La falta de reconocimiento social e institucional a su identidad agrava la salud mental de las personas trans que conviven con sufrimiento psíquico.
Fuente (editada): elDiario.es | June Fernández | 20 de febrero de 2021
No puedo parar de compartir en mis redes sociales este documental, que recoge testimonios de personas trans que pasaron por la Unidad de Identidad de Género de Barcelona. Hablan de relación de poder, de cuestionamientos, de trato humillante, de test denigrantes, muy sexistas y heterocentrados, de diagnósticos estigmatizantes que cerraban la puerta al cambio registral del nombre y del sexo.
Me sirvió de arranque de un reportaje ‘Ser trans sin permiso de la psiquiatría’ que he publicado en el monográfico en papel Locura de Pikara Magazine. En él no solo se señala por qué la patologización de la transexualidad es contraria a los derechos humanos de las personas trans, sino que también hablan personas trans que conviven con un sufrimiento psíquico que la transfobia no hace más que agravar.
El cuerdismo y la locofobia son los términos que he incorporado más recientemente a mi diccionario feminista interseccional, gracias a compañeras como nuestra maestra en esta materia, Marta Plaza, y a otras muchas activistas y comunicadoras locas que os animo a descubrir en el monográfico Locura. Resulta urgente conocer su discurso, porque en el debate sobre el borrador de la Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans, al menos dos intelectuales con mucho tirón han tirado de cuerdismo y de locofobia para argumentar contra una iniciativa legislativa que pretende precisamente despatologizar la transexualidad.
Por un lado, la escritora Laura Freixas, una de las ocho feministas transexcluyentes que enviaron el pasado noviembre una carta abierta al presidente Pedro Sánchez contra el proyecto de ley, puso el grito en el cielo en su Twitter por el artículo del borrador que aclara que «la enfermedad psiquiátrica no obsta para la transición», en contraposición con el artículo 4 de la ley de 2007, que establece como requisito para el cambio registral «la ausencia de trastornos de personalidad que pudieran influir, de forma determinante, en la existencia de la disonancia». La escritora alertó de que «cualquier psicópata o esquizofrénico puede declararse legalmente mujer y entrar en nuestros espacios«. Unas horas después, borró el tuit y reconoció que podía resultar estigmatizante para las «personas enfermas mentales».
«Las personas locas sufrimos más violencia de la que ejercemos, sin embargo, seguimos arrastrando el estigma de ser personas impredecibles y agresivas», recuerda Sara R. Gallardo en su reportaje ‘No tenía antecedentes psiquiátricos’, incluido en la octava edición de Pikara en papel. Pero esa sospecha también estigmatiza a las mujeres trans. El imprescindible documental Disclosure: ser trans en Hollywood parte de un dato extraído de un estudio de la asociación GLAAD: el 80 por ciento de las personas en Estados Unidos no conoce a ninguna persona trans, por lo que construye su imaginario a partir de la ficción audiovisual. Y en ese imaginario, un arquetipo que destacan es el del travesti asesino en serie perturbado, como ocurría en Psicosis y en El silencio de los corderos.
Dice Gallardo que ha sido un avance del feminismo señalar «que los violadores o los maltratadores no están locos, sino que son hijos sanos del patriarcado«. A mí el feminismo me enseñó también a entender que el terror sexual es una herramienta de control y de domesticación de las mujeres, por más que sean las autodenominadas feministas radicales las que lo alimentan. Por cierto, son precisamente las personas trans las que sufren acoso y agresiones en espacios segregados como los baños, los vestuarios o las prisiones.
Por otro lado, Daniel Bernabé defiende en el diario Público la ley 3/2007 de identidad de género, argumentando que el objetivo de la certificación médica de los tránsitos es descartar trastornos de personalidad. Le importa poco la realidad de las personas trans que se ven excluidas por tener diagnósticos psiquiátricos. Obvia que el artículo 4 impone como requisito el diagnóstico de disforia de género y dos años de intervenciones médicas, que chocan con los Principios de Yogyakarta que nombran como derecho de las personas trans no tratar la transexualidad como trastorno y no someterse a tratamientos o exámenes médicos indeseados.
Además, Bernabé considera «incongruente» poner bajo sospecha el trabajo de «los médicos, esos profesionales a los que no nos hemos cansado de aplaudir en esta pandemia». Entiendo entonces que también le parecerá incongruente apoyar la lucha del activismo loco contra las contenciones mecánicas en las unidades de psiquiatría o de las madres feministas organizadas contra la violencia obstétrica por la que la ONU ha condenado al Estado español.
La Asociación Mundial para la Salud Trans (WPATH, por sus siglas en inglés) insiste en que un diagnóstico de salud mental no supone un motivo para cuestionar la identidad sexual, ni tampoco para la exclusión de los procesos médicos cuando la persona los necesite. Lo contrario «puede suponer un aumento del estrés, angustia y malestar que vive una persona cuando se le niega el reconocimiento y la expresión de su identidad, pudiendo empeorar este estrés añadido los propios síntomas del problema mental», explica la psiquiatra y psicoterapeuta feminista Marina de la Hermosa Lorenci en un artículo recogido en el libro Transpsiquiatría. Abordajes queer en salud mental. Señala también la necesidad de formación y de coordinación entre equipos para que el acceso a hormonaciones o cirugías no afecte a la estabilidad mental y emocional de personas trans con depresión, esquizofrenia o síntomas graves de estrés postraumático complejo. Síntomas que, por cierto, muchas veces son consecuencia precisamente del llamado estrés de minoría que sufren las personas pertenecientes a una categoría social estigmatizada.
Si escuchamos al movimiento trans, conocemos modelos de atención respetuosos que distan mucho del imperante en las unidades de identidad de género de los hospitales españoles. Nac Bremón me explica el modelo catalán, desarrollado con participación del propio colectivo trans:
«A diferencia de los protocolos UTIG, no existe evaluación psicopsiquiátrica ni diagnóstico clínico ni se imponen o sugieren patrones estereotipados físicos o conductuales como objetivo. El modelo de despatologización se enfoca en la salud física y mental, el acompañamiento y la escucha activa, para informar de las posibilidades de las que dispone el área sanitaria en respuesta a las necesidades que demanden estas personas. La atención psicológica individual o grupal siempre se realiza a demanda de las personas usuarias y nunca como acreditación de la identidad de género. Y siempre a demanda también se da respuesta especializada a necesidades específicas en materia de salud mental como pueden ser trastornos o enfermedades mentales que pudieran presentar algunas personas trans, tal y como se hace a través de los canales comunes al resto de personas usuarias de la atención primaria».
El estigma se traduce en datos como que, en España, más de un 10 por ciento de las mujeres trans se han visto obligadas a dormir en la calle al menos una vez en la vida. Uge Sangil contextualiza el dato: «Las personas trans sufren unos índices muy elevados de sinhogarismo, desempleo y agresiones tanto físicas como emocionales. (…) Las personas trans que son expulsadas de sus hogares entran en una rueda de la que es difícil salir porque son sistemáticamente discriminadas por el mercado laboral cuando intentan buscar empleo». Ante esa realidad, considera urgente que se apruebe una legislación basada en la autodeterminación combinada con medidas de inclusión sociolaboral.
Pensemos en qué ocurre con el estigma si, además de ser una persona trans, tienes un diagnóstico de esquizofrenia o de trastorno de personalidad, y cuando ese diagnóstico te impide cambiar tus datos en tu DNI, ese que presentas para firmar un contrato de trabajo o de alquiler, o para denunciar una agresión.
En mi reportaje, les activistas Dau García Dauder, Hele y Math subrayan la necesidad de tender puentes entre el movimiento trans y el loco, porque ambos luchan contra la patologización, la medicalización y la tutela psiquiátrica, al tiempo que reclaman el acceso a recursos y derechos desde la autodeterminación. No olvidemos que los sectores del feminismo y de la izquierda que atacan la ley trans son los mismos que dinamitan sistemáticamente las alianzas entre movimientos sociales, empeñados en blindar sujetos políticos monolíticos. Es decir, empeñados en blindar sus privilegios y su falta total de empatía hacia quienes sufren opresiones que les son ajenas y que, de hecho, alimentan.