Fuente (editada): EL PAÍS | Ana Carbajosa | 16 ENE 2021
Lo tenía todo preparado en su cabeza. El día de su jubilación saldría del armario. Empezaría a vivir la vida que siempre quiso, como mujer, ya alejada de las cámaras de televisión, sin miedo a que se rieran de ella ni a perder el trabajo con el que tanto disfruta. Pero Georgine Kellermann no aguantó. A sus 61 años, la popular periodista de la televisión pública alemana, y ahora gran jefa de una delegación territorial, sorprendió al país y a sí misma en un arrebato de impulsividad que le ha cambiado la vida para siempre.
Fue durante las vacaciones del año pasado, en septiembre. Kellermann iba a pasarlas en Estados Unidos, un país que conoce bien porque había sido corresponsal allí. Aquel día, para el viaje, se puso pantalones, pero también se maquilló, se pintó las uñas y se calzó unas manoletinas. Al fin y al cabo eran sus vacaciones y no tenía ganas de fingir. Pero cuando fue a coger el tren que le llevaría al aeropuerto, en el andén vio a una compañera de la tele. En circunstancias normales, habría tratado de evitarla, pero esta vez, sin saber muy bien por qué, decidió no hacerlo. Fue directa hacia ella.
—Kellermann, ¿es usted?, ¿va disfrazado?
—No, soy una mujer.
—¡Cool!
Aquella respuesta y la sonrisa que iluminó la cara de su colega le dieron alas. En el tren, Kellermann comenzó a rehacer su perfil de Facebook. Ahora era Georgine y su foto era la de la mujer que es. Antes de subirse al avión, rumbo a San Francisco, le dio al botón de publicar. “Fue un sueño hecho realidad”, recuerda ahora en la sede de la WDR en Essen, al oeste del país.
En las nueve horas que duró el vuelo de Fráncfort a San Francisco no pararon de lloverle likes. Luego le contaron que mientras, en el trabajo, se llamaban unes a otres y que algunes pensaron que la nueva página era falsa. Ya en San Francisco habló con su número dos por teléfono.
Kellermann es hoy la jefa territorial de la WDR con sede en Essen y tiene a 120 personas a su cargo. Empezó a trabajar para la televisión pública en 1983 y recorrió el mundo ejerciendo su profesión. Estuvo hasta 14 veces en los Balcanes en los noventa en tiempos de guerra, en Ruanda, en Malí. Fue corresponsal en París hasta 2007 y después en EE.UU. Dice que la guerra nunca le gustó, que siempre le dio miedo, pero que le interesó mucho retratar el sufrimiento de las víctimas en los conflictos, como quedó reflejado en algunas de sus crónicas desde Móstar.
La periodista recibe en su despacho, adornado con una gran bandera estadounidense que fue un regalo de despedida de sus colegas en Washington. Hay también una foto con un ex primer ministro francés y otra con Brigitte Bardot. Junto a la ventana una maraña de acreditaciones. Sobre la mesa, la alcachofa con el logo de la cadena, dos grandes monitores en paralelo y una taza en la que se lee: Georgine. Al lado, una caja de latón con fotos tomadas por todo el mundo durante sus misiones periodísticas. París, Nairobi, Sarajevo, Kigali. También sobre la mesa, un bolso grande de cuero negro.
Han sido décadas de pretender ser otra cosa, de vivir una vida que no acababa de sentir como propia, pero el tránsito social de Kellermann (Ratingen, 1957) tiene un final feliz. En contra de lo que durante años había rumiado, el mundo no se vino abajo. En su empresa asumieron su decisión sin problemas y, salvo los troles de turno, en las redes sociales recibe un cariño que un año después todavía le arranca la sonrisa. Fue un tránsito que nació de un impulso posible gracias a un clima social cada vez más propicio y que luego Kellermann fue capaz de ejecutar y compartir con una serenidad y empatía que le ha granjeado el respeto y la admiración de muchas personas.
“Yo sabía que mi decisión iba a suponer una carga para les compañeres en la oficina”, reflexiona. Llevaba muy poco tiempo al frente de la delegación de Essen. Tres meses y medio antes el equipo había conocido a su nueva jefa. Consciente de la magnitud del cambio, Kellermann les escribió una carta desde San Francisco explicándoles que tenía que hacer lo que había hecho, que no podía seguir así. “Les dije, además, que me podían preguntar lo que quisieran, enviarme wasaps o llamarme aunque estuviera de vacaciones”. Algunes le escribieron con preguntas, pero lo que más recibió fueron mensajes de apoyo. “Imagino por lo que debes de estar pasando”, le decían. “Aquello fue muy alentador”, recuerda ahora, todavía con visible emoción.
Enseguida escribió al jefe de recursos humanos del trabajo. “’Soy una mujer y quiero hablar contigo’, le dije. Me contestó que en la empresa hay 4.000 personas empleadas y que había habido algún caso, aunque nunca de nadie tan prominente. Fue muy cariñoso y acabé llorando”. Cuando les preguntó si podría aparecer delante de la cámara, no lo dudaron. Le aseguraron que creían firmemente en la diversidad en los medios de comunicación.
Faltaba el trago del primer día de trabajo. Era un viernes. Kellermann llevaba pantalones y bailarinas. Recuerda cómo en un corrillo con unas compañeras empezaron a discutir sobre tipos de manoletinas. “Fue un alivio, me sentí muy aceptada”. Después de la reunión de las noticias del día, Kellermann tomó la palabra. “Les conté la historia de mi vida. Cuando terminé, la gente aplaudió”. Al día siguiente, el cartel que cuelga en la puerta de su oficina estaba cambiado: 428. Studioleiterin. Georgine Kellermann. La firma del mail y las tarjetas de visita tampoco tardaron en llegar.
Cuando se le pregunta que por qué no lo hizo antes, Kellermann no se engaña a sí misma. Le daba miedo la reacción del resto. “Yo trabajo en una posición pública. Me encanta contar historias. Pensé que la gente se iba a reír de mí e iba a tener que dejar de hacer lo que más me gustaba (…) tenía miedo de que, si era quien soy, no pudiera seguir haciendo lo que había hecho durante tanto tiempo. Al final eso resultó ser una idea falsa”.
Su pasión es evidente cuando cuenta sus mil batallas ejerciendo de periodista en los puntos más calientes del planeta. Por un lado estaba el dolor que le produciría la burla, pero además temía perder el respeto profesional, que dejaran de valorar su trabajo y considerarlo serio. “Mi miedo siempre fue que, si salía del armario, cuestionaran mi profesionalidad como periodista respetable. Mil veces lo anticipé en mi cabeza. La gente se iba a reír por ser quien era y yo no quería que se riesen, porque esto es una cosa muy seria”. Pero aquel día en el andén el vaso acabó por derramarse. “Me di cuenta de que algo en mi vida iba mal, de que me faltaba algo, y ese algo era la verdad. Ahora ya no tengo que actuar, soy libre. Toda la energía que antes empleaba en fingir, ahora la puedo usar para muchas otras cosas. Ya no vivo con miedo a que me descubran”.
Kellermann es de alguna manera una privilegiada. Muchas personas, para hacer su tránsito social, renuncian a su trabajo y a su vida familiar o sentimental. Su acomodada posición laboral era una ventaja, pero a la vez también una cárcel, porque el miedo a perder la profesión que ama era atroz. “Sí, soy una privilegiada, pero ser una persona pública conlleva otras preocupaciones”.
Su vida privada siempre había sido otra cosa. Durante su juventud y vida adulta siempre se había comportado como hombre en la calle y vivido como la mujer que era en su casa. De puertas para adentro se vestía de mujer. “En cuanto llegaba a casa, lo primero que hacía era ponerme un vestido. Sé que eso no me convierte en una mujer, pero para mí era un símbolo”. Por eso no ha tenido que comprar apenas ropa nueva. El día que salió del armario ya tenía en casa tres llenos de ropa de mujer. Pero mientras en su vida doméstica reinaba la armonía, Kellermann seguía rumiando: “Yo se lo decía a mi pareja: cuando me retire seré la persona que realmente soy. Ella me animaba a dar el paso, pero yo tenía muchas dudas. Ahora está muy contenta”.
Su madre, que ya no vive, lo sabía y Kellermann asegura que estaba celosa de sus piernas largas y delgadas. A su padre no le gustaba un pelo lo que veía, pero la periodista cree que tal vez hubiera cambiado, que en este tránsito se ha encontrado con gente de 90 años que le pregunta que por qué no lo hizo antes y que le dice que se la ve muy bien. “Pero hace 20 años se habrían reído de mí”, agrega.
Por eso, aunque su proceso haya sido lento, Kellermann cree que este era “el momento adecuado”. “En los años ochenta la sociedad no era tan tolerante como ahora. Si en vacaciones alguna vez me vestía de forma un poco más femenina, había gente que por la calle me señalaba con el dedo, que se reía de mí. Cuando estaba sentada en una cervecería, una vez escuché: ‘¡Yo le echaría!’. Creo que no hubiera salido bien. Que haya esperado tantos años tiene que ver con que la sociedad también tenía que evolucionar hacia donde hoy está”. En las últimas décadas el mundo ha cambiado mucho y muy rápido. Y su país también. “Creo que Alemania es más progresista de lo que creemos. Como tuiteé una vez, es el país que a las personas más retrógradas no les hubiera gustado que sea”. Cada persona encuentra en su camino vital palancas que la ayudan en su transición. Para Kellermann, un punto de inflexión importante fue la aparición de Conchita Wurst en el festival de Eurovisión representando a Austria en 2014. “No me lo podía creer”. Otro fue una exposición en el Ayuntamiento de su ciudad sobre un hombre que vestía ropa de mujer en los años treinta y que llegó a los tribunales para pelear por su derecho a ponerse lo que le diera la gana.
A ella le ayudaron también las redes sociales. “Sin ellas no estaría donde estoy. Sé que se habla mucho del odio en las redes, y sí, tengo troles, pero sobre todo mucho apoyo, y eso ayuda mucho. Además, si no, ¿cómo lo haces, alquilas un local gigante y convocas a mucha gente para decírselo?”. Las redes sociales le proporcionaron a Kellermann la distancia que necesitaba. Lanzó la bomba a través de Facebook, en plenas vacaciones y con el océano Atlántico de por medio, dando tiempo a que la noticia fuera digerida.
La primera vez que salió en la pequeña pantalla como mujer fue el pasado abril, durante un reportaje sobre la brigada de bomberes en Bochum, también en el oeste de Alemania. Cuando terminó la retransmisión Kellermann daba saltos de la emoción, no se lo creía. Esos ambientes de compadreo masculino y de machos alfa los ha frecuentado a menudo. Ahora los analiza tal vez con mayor distancia. “Los hombres son muy graciosos. Cuando están en grupo en los congresos de los partidos, ves cómo se adulan los unos a los otros y se dicen lo bien que lo han hecho”, interpreta con sorna.
El agrio debate sobre el lugar que ocupan las personas trans en el feminismo no le resulta desde luego ajeno. Kellermann se considera feminista cuando se trata de defender los derechos de las mujeres. “Es que no entiendo una sociedad que pueda tratar de manera desigual a hombres y a mujeres. Ahora, durante la pandemia, son las mujeres las que han tenido que cargar sobre todo con la familia, la casa… Pero si me preguntas si a mí me han tratado mal, si he sido discriminada como otras mujeres, te diré que no”. Asegura que no comulga con lo que llama el feminismo de vieja escuela, “pero afortunadamente no es el único tipo, también hay feministas que por ejemplo aprueban el trabajo sexual”. “Yo entiendo que para ellas [las feministas clásicas] soy un señor que se pone vestidos, y entiendo su razonamiento, pero en realidad son tan poco progresistas como las personas de derechas que no toleran a la gente diferente”, argumenta la periodista alemana.
Pero Georgine Kellermann no es de las que se recrean ni mucho menos en las diferencias ni en las divisiones; lo suyo es un vitalismo contagioso, propio de quien está dispuesta a exprimir la vida. Para la sesión de fotos se atusa el pelo y se pone las gafas porque piensa que se ve mejor. Antes ha pasado por la maquilladora. Posa con la profesionalidad y paciencia de quien lleva años enfrentándose a las cámaras. Es evidente que lo hace en parte por la emoción de la novedad, pero sobre todo, por quienes llama sus “hermanas”, aquellas que, como ella en el pasado, se sienten atrapadas en una vida que sienten que no acaba de ser la suya. A quienes están en la misma situación que ella estuvo hace no tanto y no saben si pueden contar con la complicidad de su familia, sus amistades o su empresa, les aconseja: “Hacedlo con cuidado”. Pero también les recuerda algo: “Al final se trata de una misma, no de la sociedad ni de tu familia”.
La vejez se suele considerar como una etapa en la que hay solo pérdidas, sin ninguna ganancia. Pero eso no es más que edadismo, un prejuicio sobre la edad y sus posibilidades de acción. Y este es un ejemplo que lo ilustra bien a las claras. Para Kellermann el inicio de la vejez le marca un camino que antes no quiso o no supo iniciar. En cualquier caso, un gesto digno de aplauso y admiración con el convencimiento de que la edad cronológica es solo un número.