Fuente: EUFORIA | Natalia Aventín Ballarín | 29 OCT 2021

Si eres feminista, con la sensibilidad hacia el machismo trabajada y sumas que tus días pasan analizando las violencias que sufre de forma específica y también interseccional el colectivo trans, para una vez detectadas buscar estrategias con las que combatirlas, despiertas una especie de filtro mental que hace que en cuanto algo cruza el límite de lo aceptable salten tus alarmas. 

Ese filtro que describo hace que leer, ver una serie o mantener una simple conversación se convierta en un análisis automático de cada palabra, párrafo o comentario, muchas veces significa una condena puesto que no hay interruptor para apagarlo y llega a ser agotador.

Por eso, buscar algún tipo de ocio que nos permita desconectar a veces se convierte en misión imposible y al mismo tiempo imprescindible.

Fruto de esa necesidad de un poquito de esparcimiento cultural y sin siquiera saber que se producía en un espacio que estos días protagonizaba un nuevo escándalo de cesión de terrenos de uso público para uso privado, aprovechando que el activismo nos había reunido en Madrid, nos fuimos a “disfrutar” del musical Kinky Boots. 

Si hubiéramos ido a ver un espectáculo de José Luis Moreno o la Revista Musical de Luis Pardos por lo menos habríamos estado prevenidas, pero íbamos a ver un musical que relataba la historia de una Drag Queen, por lo que nos confiamos. Aguantamos hasta el final, aunque en el descanso barajamos la idea de marcharnos, nos quedaba la esperanza de que de alguna forma lo arreglaran. Salimos contracturadas, con un nudo en el estómago y una profunda decepción.

Kinky Boots es una loa al capitalismo aderezada con misoginia, transfobia, xenofobia y algunas lindezas más, ni la excusa de que se basa en una historia real puede justificar el uso de un pretendido humor simple y zafio que para ser sátira debería apuntar a quienes tienen los privilegios. Las interpretaciones musicales y coreográficas son excelentes pero imposible disfrutarlas entre tanto despropósito.