Fuente (editada): MOLÉCULAS MALUCAS | Ivana Tintilay | may 9, 2020
Dirijo este texto a les soldades del régimen cisheterosexual, a las trans y cisfeministas abolicionistas, a las tortas y maricas transfóbicas, a les fundamentalistas biologicistas transodiantes, a les punitivistas, a les lectores que hoy padecen esta cuarentena rodeades de privilegios. Les escribe una mujer trans, orgullosa trabajadora sexual, administradora única de su cuerpo soberano, archivista de la memoria de mi comunidad, encargada de sacar a la luz la gestación del activismo trans-travesti para deconstruir la lucha de nuestras historias de vida, contadas en primera persona por nuestras antecesoras.
Fuimos estigmatizadas, perseguidas, condenadas y destinadas a los fríos calabozos, y desde la inmunda indiferencia estatal y social, nos dejaron morir. Pero desde allí, desde esa indiferencia, sobrevivimos más fuertes y más guerreras que nunca. Si pensaron que no tendríamos cómo demostrar cómo nos encarcelaban y que no íbamos a enfrentarles a esas fuentes, se equivocaron. Existen fotos de nuestra lucha, desde décadas atrás, que ahora empiezan a salir a la luz. Nosotras no somos hijas del activismo visible, pero nosotras, las identidades trans y travestis siempre existimos. Durante las investigaciones que hago sobre mi comunidad, al escuchar los relatos de mi ancestras sobrevivientes y al volcar esos testimonios al papel, lloro muchísimo. Murieron muchísimas, enterramos centenares de amigas (que eran familia), pero, aun así, como soldadas, siempre estuvimos listas para integrar la gran resistencia travesti-trans. Yo, hoy más que nunca, estoy dispuesta a dar batalla a aquellos relatos oficiales que borran una y otra vez nuestra historia, nuestro pasado. Deconstruir nuestra historia no significa destruirla. Deconstruir significa nutrirnos de historias de vida y del legado que nos dejaron nuestras ancestras. También significa fortalecernos desde nuestras propias experiencias vividas. Historias de lucha que están prohibido olvidar.
Y hablo de olvidar, porque muchas que en esas épocas de corridas y calabozos marcharon a la par de las travas, que eran en su totalidad trabajadoras del sexo, hoy se volcaron al feminismo abolicionista estigmatizando nuestro trabajo con muerte, alcohol, droga y cárcel. Que no me vengan a decir ahora las travestis abolicionistas, que vivieron aquellas historias de lucha de cerca y las persecuciones junto a nuestras ancestras, lo que podemos hacer o no con nuestros cuerpos. No se lo vamos a permitir, ni a ellas ni a las cisfeministas, ni a nadie. No vendrán a saquear nuestra historia ni a decidir sobre nuestro presente. Queremos y vamos a seguir decidiendo sobre nuestros cuerpos, sobre nuestras elecciones de vida, no queremos que ni el Estado, ni la iglesia ni las voces feministas paternalistas decidan sobre nosotras. Ustedes eligen entregarse a un macho, casándose o juntándose, lavándole la ropa, limpiándole y cocinándole, gestando y cuidándole sus criaturas. En otras palabras ¿prostituyéndose?, creo que sí, pero con otro nombre. La moralina les dominó el pensamiento, lo que les molesta es el trabajo genital. Sus discursos se dan la mano con lo más rancio de la derecha vaticana. Se agarran de la trata, que por supuesto hay que combatir, pero meten en la misma bolsa las decisiones autónomas y soberanas de quienes elegimos el rumbo de nuestros propios cuerpos como más nos place.
La eterna cuarentena
Hoy leo lamentos sobre el aislamiento social, quejas sobre el encierro obligatorio por la pandemia en aras de no contraer un virus que mata sin piedad a cientos de miles y no discrimina por raza, religión o clase social. Son encierros, en su mayoría, llenos de privilegios, siempre con la opción de la libertad de, por ejemplo, salir a la calle a hacer las compras sin miedo. Estamos obligades, y con razón, a encerrarnos en nuestras casas, a salir únicamente para lo necesario en horarios restringidos. Si la policía te ve incumplir ciertas normas, tiene el poder de interrogarte. Fin de tu padecimiento.
Pero nosotras, las sobrevivientes del genocidio trans-travesti argentino, le queremos recordar a toda la sociedad que nuestras cuarentenas fueron violentas y tortuosas, y fueron el sello de nuestras vidas. Hoy ya tenemos anticuerpos contra las cuarentenas, y la de ahora, comparada con la padecida por nosotras desde nuestro florecer trans-travesti, es una monedita de centavo sin valor. Nuestros encierros empezaron en nuestra infancia, empezamos a esconder nuestros miedos, nuestras angustias, nuestras dudas, a sentir el dolor del diálogo interno tortuoso, todo solitas. Desde niñas, la mayoría de nosotras creció en zona odiante: su propio hogar. En la flor de nuestras adolescencias, ilusionadas por respirar, tuvimos que huir a alguna gran urbe que nos brindara cierto anonimato, una suerte de exilio sexual. Pero no, en la ciudad de luces y neones, de libertades y democracia, una larga y eterna cuarentena nos esperaba de brazos abiertos, impidiéndonos salir a la calle para así evitar las sistemáticas detenciones de la policía seguidas de encarcelamientos. Salir al supermercado era sortear las miradas horrorizadas de la gente, las risas burlonas de los machitos en grupo, que luego aparecían solitos y sonrientes a solicitar nuestros servicios sexo-afectivos. ¿El distanciamiento social de ahora? Es una nada comparado con lo que fue el de nuestro colectivo, la gente se alejaba de nosotras o llamaban a la ley para que nos expulsen del lugar. Todo lo que el colectivo trans-travesti relató siempre sobre nuestras vidas está plagado de verdad. ¿Dudan? Entren al Archivo de la Memoria Trans y verán en fotos lo que describo, imágenes de compañeras trans y travestis amontonadas, hacinadas entre cuatro paredes por el miedo de salir a la calle a hacer las compras o a sentir el sol sobre nuestros cuerpos. El terror signó nuestras vidas. El Estado es responsable, y la sociedad cómplice con su indiferencia o por sus cobardes acusaciones. Nuestra persecución, señoras y señores, fue crimen de lesa humanidad. Si las personas trans-travestis sobrevivimos a tanta violencia, a tanta cuarentena obligatoria por décadas, yo le grito hoy al mundo cisheteronormal que se calme, que respire bien profundo y que se la aguante, ya que nadie se muere por estar encerrade y lleno de privilegios. ¿Entenderán ahora lo que es estar verdaderamente encerrada? Hay muchos paralelismos que podemos trazar hoy en día. ¿Agresiones contra profesionales de la salud? Recuerdo por aquel 1987, cuando casi todas las noches teníamos que defender nuestra casa del atropello que vivíamos por parte de pendejos que para divertirse se les daba por apedrear nuestras viviendas al grito de “¡putos sidosos apestados nos van a contagiar a todos! ¡fuera del barrio podridos! ¡mueran!” En una oportunidad apedrearon la casa de la Juana Sánchez, mi mamá travesti, y tuvimos que salir con palos y perros a defender nuestra dignidad y nuestro territorio de encierro. Nuestros legajos policiales de persecución sistemática y encarcelamiento son nuestros diarios de Ana Frank.
Y cuando escapabas de la cuarentena para sobrevivir, eran escapadas inolvidables, corriendo de los patrulleros, al son de los tacos sobre los adoquines, trifulcas dentro las comisarías, recuerdos memorables de aquellos tiempos difíciles que también te transportaban a la peligrosa y criminal Panamericana, épocas en que nuestros cadáveres solitarios aparecían arrojados a la vera de esa polvorienta carretera. Hay nombres de ancestras que quedaron en el olvido, vaya una a saber por qué. Débora Singer, Laura Esther «Bubuuu», La Cachalote, Vanessa Leroy, Gabrielita de King, Sabrina Mamonde, Diana la Chita, Vanessa la Brasilera, y tantas otras que marcaron una época por su belleza, por su rebeldía contra la policía, o por su vida de delincuencia travestiril. Ellas me vuelven a este presente en el acervo que la mítica Marcela la Rompe Coche, potencia travesti, conserva en sus álbumes repletos de fotos históricas que ayudarán a cambiar el rumbo de cómo el relato oficial del activismo construyó nuestra lucha hasta hacer colapsar a las mentes “normales”. Memorias de una vida signada por el peligro, por el odio ciheternormado, por el silencio de toda una sociedad cómplice.
Muerte a la travesti que escapa de la cuarentena, un deporte en la Panamericana
Las crónicas policiales teñidas de rojo sangre y sus títulos sobre las femeneidades trans-travestis eran totalmente visibles y mostradas, muchas veces, morbosamente en los periódicos de fines de la década de los 80. Cualquiera que quisiera descargar su odio sobre nosotras podía hacerlo tranquilamente, sin jamás ser cuestionade, como lo hacía por ejemplo en televisión con risa cisheteromachista el señor Raúl Portal, hablando de la “Panamaricona”, ya cuando nuestra matriarca Perica Burrometo, la Ubaldini de las travestis, no estaba en el país para defendernos. Perica fue quien, junto a otras, organizó el Fuerte Travesti, una organización casera que denunciaba las muertes en Panamericana. Logró sobrevivir por su exilio en Francia e Italia.
La Nancy de Martelli, “La niña bonita”, fue bautizada así post mortem como el 15 en la quiniela, por haber sido la muerte travesti número 15 en la Panamericana. Su historia sería marcada en sangre por aquel 21 de agosto de 1987, hecho que cambiaría el rumbo de la lucha travestiril en Panamericana. Escapando de su cuarentena, murió como un perro de la calle, huyendo del patrullero que la detuvo. Al intentar atravesar la ancha carretera un camión a toda velocidad la levantó por el aire arrancándole un brazo de cuajo dejando caer su cuerpo que cayó sobre el frío cemento, para que al segundo otro vehículo le pase por encima. Y para rematar (o rematarla), por último un colectivo tiró lo que restaba de su cuerpo a la vera del camino. La Roque, la tía marica de Nancy, que aparece con su buzo blanco detrás del ataúd en esa foto histórica, y Perica Burrometo, fueron a la comisaría a pedir que les entreguen el cuerpo, pero la cana se oponía a hacerlo. Perica insistente les dijo a los gritos «dejen de romper las pelotas que ustedes saben bien que las únicas que nos hacemos cargo de nuestras muertas somos nosotras mismas”. El policía, para sacársela de encima, le grita: “agarra esas dos bolsas que están ahí y, si querés, armala vos” y le entregaron las bolsas de residuos con pedazos del cuerpo de lo que en vida fue la Nancy. Con la tía Roque la armaron como pudieron. Perica cuenta que estaba toda rota y tuvo que coserla entera. Y, como de costumbre, cada vez que pasaban estas tragedias Perica se encargaba de hacer la colecta entre las compañeras para hacer el velatorio y darle una santa sepultura a la amiga que había quedado en el camino por nuestra lucha. La muerte de Nancy de Martelli marcó nuestra historia: la prensa gráfica espantada de como morían las travestis, todas trabajadoras sexuales, tituló por primera vez, el 21 de agosto de 1987 en la portada de la revista Esto la palabra «TRAVESTICIDIO». Mirando las fotos junto a las sobrevivientes de aquellas épocas y al escuchar cómo ellas reían al revivir todas juntas aquellos difíciles años, nos demuestra que nuestras ancestras naturalizaron el dolor en sus cuerpos como también nos enseñan la gran sororidad que había entre las travestis por aquellos años.
A los velatorios asistían compañeras de todos lados, en ocasiones más de 150 travestis acompañaron entierros. La policía al ver tanta repercusión en los periódicos de las revistas como Esto, Flash, Casos Policiales y otras (en muchos casos con la firma de nuestra aliada, la gran Martha Ferro), temiendo un caos travestiril llegó a liberar la zona de trabajo. Ese año, 1987, un grupo de 14 travestis y 5 prostitutas, cansadas de tanto atropello y muertes se revelaron en la comisaría de Vicente López a golpes de puño, taconazos y, al grito de «ALFONSíN, QUEREMOS LIBERTAD, NO A LA REPRESION», se resistieron a la detención. Más tarde, en la década de los 90, cuando las persecuciones y detenciones a travestis no paraban, se realizaron las primeras reuniones de ATA (Asociación de Travestis Argentinas) realizadas en el barrio de Palermo, en el departamento de María Belén Correa, que vivía con Claudia Pía Baudracco. Y allí, otra vez, nuestra abogada y protectora como un ángel de la guarda, Ángela Vanni, salió con una jugada magistral contra la policía. En una de esas reuniones nos enseñó que deberíamos empezar a poner en el libro de entrada de la comisaría «apelo señor juez», debíamos firmar y entre ese garabato animarnos a denunciar en los juzgados a la mismísima policía que haciendo de jueces nos condenaba por nuestra identidad, avalada por el Estado y los códigos contravencionales.
Y es aquí cuando entra en la historia una niña trans salteña de pueblos originarios, Rosita la Salvaje, una heroína que llegó a Capital Federal a los 13 años expulsada de su provincia que la vio nacer y no la comprendió. Su vida duró lo que un suspiro, con tan corta edad marcó un referente importante en la lucha por nuestra identidad. Cansada de caer presa en las comisarías 21, 23 y 25, fue la primera de nosotras que se animó a denunciar a la policía en los juzgados con el famoso APELO SEÑOR JUEZ. Como me comentó María Belén Correa: “Todos los sábados nos juntábamos en casa unas 50 travestis con Ángela Vanni que nos explicaba la opción de poner ‘Apelo señor Juez’, y esto fue lo que hizo Rosita la Salvaje, la primera que revolucionó los juzgados, una menor denunciando a la policía, una nena rechazada por todes tuvo el coraje que pocas tuvieron». 14 añitos habrá tenido cuando realizó aquella histórica denuncia. Quién diría tan chiquita, frágil y llena de coraje, ella iba así por el mundo, siendo una criatura. Murió a los 15 años, enferma de sífilis y sin recibir atención médica, en la cárcel donde cumplía arresto por travesti. Luego de su denuncia, empezaron a llover muchas más contra la policía. Entonces, nuestras principales ancestras guerreras no fueron sólo aquellas que hoy corona el activismo LGBTIQ+. Omitir ciertos nombres es seguir ejerciendo violencia contra nuestras identidades y memorias. La persona que nos dio las primeras batallas ganadas por nuestros derechos adquiridos fue una niña trans que no debemos olvidar. Recordarla hará rica a nuestra historia colectiva. A quienes relatan y escriben nuestra historia: dejen de nombrar hasta el hartazgo solamente a las próceres de cartulina.
Un sólo ejemplo de una experiencia propia
Era verano del 1992 y era mi primera caída en la comisaría 23 de Palermo. Me encontraba sola en una celda gigante con paredes de mármol, una celda demasiado extraña. Para llegar a ella eras acompañada a bajar, escoltada, una escalera también de mármol, donde al fondo te esperaban unas gruesas rejas de hierro trabajado. Me pareció todo tan extraño ya que yo estaba acostumbrada a las comisarías de mi Jujuy natal, donde sus celdas eran de cemento. Pasaban las horas y el frío del precioso mármol me atravesaba el cuerpo. Ya empezaba a tratar de dormirme pensando que pasaría la noche sola, hasta que un tiqui tiqui tiqui tiqui de unos tacos me despertaron, al abrir los ojos veo bajar por las escaleras a dos diosas. Eran Gaby Silenti y Adriana Roger, dos cordobesas divinas, y detrás de ellas otra vez, otros tacos, anunciaban que otras chicas venían a hacernos compañía esa noche. Una mujer despampanante bajaba los escalones como una Venus, era bellísima y tan delicada en todo sus movimientos, tan increíblemente perfecta, era Candy la Tucumana, y detrás de ella venía Adriana, la famosa borracha de Crónica, la «que pim que pam que esto que aquello». Sí, aquélla de la que todo el régimen cisheterosexual se ríe burlonamente de su dolor e imita con impunidad. Como siempre, y como corresponde, Adriana venía insultando a los gritos al policía que la traía esposada. Al encontrarse allí, todas las detenidas se conocían y se saludaban a las carcajadas. En un momento sus miradas, juntas, se dirigieron hacia mí, y Adriana «la borracha» me preguntó: “Y vosss, caricata travesti de 2 días, ¿de dónde sos?”. Me presenté a todas ellas y fui bien recibida, compartimos las frazadas y toda la comida que le llevaban a cada una. Fuimos liberadas luego de 24 horas de encierro. Pero esas situaciones se repetirían una y otra vez, sistemáticamente. Adriana «la borracha» era de temer y cada vez que se emborrachaba, los policías de Palermo de las jurisdicciones de la 21, 23 y 25 le tenían terror; y cuando estaba junto a Karina y Patricia “las hermanas Termidor”, al verlas a las tres juntas, borrachas y drogadas, ni se asomaban por Godoy Cruz, la zona roja de Palermo era liberada. ¡Eran de temer! Juntas, rompían patrulleros, comisarías, se cortaban los brazos y les tiraban la sangre a los policías, al grito de TENGOOO SIDAAA!!!!!!
Estas memorias no son para victimizarnos, no necesitamos de su pena, de su misericordia, de su comprensión, lo que necesitamos es libertad, respeto y que dejen de pretender de decidir el rumbo de nuestras vidas. Ocúpense de las suyas, que nosotras nos ocupamos de las nuestras. Y que estos relatos solo les sirvan para saber que la revolución y la resistencia trans-travesti también la hicieron aquellas omitidas en los relatos oficiales; la hicimos las borrachas, las drogadas, las quilomberas. PROHIBIDO OLVIDAR.
Y ahora, para terminar les pregunto cislectores: ¿nos cambian su cuarentena por lo que fueron las nuestras? Besitos.