Fuente (editada): infoLibre | Ignacio Paredero | 17/04/2021
Ella miente, seguro. Miente, porque todas las mujeres son unas liantas, unas mentirosas, de las que no te puedes fiar. Como te descuides, te arruina la vida con una denuncia falsa. Es mi palabra contra la suya y, como es ley en otros países, la palabra de una mujer vale la mitad que la palabra de un hombre, porque el hombre es un ciudadano de verdad y ellas, bueno, no del todo.
A día de hoy, nadie se atrevería a hacer explícito este discurso, pero es lo que está detrás de algunos elementos de nuestra legislación.
Las leyes no son objetivas y neutrales, codifican valores, supuestos y creencias de las personas que las redactan. Incluyen sus miedos, sus objetivos y también, el reparto de poder social entre las personas, entre los grupos sociales de los que forman parte quienes las escriben. Por mucho que aspiremos a que las leyes sean “iguales para todes”, las circunstancias sociales y materiales nunca son iguales. Incluso una ley que trate por igual a todo el mundo, puede agravar una discriminación u opresión o beneficiar a un colectivo.
Un ejemplo de todo esto son las leyes penales que persiguen los delitos sexuales. Estas leyes, en su diseño, son leyes que muchas veces no tienen en cuenta la materialidad y sociología de los hechos que abordan, por ejemplo la desigualdad de género.
Y de la sociología saltamos a la epistemología. Se habla de “prueba diabólica” (probatio diabólica) a pedir a una de las partes que demuestre que no ha hecho algo. Demostrar que no has hecho algo es, por definición, prácticamente imposible, extremadamente difícil de demostrar y por eso, en un juicio, lo que hay que demostrar es lo contrario, que sí se ha hecho algo.
Y ¿qué se le pide a las mujeres para demostrar una violación? Pruebas materiales de que no hubo consentimiento, básicamente, pruebas de haberse resistido. No es solo que se les pida una “prueba diabólica” o una resistencia peligrosa. Es que se presupone que, en ausencia de esa “prueba diabólica” de que no hubo consentimiento o pruebas de una resistencia física, el consentimiento existió y por tanto no hubo violación, una suposición que, curiosamente, no opera cuando hablamos por ejemplo de un robo: si una persona dice que le han robado algo, nadie pide que demuestre que no dio su consentimiento a que el ladrón se apropiase de sus bienes o que intentó resistirse al robo. Solo hay que demostrar que la apropiación existió para condenar a alguien y no se pide demostrar algo indemostrable, como es demostrar que no hubo consentimiento.
Las presuposiciones ideológicas sobre lo que es “normal” o “natural” y el tipo de pruebas que se piden para demostrar algo (hay que probar el no consentimiento), condicionan el resultado de una ley de manera enorme. Lo que puede parecer igualdad ante la ley, es, en realidad, una legislación que permite a determinados hombres “forzar” las situaciones y afirmar que sí hubo consentimiento y que sean ellas las que carguen con la prueba de Sísifo de demostrar que no lo hubo. Es una legislación diseñada desde una subjetividad masculina, para proteger a los hombres de las afirmaciones de las mujeres: ellos no tienen que probar que no las violaron, son ellas las que tienen que probar que no dieron consentimiento.
Pero este no es el único caso de leyes diseñadas para exigir pruebas imposibles frente a una sociedad que no cree a las víctimas. Hay otro ejemplo de leyes que exigen pruebas diabólicas para demostrar algo que no cuadra con lo “normal” o “natural”, de nuevo, que cuestiona la jerarquía de género. Estoy hablando de las leyes para reconocer la identidad sexual de las personas trans.
Son dos casos llenos de similitudes en los que opera la misma ideología: hay personas que saben algo (son de un sexo diferente al asignado al nacer/no dieron consentimiento y fueron violadas) pero la sociedad no las cree (porque son invenciones que contradicen la biología y dañan a la sociedad / porque son invenciones para joder a los hombres) y por tanto, se les piden pruebas imposibles (que demuestren con pruebas su identidad sexual / que demuestren con pruebas que no dieron consentimiento), para contradecir lo que se presupone normal (que son del sexo asignado al nacer / que hubo consentimiento). En ambos casos se les hace pasar un viacrucis legal (trámites administrativos y sanitarios / periplos judiciales y revictimización), porque se considera que tienen que esforzarse en demostrar “los hechos” ellas, porque no se las puede creer de entrada a riesgo de generar un caos social que perjudicaría a terceras personas. Por el inasumible riesgo a las “denuncias falsas a hombres para arruinarles la vida” o por el miedo a “hombres que se harían pasar por mujeres”.
Y todo ello por ley. Por leyes escritas en base a supuestos ideológicos tan fuertes que llevan a exigir pruebas negativas, imposibles. Por leyes que no te creen y que construyen sociedades que discriminan a las mujeres y también a las personas trans. Por leyes que desprecian la experiencia de las mujeres y su subjetividad, y la experiencia de las personas trans y su subjetividad. Por leyes que no te creen porque se han pensado por sociedades que no te creen.