Fuente (editada): Página|12 | Flor de la V | 28 de septiembre de 2020
Podría contar muchas cosas de mi infancia. Dónde nací, el nombre de mi escuela primaria, cuál fue la primera película que vi, cuáles eran mis dibujos favoritos, mi primer beso. Hay cosas que mi memoria retiene con mayor nitidez que otras. Lo que sí recuerdo —y muy bien— es el deseo incontrolable de ser una nena. Todos mis recuerdos son en femenino.
Espero poder expresar con claridad lo difícil que fue para mí crecer creyendo que estaba en el cuerpo equivocado. Aún tengo pesadillas relacionadas con eso. La otra noche, por ejemplo, me desperté de golpe a la madrugada, mi corazón latía muy fuerte y una frase sonaba en mi cabeza: ¿Por qué no soy como las otras nenas? Por un momento sentí que tenía cinco años y me hallaba en mi habitación; era la misma sensación, solo que a esa edad me dormía llorando y pensando: ¿por qué me pasa esto a mí?
Antes de comenzar el jardín mi vida era de color rosa. Como no tenía mamá me la pasaba en casa de mis tías, ellas me mimaban mucho. Mamá murió cuando tenía dos años. Con mis tías todo era lindo, me encantaba estar con ellas: me dejaban usar sus vestidos, sus zapatos de tacos altos (me veo todavía bailando con su ropa). Todo era felicidad, hasta el momento no había notado la diferencia entre lo femenino y masculino. Cuando entré al jardín de infancia todo cambió para siempre; mi vida se convirtió en un infierno. Hoy por suerte se habla de la violencia, y muches creen que solo son golpes, pero existen diferentes tipos de violencias. Las personas trans lamentablemente nos enfrentamos a ellas a muy temprana edad.
¡Qué felicidad sentí mi primer día de jardín! Tenía un pintorcito verde hermoso con mucha tela y al girar se inflaba como la pollera de María en La novicia rebelde. Tenía el pelo bastante largo y, al entrar, todes pensaban que era una nena. Esa fue la primera vez que noté que algo pasaba. Era mi primer contacto con otres niñes. Me gustaba, pero no tanto como el baúl de los disfraces de la sala en el que había de todo. Los vestidos largos (más lindos que los de mis tías) eran mi debilidad. Todos los días me ponía uno diferente y las maestras comenzaron a llamarme la atención, a decirme: «eso está mal», «no podés hacerlo». ¿Por qué no?
El binarismo entraba a mi vida. Y de un día para el otro tuve que empezar a regirme con reglas que iban en contra de lo que yo sentía y nadie me explicaba. ¿Por qué está mal jugar con muñecas? ¿Por qué no puedo ponerme vestidos? La maestra citó a mi papá. Ese día, al llegar a casa, me riñó muy fuerte y me dijo que no lo hiciera más. Sentí tanto miedo que no me animé a preguntarle por qué no podía hacerlo. Obviamente, no me detuve. No podía ir en contra de lo que sentía, era como pedirle a un pájaro que no volara. Eso tuvo consecuencias, esta vez, más severas. Entonces comenzaron las palizas, los gritos: «¡¡¡Sos un nene!!! ¡Dejate de joder con los vestidos y toda esa mierda… esto es culpa de tus tías, que te hicieron maricón!». Al otro día, me llevó a una peluquería «de hombres». Lo recuerdo bien porque no se parecía a los salones a los que iban mis tías. Me sentaron en el único sillón que había frente al espejo. Era antiguo y estaba tapizado en cuero negro. Mi papá dijo: «Cortale el pelo, bien corto, como en la colimba». Escuchaba el filo de las tijeras con ese sonido tan característico y caían los mechones al suelo, como mis lágrimas. Eso me dolió más que las palizas. Fue muy violento, una tristeza se apoderó de todo mi ser como un fuego voraz que se devora todo. Salí de ahí mirando el piso, me sentía desnuda y con mucha vergüenza.
Al día siguiente, en el jardín me sentía transparente. Era como si no existiera: nunca más fui la misma. Me sentaba en un rincón con un camión de bomberos, como elles querían. Era la única manera de que no me riñeran. Me adoctrinaron a golpes, como a un animal salvaje. Entonces no solo vivía la violencia en mi casa: en el jardín la ejercían todos los días al obligarme a jugar a la pelota sin darme la posibilidad de elegir otro juego. Según elles, el fútbol iba a terminar con el problema.
Hay que entender que no son les niñes quienes tienen el problema. Todo este sistema no está adaptado para abrazar y contener. Muchas veces sobrevuela en el colectivo imaginario la idea de que solo existen personas trans adultas. No es así. La identidad sexual de una persona no comienza en la adultez. Existe una vivencia interna e individual que se siente desde la infancia y se desarrolla a lo largo de la vida. Hablar de las infancias trans, visibilizarlas y conocerlas nos permitiría eliminar las barreras que tienen que sortear estas infancias y adolescencias. Ayudaría a paliar el sufrimiento que experimentan y, sobre todo, la discriminación y la violencia. Les niñes y adolescentes son sujetos de derecho y sus derechos son Derechos Humanos, reconocidos por tratados internacionales y legislación interna. Hablamos, por ejemplo, del derecho al desarrollo personal, al trato igualitario, al disfrute, a la educación, al acceso a la salud, derecho a ser diferente, a la libertad de expresión y a la identidad (que incluye la sexual). Bajo dichos fundamentos ha sido sancionada la Ley de Identidad de Género de nuestro país (26.743), que es pionera y vanguardista a nivel internacional, ya que despatologiza por completo y visibiliza la identidad trans en todas las etapas. Lo más importante de esta ley es cómo contempla las infancias. Este aspecto la diferencia de las leyes de identidad sexual promulgadas en otras partes del mundo.
Una infancia reconocida, libre de prejuicios y estigmas, con pleno goce y acceso a derechos, habla no solo de niñas, niños, niñes y adolescentes que puedan desarrollarse sanamente y crecer libres, sino también de una sociedad más inclusiva, justa, equitativa e igualitaria. Yo no tuve ningún tipo contención en casa, y mucho menos de parte del Estado. Ahora que hay una ley que la avala: ¿vamos a seguir rapando cabezas o vamos a dejar que nuestres niñes crezcan en libertad?