Aunque últimamente hayan ganado visibilidad, las vidas trans y queer siempre han estado ahí, resistiendo desde sus cuerpos y no necesariamente en las grandes ciudades. Poner la mirada, desde el hecho trans, en el mundo rural, nos ayuda a ser conscientes de la variedad de estas luchas.

Fuente (editada): EL SALTO | Marta Grimaltos y Josep Artés | 16 MAR 2021

Últimamente venimos asistiendo a un debate alrededor del hecho trans, propiciado principalmente por la propuesta de aprobación de la llamada «ley trans», así como por el aumento de las apariciones mediáticas de ilustres representantes del colectivo y la visibilidad que han ganado expresiones propias de la disidencia sexual y de género en el espacio público. Una intensificación que ha ido acompañada por una ruidosa reacción de sectores esencialistas, tanto de la izquierda como de la derecha. Estos sectores, simplificando y caricaturizando tanto la teoría queer como la lucha trans, acaban asociando el colectivo con un concepto negativo de la posmodernidad que sería, a su vez, indisoluble de la expansión del neoliberalismo.

También se acusa a las personas trans, por un lado, de caricaturizar el género y, por el otro, de perpetuarlo, alegando que este es, obviamente, una construcción social. Las personas trans, a su vez, afirman sentirse obligadas a cumplir con estos cánones de género incluso más de lo que ya se les pide a las personas cis, con tal de sentirse reconocidas según su identidad.

Tal vez, poner la mirada sobre algunas vidas que, desde el hecho trans, se desarrollaron en el mundo rural —en este caso, el mundo rural valenciano—, nos ayude a ser conscientes del recorrido, la variedad y la profundidad de unas luchas que vienen de lejos. Aunque últimamente hayan intensificado su presencia y visibilidad, las vidas trans y queer siempre han estado ahí, resistiendo desde sus cuerpos, y no siempre en las grandes ciudades.

Este es el punto de vista con el que, desde el Grup d’Intervenció Comunitària de Castelló (País Valencià) nos acercamos a la figura de Patricia Constant, la Patri, considerada en el pueblo la primera mujer trans operada del Estado. Por este lado, e independientemente de si esto es cierto o no, creemos que su vida tuvo una incidencia considerable en las concepciones alrededor del sexo y el género que podía tener un pueblo valenciano de siete mil habitantes a mediados de los setenta.

Transitar durante la Transición

Patricia nació en Castelló (Ribera Alta) el 8 de agosto de 1947. Creció socializándose como niño y, al llegar el temible momento del servicio militar —más temible aún, si cabe, para las vidas LGTBIQ—, intentó disimular sus pechos quedando, aun así, exenta. Esto quiere decir que Patricia presentaba rasgos fisiológicos femeninos incluso antes de su tránsito social. Todo un desafío, en efecto, para quienes pretenden basar sus argumentos en la biología.

¿Estaríamos entonces ante un caso de intersexualidad? En cualquier caso, el hecho de que fuera socializada como hombre, tuviera o no como muchas mujeres trans presentan ya, antes de todo el proceso de tránsito, atributos —también fisiológicos— del género hacia el que transitan, nos permite seguir hablando de Patri como de una mujer trans. Y, de hecho, esto aproxima su historia, como la de otras muchas personas trans, a la llamada teoría queer.

Entrevista a Patricia Constant en el diario 'Levante' (enero de 1989)

Entrevista a Patricia Constant en el diario ‘Levante’ (enero de 1989)

Patricia había actuado ya como cabaretera en varios locales de París antes de 1976. Aun así, en la entrevista que Leo Giménez le realizó para la edición comarcal del diario Levante, asegura que «la frivolidad y la teatralidad que suelen acompañar al mundo del transexualismo (sic) y el travestismo —que no son lo mismo, según se apresura por esclarecer— no tienen nada que ver con ella». El entrevistador la describe como «una mujer de los pies a la cabeza, con profundas convicciones éticas y religiosas, totalmente aceptada por su entorno familiar y ciudadano». Esta valiosa entrevista desprende los esfuerzos de Patricia, al menos de cara a un documento público sobre su persona, por encajar en un modelo aceptable para su entorno. Pero, de hecho, Patricia nunca llegó a desvincularse completamente del mundo del cabaret, las variedades y la noche.

El «transexualismo», tal y como era llamado en aquel momento, no alcanzaría la categoría de «afección oficialmente reconocida» hasta 1980, año en el que se incorporó al DSM-III, paradójicamente, como una reivindicación del colectivo trans para agilizar las demandas de tratamientos hormonales y cirugías, en un primer momento, sobre todo, en Estados Unidos.

Ya en el Estado español, durante la transición, las vidas trans seguían siendo un tabú y los tratamientos hormonales circulaban en la clandestinidad. En 2007 se aprobaría la ley según la cual cualquier persona, ciudadano española, mayor de edad puede cambiar su adscripción relativa al sexo en el registro civil, cuando no se corresponde con su identidad sexual. Mientras que en 2012 el trastorno de género desaparecerá del DSM-V, por lo que el reconocimiento de la identidad sexual no tendrá que pasar ya por el diagnóstico y la medicalización. Más allá de estos datos, más recientes, no existe ningún registro sobre cuál fue la primera mujer trans operada, ya sea en el propio Estado español, de forma clandestina, o en el extranjero.

La Acrópolis como heterotopía

Después de la operación, la familia de Patricia le insistirá para que vuelva. La engañan contándole que un familiar ha enfermado. Sus familiares próximos cuentan que les progenitores de Patricia, al ir a recogerla a la estación, llevaban una manta en el coche para cubrirla, pero que finalmente decidieron no usarla. Al verlos, Patricia ríe y llora, sintetizando una paradoja bien presente en todas las vidas LGTBIQ+.

Ya de vuelta en el pueblo, Patricia se involucrará en oficios alejados del mundo de la noche, como vendedora de plantas en el mercado o maestra de cocina en un programa del Ayuntamiento. En su última etapa, en los años noventa, inaugurará un bar de copas llamado Acrópolis, que supone un feliz punto de encuentro entre la gente joven del pueblo y el colectivo LGTBIQ+, tanto de la comarca como de la ciudad. Esta Acrópolis evidencia el carácter indisociable y, hasta cierto punto, constitutivo de la relación de muchas mujeres trans con el mundo de la noche. Incluso hoy en día, muchas de ellas se ven asaltadas por preocupaciones alrededor de sus opciones de futuro, de los espacios a los que se las relega, así como de la posibilidad de recurrir al trabajo sexual como medio de supervivencia.