Doctora en estudios de género y licenciada en Biotecnología, Lu Ciccia investiga cómo la reproducción de los sesgos sexistas y androcéntricos (presentes en el discurso científico acerca de la diferencia sexual), moldean las hipótesis de las investigaciones actuales en el área de las neurociencias. En su libro La invención de los sexos (siglo XXI editores) explica “cómo la ciencia puso el binarismo en nuestros cerebros y cómo los feminismos pueden ayudarnos a salir de ahí”.

Fuente (editada): PÁGINA12 | Franco Torchia | 26 AGO 2022

Del cráneo a las hormonas, del destino divino al formato corporal decisivo, géneros, sexualidades y derivas identitarias son objeto milenario de invención y fijación. Mientras la división sexual del mundo todavía discute si hay algo en la genitalidad capaz de decir y hacer, en el país circulan libros que definen “sinápticamente” a la mujer y explican su posición en la cita con el poder a partir de una diferencia visible en cualquier encefalograma.

Así, el cerebro -y la idea de “mente”- encuentran en La invención de los sexos, el flamante libro de Lu Ciccia, un objeto suntuoso e híper revelador; una investigación apabullante sobre cómo la ciencia instaló en las cabezas mundiales un tándem varón – mujer destructivo. Publicado en la colección “Ciencia que ladra” del sello Siglo XXI, el trabajo de Ciccia -Licenciada en Biotecnología por la UNQUI y Doctora en Estudios de Género por la UBA- desanda los cruces disciplinarios que en los últimos siglos contribuyeron a soldar una idea “cerebral” de ser varón y después, entonces, no serlo; declinar en alteridades subordinadas al “macho rector” y explicarlo todo de “la saviola” para abajo.

Radicada en México, desde donde atiende a SOY antes de volver al país para iniciar una verdadera gira de presentación que arranca el miércoles 31 a las 20 en Casa Brandon– Ciccia se dispone a sintetizar algunas de las cuestiones que motivan sus investigaciones, tan fuertemente disparadas por “las Dianas” locales a las que cita y agradece, las filósofas Diana Maffía y Diana Pérez.

¿Cuál es la consecuencia más indeleble de que el cerebro sea aún hoy estudiado como el causante de la conducta y por ende el responsable de conductas “femeninas” versus “conductas masculinas”?

Hay varios niveles de problemas: el primero es que cuando hablamos de machos y hembras hablamos de los estudios pre clínicos, que se hacen antes de llegar a las personas. Se suele usar al macho como el universal, entonces la hembra no es estudiada en lo que se llama ciencia básica. Usando al macho como índice de referencia pareciera que en el ámbito de la salud estuviéramos centrándonos en este organismo que se interpreta como el ser acabado, la hembra sería un desvío y estos resultados se extrapolan. El otro problema que tenemos es el cinismo de un discurso que abreva por las diferencias de sexo, porque es importante para comprender las diferencias en las formas de enfermar, y sin embargo el uso del sexo como variante es para investigaciones cuyos presupuestos e hipótesis refuerzan la idea de dos tipos de cerebro para vincular esos cerebros con actividades cognitivas conductuales específicas de cada miembro. Para las cis mujeres ciertas habilidades cognitivas estarían optimizadas a su cerebro –actividades que se basan en la comunicación, en el cuidado, en la empatía, facilidad para hablar-; y las habilidades cognitivas que estarían optimizadas en el cerebro del cis varón serían todas las que en este sistema de valores androcéntrico están más valoradas: la capacidad de abstracción, el desarrollo de la fuerza, razonamiento.

¿Cómo historizar esa categoría que retomás, que es la de “inferioridad mental de la mujer”? ¿Qué hitos marcar?

-En la articulación del discurso científico durante la modernidad muchos discursos que retomamos son de los señores filósofos. Lo que decían es: la posibilidad de gestar hace que tu destino biológico sea, en las cis mujeres, maternar. El cis varón es el sujeto de derecho, hecho para el razonamiento. Este tipo de argumentos que vienen de la filosofía se articulan durante el siglo XIX con ciertas teorías que le darán el tinte científico. Entonces, se buscan diferencias para justificar este presupuesto de inferioridad basado en la perspectiva evolutiva. El punto neurálgico para conectar lo que históricamente intentó el discurso científico desde la modernidad -que la genitalidad está conectada con el cerebro- se va a lograr con la neuroendocrinología, a mediados del siglo XX. En la modernidad era un apriorismo, no había estudios que lo corroboran. Es decir, si tenés esta genitalidad entonces, seguro tu capacidad intelectual es inferior. El segundo factor es que la capacidad intelectual radica ya en ese momento en los cerebros y por eso en el libro hago ese paralelismo del discurso dimórfico sobre el sexo y al mismo tiempo la idea del cerebro como mente. Hasta la institucionalización de las ciencias, estaba el dualismo cartesiano -la mente como una sustancia distinta del cuerpo- y lo que hacía el cerebro era ser el recipiente de ciertos fluidos, espíritus se llamaban, que recorrían el cerebro. La morfología del cerebro no tenía incidencia en el tipo de mente. Pero va a empezar a tener relevancia: ese es el comienzo del cerebro como mente, no como sede sino como la mente misma. En paralelo se da un discurso que justifica los privilegios del cis varón a partir de una proyección a los cuerpos de la biología entendida como dimórfica. La estructura social se proyecta en los cuerpos, hay una polarización de los roles sociales en el contexto preindustrial y se justifican biológicamente. Los requerimientos de las sociedades preindustriales que van a implicar la manipulación de la naturaleza y la intervención de los cuerpos para maximizar la producción y reproducción.

Sostenés que toda revolución económica tiene su correvolución en la interpretación de los cuerpos. ¿En qué estadío estamos hoy, cuando todavía circulan libros sobre “el cerebro de las mujeres”?

-Son discusiones distintas las que estamos teniendo en el sur global a las que tiene el norte. En el norte global el sexo como variante biológica -esta idea de que hay dos tipos de cerebro- está siendo invalidado por la medicina de precisión, que apunta a hacer salud individual basándose en la historia de cada persona. Nosotros aún estamos discutiendo la idea de las diferencias entre los sexos y se está dando un hilo conductor biologicista. Estamos a full encarnando uno de los sesgos fundamentales del discurso androcéntrico moderno y es el sesgo de causalidad, el sesgo biologicista. Eso acá lo seguimos reproduciendo incluso bajo la lógica del diformismo sexual, pero cuando trascendamos esta discusión, lo que vamos a tener que discutir es cómo entendemos las trayectorias vitales, cómo entendemos lo que somos respecto al cerebrocentrismo para explicarnos a nosotres mismes.

Da la impresión de que de ese cerebrocentrismo no salimos y vos ponés varios ejemplos. A saber: “Estoy triste”. Una causa y un efecto que no está problematizada y que dependería del cerebro. En el medio, la industria farmacológica y varias “soluciones”.

-Las fluctuaciones hormonales causan un estado de ánimo y de hecho no es que no lo encarnemos, pero lo que discuto es que eso no significa que sea un hecho natural, sino que es usado biológicamente. Hay una sincronización entre ciertos procesos biológicos y un discurso normativo que nos hace asociar esos procesos a ciertos estados de ánimo. No hay una causalidad biológica para esa tristeza. Hay una sincronización.

¿Qué significa sincronización y en qué se diferencia de la causalidad?

-Estos estados psicológicos suceden al mismo tiempo que nuestros estados biológicos: no hay una biología primero y un estado psicológico después. Sino que en tanto cuerpo nos caracteriza un dinamismo que teoría evolutiva negó -porque las interpretaciones de Darwin dan cuenta de una biología rígida inmutable-. Sin embargo, lo que nos muestra la estructura molecular de los cuerpos es todo lo contrario. Es una biología dinámica, susceptible a nuestra experiencia social. Entonces cuando pensamos en nuestro estado anímico tenemos que pensar que nos movemos en un tiempo biológico y además existe otra sincronización que es eso que somos en cuanto cuerpos o estados sincronizados y el discurso normativo que nos atraviesa. Es decir, el discurso no está primero y nuestro cuerpo después: el discurso va en simultáneo con lo que somos.

Hay un “personaje” con el que trabajás que me pareció negativamente estimulante: el psicólogo infantil neozelandés John Money. Él introduce la categoría de “identidad de género” y el término marimacho, por ejemplo. ¿Decir “identidad de género” ya es patologizante per se?

-En general lo que hacemos es empaparnos del concepto de género como si diera cuenta de un no determinismo biológico. Esto se recupera del propio John Money, que dice que la crianza es lo que determina el género. Pero lo que muestro es que esta recuperación que hacen los feminismos en realidad muta a una reconvención que tiene Money, porque él entra en tensión con el discurso de la endocrinología, renuncia a esta idea del género en la crianza y va a ser adepto a la teoría activacional que supone una organización hormonal prenatal que determina el género. Esta es la recuperación que van a hacer los feminismos en los años 80 y que hoy deriva en feminismos transexcluyentes que piensan que nacemos mujer y nacemos varón. Pero esta recuperación nos muestra el problema de no hacer genealogía de los conceptos: el diálogo que tuvo, cuáles fueron las limitaciones y los alcances en ciertos contextos y querer trasladarlo anacrónicamente a un contexto que evidentemente no es el de los 80s. Tenemos discursos que desde los propios feminismos legitiman esta idea del género como si fuera natural, aunque interpreten que para estos feminismos el género es algo aprendido: cuando piensan que una vulva te hace mujer están justamente legitimando ese discurso neuroendocrinológico que jerarquiza los cuerpos y que es el que se sostiene que los cerebros de las cis mujeres no están hechos para el razonamiento. Cuando hablamos de identidad hablamos de una reapropiación de algo que nos atraviesa y es parte de lo que nos hace inteligibles por lo cual nos reconocemos y somos reconocides. Somos sujetos de deseo entre otros factores, por esta categoría y su dimensión de identidad que implica una vivencia, una forma corporal, una subjetividad y no necesariamente supone reproducir roles de género que son las categorías que están jerarquizadas. Entonces, hablar de identidad de género sería recuperar esta dimensión ontológica y distinguirla de la categoría género en términos de rol, que es totalmente prescriptiva, normativa y jerarquica. No pensemos que una identidad causa un rol de género porque ahí estaríamos en este presupuesto biologicista: si sos varón seas cis o trans, es cierto que existen mandatos de masculinidad que implican, por ejemplo, desapegarte de ciertas actividades como el cuidado. Y acá tenemos una lectura biologicista del discurso neurocientífico: se explica porque el cerebro estaría masculinizado, entonces se busca en los cerebros de los varones trans las estructuras “propias” de los varones cis. Si existe una relación entre la masculinidad y ciertos comportamientos, de competencia, agresión, no es por una biología causal. En realidad es una relación que se da por normativas de género: para ser varón se “requiere” cierto rol. Por supuesto que existen resistencias, otras formas de masculinidad que cuestionan la hegemónica. En este sentido es común escuchar que “mujeres trans y varones trans reproducen estereotipos”. Ahora bien, pregunto ¿qué hay de las mujeres cis y los varones cis que también los reproducen? Solemos poner la carga de la revolución a quienes tienen ya obstáculos por vivirse en una sociedad fuertemente cisnormativa y cisexista. Ninguna identidad de género se convierte en condición necesaria y/o suficiente para dejar de reproducir -o seguir reproduciendo- normativas vinculadas a roles. Dejar de generizar los roles es responsabilidad de todes, no de ciertas identidades.

El presente parece estar caracterizado por una profusión de identidades no binarias. ¿Qué reflexiones creés que tu trabajo puede sumar en ese sentido?

-No pienso que algo sucede primero en la producción de conocimiento y luego en la sociedad o viceversa. Son procesos simultáneos y paralelos que se dan con la experiencia social en conjunto. Eso hace que surjan nuevas posibilidades de habitarnos. No creo que un siglo atrás hubiera identidades no binarias porque este término tiene sentido contextual. En retrospectiva, podemos decir que había personas que probablemente no se identificaron ni como varones no como mujeres, pero no es equivalente a decir que eran no binarias. Eso para decir que las identidades son contexto-dependientes, no son un destino ni preexisten a los momentos históricos en los cuales se desarrollan. Ahora estamos en un momento en donde muchas personas se desidentifican con el ser varón y con el ser mujer, y probablemente mucho tiene que ver las condiciones (sociales-políticas-culturales) que habilitan que esas personas sean inteligibles desde su lugar de enunciación. Estamos en un contexto histórico donde vivirse como persona no binaria es una posibilidad, una forma de existencia plausible. Desarrollamos nuevas formas de habitarnos donde nos movemos en desidentificaciones y transiciones.

Es decir que es contextual y hay un corte generacional…

-Diría que sí. Que vemos un corte generacional. Las infancias y adolescencias hoy expanden su identidad y sexualidad. Existen preguntas, cuestionamientos, que cuando nosotres éramos pequeñes no “existían” de la misma manera. Es por eso, por ejemplo, que hay compañeras trans de “la vieja guardia” digamos, que entran en tensión con las identidades no binarias. Esta tensión tiene que ver con los desplazamientos y lugares de enunciación que suponen temores de invisibilización. En este mapa complejo de posibilidades de ser y estar en el mundo, diría que lo que tendría que alarmamos es conceptualizarnos desde un esencialismo que termina por reproducir normativas androcéntricas, algo que vemos en las feministas transexcluyentes. El biologicismo, aunque no es sinónimo, se vincula con el esencialismo. El problema no es qué identidad tenemos sino cómo la entendemos. Desde la premisa esencialista estamos siempre mirando los cuerpos desde la lógica reproductivista, que nos mete en una lectura jerárquica y desde las poblaciones que somos marginales, que nos corremos de la normativa cishetero, vamos a entrar en una lógica de subjerarquización; a ver quién vale más, quien está más o menos jodide. Lo importante es entender que somos identidades como trayectorias en movimiento. Estamos explorando otras formas de ser inteligibles y de habitarnos, formas que incluso podrían el día de mañana trascender las nociones de masculinidad y femineidad.