El feminismo transexcluyente responde a una línea muy poderosa dentro del feminismo que es coherente con la forma en la que gran parte del movimiento ha entendido el sujeto del feminismo, el cuerpo o la diferencia sexual.

Fuente (editada): Píkara magazine | Gracia Trujillo y Moira Pérez | 16/12/2020

En los últimos tiempos hemos compartido entre nosotras en varias ocasiones nuestra preocupación y alarma sobre los derroteros políticos que un sector importante del movimiento feminista está siguiendo, tanto en Argentina como en el Estado español, entre otros contextos. Lo ponemos ahora por escrito para, por una parte, analizar y denunciar esta deriva, y, por otra, invitar a conversar colectivamente acerca de lo que está sucediendo y sus graves implicaciones a escala global. Hay un conjunto de intervenciones recientes en el campo político, académico y mediático que, a primera vista, parecerían venir de una orilla opuesta a las posturas conservadoras y, sin embargo, comparten de hecho muchos de sus supuestos, con el agravante de que están revestidas de una cierta legitimidad y hasta inmunidad moral o política por surgir del seno del feminismo. Nos referimos, por supuesto, al avance del llamado ‘feminismo transexcluyente’ o TERF. Un movimiento que no es nuevo, pero que pisa cada vez más fuerte y se hace cada vez más visible en muchos ámbitos del mundo de habla hispana.

Con frecuencia se resalta del feminismo TERF su oposición a incorporar a las mujeres trans dentro del movimiento de mujeres (o del colectivo mismo). Sin embargo, se trata en realidad de un feminismo excluyente en términos amplios, que se opone, desde el privilegio, a distintas formas de autonomía decisional, autonomía corporal, al derecho a la identidad, al derecho a una vida libre de violencia… El movimiento feminista excluyente es contrario a muchas formas de existencia: no solo de todo el espectro de personas trans y no binarias, sino también de las trabajadoras y trabajadores sexuales o de cualquier persona que recurra a la gestación por sustitución, entre otros. En el caso de estos dos últimos, el trabajo sexual y la gestación por sustitución se entienden en todos los casos como violencias contra las mujeres. Este análisis, que no compartimos, no se ajusta a la realidad, obtura el avance de derechos para las personas directamente involucradas en estas prácticas y las sitúa en posiciones de víctimas pasivas sin, por otra parte, escucharlas. Se trata, en definitiva, de un sector del feminismo que muestra una enorme falta de empatía y solidaridad con muchos sujetos, incluidas muchas mujeres. Es decir, no estamos hablando solamente de una discusión sobre si una persona puede hormonarse o qué tipo de actividades (como el trabajo sexual) puede realizar para percibir un ingreso. Nos encontramos ante argumentos en contra de la existencia de ciertos tipos de personas, de grupos sociales enteros, como en el caso de las personas trans, incluides les niñes trans.

Los argumentos de estas líneas del feminismo son fácilmente rebatibles, aunque ello no impide que se reproduzcan a una velocidad alarmante y los podamos encontrar repetidos de manera casi idéntica en distintas representantes del movimiento tanto en Europa como en América Latina. Por ejemplo, suele alegarse que son las propias mujeres trans quienes se excluyen (sic), al defender unos objetivos que no son los del feminismo. De ahí que sea más interesante, según este feminismo, tanto teórica como estratégicamente, que formen otro grupo, con el que eventualmente “el feminismo” puede hacer alianzas puntuales. Se le olvida a este feminismo excluyente que las mujeres trans son parte del movimiento feminista, por pleno derecho y presencia en el mismo. En el caso del Estado español, esta presencia es evidente al menos desde la primera mitad de los años noventa. No está de más recordar también que, históricamente, no hemos tenido en el movimiento feminista hasta ahora las actitudes tránsfobas que están mostrando algunas en estos últimos tiempos. En el caso argentino, ha sido mucha más la hostilidad del movimiento feminista hacia las personas trans que viceversa, considerando que estas últimas han aportado enormes esfuerzos, estrategias y recursos a causas de la agenda feminista, tales como la autonomía decisional o los derechos no reproductivos. Mientras, los supuestos identitarios y biologicistas de ciertas líneas del feminismo les han impedido ver la relevancia de estas alianzas obvias y necesarias que ahora alegan como excusa para sus prácticas excluyentes. En esta línea, tanto en el Estado español como en Argentina se está defendiendo que las demandas de colectivos trans, y “lo queer” “borran a las mujeres”, como si los derechos no pudieran pensarse por fuera de un corsé identitario y como si las conquistas de estos grupos no implicaran un avance para todas las personas, incluidas las mujeres (y, paradójica e irónicamente, también las TERF).

Nos parece, no obstante, que hablar de las TERF y poner en primer plano esta crítica crea, al mismo tiempo, la ilusión de que lo malo es el feminismo TERF y todo lo demás está libre de problemas, y, sobre todo, libre de cisexismo. Ahí vemos un deslizamiento entre transfobia y cisexismo, de acuerdo con el cual una persona que no sea abiertamente transfóbica estaría libre de cisexismo y no tendría ningún problema a revisar. El feminismo excluyente es una expresión muy extrema y obvia del cisexismo, pero este se expresa de innumerables formas. Al igual que el sexismo, el racismo, el capacitismo, la homofobia, entre tantos otros sistemas de creencias opresivos, el cisexismo atraviesa todas nuestras instituciones, nuestras prácticas, nuestra percepción del mundo. No es algo de lo que nos podamos deshacer meramente diciendo que las personas trans son personas. Hemos llegado a un punto de alcance del feminismo TERF en el ámbito político, activista, académico y educativo que es espeluznante, y hace necesario poner esta cuestión sobre la mesa en todos los espacios que habitamos. En estos últimos tiempos hemos visto cómo ocupan institutos de investigación, redes profesionales y aulas de grado y posgrado; cómo atraen a jóvenes con interés y entusiasmo por el feminismo; y cómo se multiplican en congresos y publicaciones, a la vez que boicotean jornadas y otras actividades que no siguen su ideario. Con demasiada frecuencia, sus discursos se difunden bajo la excusa del “debate teórico”, otra trampa habitual en el ámbito académico: parece que como se están debatiendo ideas entonces está todo permitido, cuando lo que se está “debatiendo” es el derecho a existir de ciertas personas. Y ni siquiera, en la gran mayoría de las ocasiones, se debate nada: las mesas redondas y conferencias sobre estos temas son meras exposiciones de su argumentario, como ya estamos acostumbradas a ver con el tema de la prostitución, donde parece que la postura feminista es el abolicionismo y no existe nada más.

Quienes trabajamos desde una perspectiva queer y/o transfeminista nos encontramos como uno de los principales objetos de crítica del feminismo TERF, mientras, a la vez, contamos con muchísimas herramientas para entender el fenómeno. Las perspectivas queer acerca del género y el sexo, pero también acerca de las disputas de sentido que se dan en torno al género, el pánico moral, la normatividad, entre otros ejes que se han trabajado desde los orígenes de los activismos y las teorizaciones queer, nos ofrecen una serie de instrumentos para comprender qué es lo que está sucediendo y para responder a ello. No es difícil intuir que por eso, precisamente, todo este cuerpo teórico y esta ya larga andadura política queer (desde finales de los ochenta en adelante) esté ahora tan en el punto de mira de este feminismo. Quién nos iba a decir, en los años noventa, que las teorías queer serían consideradas como un Caballo de Troya del feminismo. Está claro que hemos avanzado, y mucho.

Y es que desde una perspectiva queer, transfeminista, podemos ver estas formas de feminismo como una serie de intervenciones dentro de una disputa de poder. No es un feminismo que se descarriló, no es un grupo de personas que no entendieron, no es un resabio del pasado. Es una línea muy poderosa dentro del feminismo que es coherente con la forma en la que gran parte del movimiento ha entendido el sujeto del feminismo, el cuerpo, la diferencia sexual, y tantas otras cosas. Y son disputas de poder también porque estamos hablando de feminismos institucionalizados, que ocupan espacios en las instituciones y los usan para multiplicar su voz. En el caso de la universidad, se utilizan espacios académicos legitimados por la etiqueta de “feministas”, “de la mujer” o “de género” como plataforma para difundir discursos de odio. Estamos aquí hablando de académicas que utilizan su prestigio y su renombre para militar en contra de la ley de niñez trans en México, en contra de los derechos para les trabajadores sexuales en Argentina y el Estado español o en contra del proyecto actual de Ley trans en este último también. Quizás desde las perspectivas contrahegemónicas nos hemos concentrado mucho (y con razón) en los peligrosos ataques a la llamada “ideología de género” por parte de grupos religiosos y anti-derechos, pero es importante que pongamos sobre la mesa que estos discursos de odio también están viniendo de ciertas líneas del feminismo. Ambos movimientos están peligrosamente cada vez más cercanos. Esta lógica de reapropiarse de los marcos de análisis y los discursos sobre los derechos para mantener y afianzar sus cotas de poder no es, por otra parte, exclusiva de este feminismo tránsfobo. Es la misma que están utilizando los grupos neoconservadores y fascistas. Es parte de una tendencia a escala planetaria.

El feminismo excluyente avanza en nuestras instituciones, entre otras cosas, atrayendo a personas que están en búsqueda de espacios de pertenencia (y de trabajo),  que leen estos argumentos como parte de un proyecto de justicia de género. Tenemos que ser explícites y firmes en nuestra respuesta. Primero, dejando claro que la justicia nunca se puede dar a expensas de los sujetos más vulnerados dentro de un colectivo. Segundo, sosteniendo que el derecho a la existencia y vida digna de las personas no es algo que pueda ponerse a debate. Tercero, poniendo nuestros esfuerzos en seguir construyendo comunidades de pertenencia donde sí hay lugar para todos los proyectos de vida, todas las formas de vivir el género, el cuerpo y la sexualidad. Y esto no es algo que pueda realizarse de forma meramente simbólica o performativa: como sabemos las activistas, esto es un esfuerzo de todos los días, que se impulsa a través de acciones, no de meras palabras. Y que requiere de enormes dosis de humildad y de autocrítica.

En el momento actual, y como ha apuntado recientemente Silvia Federici, los movimientos que luchan por el cambio social deberían unirse, porque lo que viene, lo que ya está aquí, es feo. El contexto de pandemia global, además, no parece ser la antesala de un tiempo de mayores libertades y derechos, sino todo lo contrario. Pero las alianzas no pueden realizarse a expensas de renunciar a la agenda, los derechos o la existencia misma de los grupos más vulnerados dentro de cada colectivo. No queremos esta confrontación estéril, que solo busca afianzar a algunas en sus posiciones de poder, ni podemos hacer lugar a prácticas excluyentes de sujetos vulnerables que son, además, nuestres compañeres. No en nombre de (todo el) feminismo, no en nuestro nombre.