Tras su aprobación definitiva en la Cámara Baja, la llamada Ley Trans ya es una realidad. Algunas claves y la visión personal y autobiográfica de alguien que está deseando dejar de hablar únicamente de eso.
Fuente (editada): VANITY FAIR | Darío Gael Blanco | 17 FEB 2023
La actualidad manda y los primeros párrafos serán ligeramente farragosos, pero puedo prometer y prometo que poco o nada tienen que ver con los que les siguen. El jueves 16 de febrero se aprobaba finalmente la Ley para la Igualdad Real y Efectiva de las Personas Trans y para la Garantía de los Derechos de las Personas LGTBI, más conocida como Ley Trans, con 191 votos a favor, 91 abstenciones y 60 votos en contra. Lo hacía tras saldar su tramitación en el Senado el pasado día 8. Resumiendo en exceso, la ley aprobada materializa hasta cierto punto, pese a no contener dicha palabra, la llamada autodeterminación de aquellas personas trans que cumplan con los requisitos de ser mayores de 12 años y que no se encuentren en situación administrativa irregular o que, disponiendo de permiso de residencia, no puedan acreditar la imposibilidad de modificar su documentación en su país de origen. Además de renunciar a la inclusión de los tratamientos para personas trans en la cartera de servicios básicos y la criminalización de las terapias de conversión, se excluye el reconocimiento legal de las personas no binarias y se omite la definición de violencia intragénero, así como cualquier medida o derecho que ampare específicamente a sus víctimas. Para más información, la periodista especializada Noemí López Trujillo desgrana al detalle el texto final aprobado en su último artículo. Me hace especial ilusión que la efeméride coincida con la aprobación de la reforma de la ley del aborto. No es casual que compartan manos y andadura política dos leyes que amplían el reconocimiento de la autonomía de muchos cuerpos.
Brevísima crónica de la sesión plenaria de ayer: Entre otras muchas cosas, ha habido quien se ha ahorrado los 600 euros de multa que implica saltarse la disciplina de partido porque lo que se votaban eran enmiendas debatiendo tecnicismos y optando por retirar el acertado término “violencia intragénero” de la ley. También quien se ha apropiado por completo de este avance tras pasar años torpedeándolo desde dentro. Entre amenazas de futura derogación, se ha asegurado en sede parlamentaria que en los últimos años ha habido un “alarmante aumento de casos de homosexualidad y transexualidad”, una magnífica síntesis de la postura y sentir de quienes consideran que la única cifra no alarmante de personas LGTBI en el Estado español asciende a cero. Se habló del comienzo de un “nuevo insoportable conteo de víctimas”, refiriéndose a las personas trans (menores o no) que ya no necesitarán la tutela de ningún profesional médico para que se reconozca su nombre y género. Una vez más, eran testigos desde la tribuna de las palabras emocionadas y la reiteración de las disculpas de la ministra de Igualdad algunas activistas trans históricas como Carla Antonelli y Mar Cambrollé y otras imprescindibles como Rafaella Corrales y Niurka Gibaja, entre otros activistas del colectivo LGTBI+. En las imágenes de la celebración a las puertas del Congreso había algunes activistas no binaries sumándose a la victoria parcial, especialmente agridulce para elles y les menores de 12 años, cuya realidad queda sin regular.
Ya ahondé en artículos anteriores en el considerable margen de mejora de una ley que amplía notablemente la cobertura estatal de la cuestión vigente desde 2007. También manifesté mi frustración porque hemos tenido que desmentir barbaridades manifiestamente falsas que nunca antes habían gozado de tal difusión en los medios de comunicación españoles, la mayoría de ellas sobre niñes y mujeres trans, en lugar de, por ejemplo, plantear un cupo laboral trans, una posible medida de reparación necesaria que lleva más de un año aprobada en Argentina. Se nos ha obligado a ceder, retroceder y estrechar la línea del horizonte para avanzar. Esta es la tercera y será la última vez que me pongo el traje de columnista por esta ley, así que voy a hablar mucho menos de ella y un poquito más de otras cosas. Y, sobre todo, voy a permitirme el alivio y la alegría. Una alegría exhausta, contradictoria e incompleta, pero alegría, al fin y al cabo.
Para no renunciar totalmente a la posible utilidad informativa del texto que nos ocupa, y justo antes de continuar sin atender a más fuentes que el grifo de la cocina que calma mi sed, considero importante hacerme eco de algunas novedades de nuestro entorno. Hace dos días anunció su dimisión la primera ministra escocesa Nicola Sturgeon, líder del Partido Nacionalista Escocés desde 2014, después de padecer un auténtico asedio por parte de los medios, activistas antitrans y el gobierno británico tras aprobar en diciembre de 2022 su particular Ley Trans, la Ley de Reforma del Reconocimiento del Género bloqueada por el primer ministro británico Rishi Sunak. Se trataba de una ley algo menos ambiciosa que la nuestra. Al justificado revuelo amplificado en las últimas semanas por el último producto de la franquicia de Harry Potter y la deriva cada vez más públicamente antitrans de su autora, J.K. Rowling, se suma una tragedia en suelo británico, fiel reflejo de un conflicto y persecución que trasciende, y mucho, del mero debate bronco, la retórica del odio y el constante señalamiento. El pasado 11 de febrero, la adolescente trans Brianna Ghey, de 16 años, fue asesinada a cuchilladas en Culcheth Linear Park. Los acusados son dos menores, un chico y una chica de 15 años. Como respuesta, además del luto especialmente encarnado por parte de cualquier persona trans al enterarnos, se han celebrado vigilias en todo Reino Unido y en algunos puntos de Irlanda.
Aunque la herida siga abierta, es menos reciente el tiroteo del Club Q, una discoteca LGTBQ en Colorado Springs, Estados Unidos, que el 20 de noviembre de 2022 se cobró las vidas de cinco personas. Kelly Loving, de 40 años, y Daniel Aston, de 28, eran trans. Hace unos 20 años mi padre recibió una inesperada oferta de trabajo por parte de un antiguo colega en esa misma localidad estadounidense, oferta que declinó por diversos motivos (entre ellos la seguridad de un país que garantiza más el acceso a las armas de fuego que al cuidado de la salud). A los “y si…” infructuosos que todo hijo de vecino acumula a lo largo de su vida, en mi caso se suma la posibilidad, en caso de haberse tomado otras decisiones en el hogar donde me crie, de haber estado ahí o de conocer a alguna de sus víctimas. O, ya puesto a meterme el frío en el cuerpo tirando únicamente de imaginación, de haber sido una de ellas. Durante semanas no pude evitar plantearme a diario cómo sería tener otro acento, otro entorno, otras cicatrices en el pecho, en fin, una vida (e hipotética muerte) totalmente diferentes de haber cogido el petate y tenido que labrarnos un futuro en Colorado Springs. Hubo un tiempo en que aquella posibilidad estuvo encima de la mesa.
Pero la realidad incontestable es que estoy en Madrid, España. Escribo desde el piso de barrio obrero que vio crecer a mi madre y envejecer a mi abuela. Estoy bastante tranquilo y animado. Me hormiguean las palabras que no se deciden a salir y las que me gustaría que se revelaran sin tener que tirar de ellas.
Me gustaría empezar por extender mi complicidad, afecto y reconocimiento también hacia todas aquellas personas trans y no binarias que no salen en la última foto histórica ante el Congreso. Las que se han enterado un día o muchas horas después por encadenar un trabajo precario tras otro, las que sienten un júbilo inmaculado, las cínicas, las rabiosas y las decepcionadas, las que al enterarse se han encogido de hombros, las que nunca han acudido a ninguna manifestación ni se han acercado a ninguna asociación, las que llevan encima el peso de muchas décadas de violencia explícita, se nutren de la ligereza de cada pequeña o gran victoria cotidiana y conservan el sedimento de las humillaciones presentes y pasadas, las que forman parte de mi vida dentro y fuera de las redes que nos han dado una de cal y otra de arena, proporcionándonos una red de cuidados y afectos envidiable y exponiéndonos al odio más encendido y caricaturesco. O al que quizás sea el peor de todos: el discreto y aparentemente sosegado. A las que ya no están. A las que serán gracias a saber que existir es una posibilidad. A todas y cada una de ellas, sin carnés de por medio.
Me gustaría recordar a Saray, con quien compartí una mañana entera de verano un par de años antes de que falleciera en su Sevilla natal. No pudo iniciar su transición hasta la muerte de su madre, apenas unos años antes. Me gustaría saber el nombre de aquella trabajadora sexual que me rescató de la boca del metro de Callao a las 5 de la mañana, me ofreció un techo y un plato caliente, y cuya despedida cómplice me dio fuerzas para concebir que tal vez otra vida, una mucho más auténtica y colorida, sería posible. Me muero de ganas de abrazar y entrevistar a mi amiga y hermana Alana Portero, gran triunfadora de la última edición de la Feria del Libro de Fráncfort que está a punto de publicar La mala costumbre, su novela de debut. Quiero que los libros de Camila Sosa Villada estén en todas y cada una de las casas donde resida algún hispanohablante. Os conmino a comprar, si os resulta posible, la obra de Roberta Marrero y leer Todo era por ser fuego, su fantástico poemario. También a colaborar en la recaudación de la mastectomía de mi compa, Pao Chacana. Disfruté de lo lindo con Todo lo otro, la serie de Abril Zamora. Creo en Samantha Hudson por encima de casi todas las cosas. Necesito contaros que no puedo parar de escuchar el disco de debut de Villano Antillano, mi motomami preferida. He de reconocer que vibro de la satisfacción cada vez que compruebo los tímidos frutos de mi proselitismo machacón con todo aquello que tenga que ver con lo trans en mi puesto de trabajo.
Quiero dar las gracias a Fredes, mi profesora de 3° y 4° de primaria, por sugerirle a mi madre, con infinita prudencia, que podía ser que yo no fuese una niña. Es bonito que te pregunten desde el cuidado y el respeto, pero lo es aún más que no lo necesiten. Un dato curioso sobre mi infancia: en algunas tiendas del barrio me trataban en masculino y en otras en femenino, pero yo disfrutaba haciendo recados en todas ellas. Otro más: no me di cuenta de que podía tener otro nombre hasta que conocí a otro niño menor que yo que quiso llamarse Timoteo únicamente al tratar conmigo. Bendito seas estés donde estés, Timoteo.
Permitidme fantasear un poco sobre cómo podría haber sido mi adolescencia de haber nacido bastante después. Si yo tuviese 12 años y acceso a bloqueadores ahora mismo y con la actual ley ya en vigor, a lo mejor nunca habría empezado a dormir bocabajo en mi cándido afán por detener lo inevitable. Si tuviese 14, seguramente no me habría dado por Rebelde Way (la argentina) y estaría obsesionado con Dead End: El parque del terror. Si tuviese 16, probablemente me habría decidido por un nombre mucho más rimbombante y divertido. Si tuviese 18, es posible que mi vida sexoafectiva hubiese tenido unos comienzos más felices, menos torpes y mucho menos clandestinos. Tengo 33 y mi vida dista bastante de la que acabo de esbozar, pero no me han faltado momentos felices y luminosos dignos de narrar. O de guardar únicamente para mí por temor a que se disuelvan.
Pero sí quiero haceros partícipes de la primera vez que, en vez de sentir una punzada de dolor, rompí a reír cuando mi abuela tuvo un lapsus con mis pronombres. También me alegra constatar la cantidad de conversaciones incómodas que me he ahorrado gracias al trabajo de hormiguita y la mano izquierda de mi madre. Quizá os haga gracia saber que lo primero que me dijo mi padre cuando salí de la taquilla trans es que “ya era hora”. Pocas cosas me hicieron tan feliz hasta aquel momento como la primera persona trans que me escribió para decirme que había dado el paso de iniciar su transición gracias, en parte, a leerme a mí. Casi todes mis amigues trans están en mejor situación ahora que cuando les conocí. Soy bastante feliz casi siempre. Amanezco cada día junto a la persona de la que estoy enamorado y tres gatos que no me dejan sitio en mi propia cama. No necesito ninguna evidencia científica para afirmar que el radar trans existe y a menudo somos capaces de reconocernos antes de que la otra persona sepa siquiera que lo es. Es un superpoder que conlleva una gran responsabilidad y que solo utilizamos de vez en cuando.
Al niño que fui, a le niñe que fueron muches otres y a quienes lo son ahora, me gustaría decirles que, a pesar de lo que alguna gente sienta y diga, únicamente somos monstruos si nos apetece serlo para jugar un rato. Que la tierra que solo pisamos quienes traspasamos cierta frontera no es yerma y la corriente de sus ríos no nos hará daño. Y que la distinción entre flores y malas hierbas obedece a motivos arbitrarios. A los adultos con los que comparto sigla, que esto solo acaba de empezar y la alegría y el alivio también pueden servir para posibilitar movilizaciones y utopías futuras. Que mirar hacia delante es compatible con reagruparse, abrazar nuestras genealogías, celebrar las vidas que laten y llorar las truncadas. Al resto, que estamos deseando dejar de hablar de la Ley Trans y hacerlo de muchas otras cosas, siempre que estéis dispuestos a leerlas o escucharlas.