del género” que apelar a la psiquiatría es negar la política. Asimismo, conviene tener presente lo que ha supuesto la patologización para muchas personas trans en lo que a enseñanza de roles patriarcales se refiere. Alicia Ramos nos cuenta con áspera ironía cómo el test de Minnesota —esas seguridades médico-jurídicas tan necesarias para quien se denomina radical— preguntaba si ella preparaba arreglos florales para la iglesia local (vamos, una auténtica terrorista del género). Alicia añade certera: “La respuesta a lo que no esperamos es patologizar, entender y acompañar es de cobardes” (Alabao et al., 2020).
La autodeterminación del género se expande a la participación en todas las esferas de la vida social de cuerpos marcados por el sistema como “nuda vida”. Este latinismo, que Alabao toma prestado a la gran compañera Sophie Lewis, designa a las personas cuyas vidas están expuestas a una violencia estructural, que busca barrerlas de la esfera pública. Seré breve: el sistema produce unas relaciones sociales en las cuales sólo hay una manera permitida de ser “hombre” o “mujer”; quien se sale de estos moldes siente la necesidad de transformar partes de su cuerpo para no sufrir; para acceder a dichas transformaciones corporales esa persona debe acreditar que padece un trastorno; las pruebas médicas que dictaminan tal cosa están enfocadas en un esquema binarista, cisheterosexista y patriarcal de qué se puede ser; puede suceder que alguien no necesite estas transformaciones corporales; una persona que no ha realizado un tratamiento de hormonas durante dos años no puede cambiar su nombre registral; si tu nombre y tu aspecto no coinciden no puedes acceder a la esfera laboral; en este sistema sólo puedes reproducir tu vida mediante la atadura del salario y cuanto más abyecta sea tu existencia, mayor será el riesgo para tu integridad física en la gesta de llegar viva al día siguiente…
La consecuencia lógica de esta situación es que cuanto más te parezcas a lo que debe ser un «hombre o una mujer de verdad», más años vivirás. Me gustaría llamar a la reflexión de hasta qué punto este entramado legal es compatible, sino antagónico, con el feminismo. Las unidades clínicas de género nunca han protegido a las mujeres, sino a la categoría “mujer”; se han encargado durante años de (re)producir cual cadena de montaje los patrones más conservadores de la masculinidad y la feminidad, y la militancia transfeminista nació de esos monstruos que se levantaron de la camilla de sus doctores (en alusión a My Words to Victor Frankenstein above the Village of Chamounix de Susan Stryker, 1994). La autodeterminación de género es la toma de la palabra de los monstruos, y sólo quien un día los produjo debería temer a lo que tienen que decir, que es un verbo mucho más peligroso que un mero “querer ser”.
Conclusión: un amanecer transfeminista, que no es poco
La más grande (Rocío Jurado, para las ignaras) solía cantar que “jamás duró una flor dos primaveras”, pero afortunadamente nuestras flores-cuerpo (Galofre et al., Platero [coord.], 2021) no son como las de la mayoría de les mortales cisheterosexistas, sino que hemos devenido nada más y nada menos que flores mutantes (gracias, Lidi, nos encanta la palabra), y no sólo nos atrevemos a pensar insumisas en el invierno, sino que además nos repensamos en el mismo, aunque el feminismo más acomodado no quiera. Sirva esta reseña como un ladrillo repleto de purpurina para la construcción de un transfeminismo con memoria y a la altura de todos los retos planteados. Podrán derribarlo, pero siempre quedarán molestas motitas brillantes entre las rendijas.
Lucas Platero se refiere a lo vivido en Granada en 2009 como un encuentro entre “aquellas que han leído a Simone de Beauvoir y sus hijas que leyeron a Paul Preciado y han hecho talleres drag king” (Alabao et al., 2020). Me presento: yo pertenezco a la pandilla de sus nietas. Somos la generación transfeminista a la que ser la resistencia trans se nos ha quedado corta, somos las que reflexionamos con los vídeos de Contrapoints, las que nos emocionamos con Pose, nos politizamos con los manifiestos de Alyson Escalante y nos empoderamos con la poesía de Alana Portero. Sin embargo, nuestro anhelo es el mismo de siempre, como bien dice Carmen Romero: “Transformarlo todo, transformarnos todes” (Alabao et al., 2020). No descansaremos hasta conseguir nuestro centro social comunitario en el país de las maravillas.
Por diez primaveras más.
Libros reseñados
— Alabao, N., Araneta, A., Ayuso, O., Galindo, M., Gil, Silvia L., Mayor, A., Meloni, C., Moscoso, M., Mulió, L., Platero, L., Ramos, A., Reguero, P., Romero Bachiller, C., Sacchi, D. y Sáez, J. (2020). Transfeminismo o barbarie. Madrid: Kaótica Libros.
— Platero, L. (coord.), Galofre, P., Guzmán, C., López, A., Marrero, R., Nárvaez, P., Pardo, T., Portero, A., Ramos, A., Rubí, J., Ruiz, E., Sánchez, S., Yos, I. y Weiner, C. (2021). (h)amor 6 trans. Madrid: Continta Me Tienes.