Fuente (editada): ctxt CONTEXTO Y ACCIÓN | Editorial | 29/06/2021
Como seguramente hayan oído ustedes, ayer, día 29 de junio, el Consejo de Ministres del Gobierno de España aprobará el anteproyecto de ley de igualdad real y efectiva de las personas trans y de garantía de los derechos de las personas LGBTI. Un título ambicioso y comprometido, ciertamente, en un momento en que la oposición a la existencia de los derechos de las personas trans, lesbianas, gais y bisexuales se expande por todo el planeta como un incendio voraz. Rara vez un proyecto que afecta a una minoría ha disfrutado de una atención mediática tan extensa, ni de una oposición tan alarmista y escandalosa. Un proyecto social que tradicionalmente recibía el apoyo de la izquierda y del centro social moderado, y la oposición de la derecha más ultramontana, esta vez ha suscitado debates feroces dentro del movimiento feminista.
El rechazo a la diversidad sexual no es nuevo. Con el exterminio del mundo clásico y el advenimiento de nuestra actual sociedad patriarcal, toda sexualidad no reproductiva y no normativa, toda identidad disconforme con el modelo único de hombre-mujer-familia quedó proscrita por el mecanismo del pecado, del delito, y ya en la sociedad occidental moderna, inventora de las Cartas de derechos humanos universales, por mecanismos más sutiles como la psiquiatría, la discriminación o las leyes de segregación. La diversidad sexual era un delito hasta 1995. La transexualidad sigue catalogada legalmente en España como un trastorno y miles de personas pagan el precio de incumplir una norma no escrita con la incomprensión, la discriminación e incluso la violencia. Puede que no formemos parte de los 67 países que aún aplican penas de cárcel a la homosexualidad, ni de los nueve que imponen la pena de muerte, pero aquí no hemos sido inmunes a esa oleada anti-derechos y anti-diversidad.
La invocación de que las personas trans, una minoría de menos del 1%, podían borrar a las mujeres, desmantelar el feminismo y pervertir con su presencia el sistema de protección social ha sido gritada con tal cólera que mucha gente se ha alarmado y ha retomado el discurso de peligrosidad social que la historia ha dejado como triste herencia sobre el colectivo. En esta batalla dialéctica se han utilizado argumentos falaces contra un colectivo que ha demostrado ser víctima más que verdugo. Se ha ignorado su presunción de inocencia, las cifras de su exclusión social y se ha apelado a la defensa de 47 millones de ciudadanes que al parecer quedaban expuestes al maléfico influjo de las “teorías de género”.
Frente a tanto ruido y tanta furia, se ha argumentado, razonado, expuesto el conocimiento de la ciencia y la jurisprudencia de los tribunales de derechos humanos. Se ha movilizado el movimiento LGBTIQA+ y la gran mayoría del feminismo español para indicar que no hay borrado, que se desea la inclusión social de nuestras minorías, que ambas luchas confluyen en su intento de erradicar el modelo patriarcal de género y las injusticias de los roles y expresiones de género impuestas por la sociedad machista, que tales acusaciones manifestaban muy poca fe en la mujer y en sus movimientos o, sin más, que ningún dato relevante y no retorcido avalaba tanta alarma.
Podemos alegrarnos, pues, de que España permanezca donde estaba, en la vanguardia de la aceptación de la diversidad sexual y de que se sume a la estela de los países que amparan la diversidad y, en concreto, que aceptan y ayudan a la inclusión social de las personas trans. No somos Hungría ni Polonia, al menos en este momento de la historia, pero eso no significa que esta batalla no haya dejado pérdidas graves en el camino.
Es momento de alegrarse porque el Gobierno no haya cedido a las presiones en pinza de la ultraderecha y de una minoría de feministas inmovilistas, pero a la vez es necesario constatar con preocupación las concesiones que la Vicepresidencia del Gobierno ha hecho al discurso trans-excluyente. Es cierto que tras siete meses de debate se ha llegado a un acuerdo sobre las condiciones del cambio de sexo registral, condiciones que probablemente no satisfarán a ninguna de las partes, pero también es verdad que se ha cedido mucho en el objetivo ambicioso de promover la igualdad real y efectiva y garantizar los derechos del colectivo LGBTI, y en especial de las personas trans.
El proyecto de la vicepresidenta Carmen Calvo hace un uso del lenguaje que evita a toda costa mencionar la identidad sexual y hasta a las personas trans. Algunos términos, como “hombre transexual”, parecen especialmente prohibidos y se recurre a elipsis para no mencionarlos (art. 40.3) o directamente se elimina la sección del borrador previo que regulaba sus derechos sexuales y reproductivos como la reproducción asistida o el aborto. Esta parece de hecho la tónica general de respuesta ante la polémica: el enmascaramiento o la omisión sobre asuntos como los tratamientos sanitarios (indefinición), la asistencia y acompañamiento a las personas menores trans (nada se dice) o las medidas para la inclusión laboral (‘se promoverá’)… Lo que iba a ser una ley normativa y clarificadora del tratamiento a nivel nacional es ahora un proyecto de ley programático, que si no se concreta en la tramitación de los ministerios y del Congreso puede terminar generando un decenio de conflictos en los tribunales hasta que se aclare el alcance y contenido de las declaraciones de buenas intenciones.
Puede que el anteproyecto que se aprueba en el Consejo de Ministros sea una victoria de la diversidad y de los derechos humanos. Puede que contenga enunciados que puedan terminar por ser herramientas efectivas en la restauración de la igualdad y la dignidad de gais, lesbianas, bisexuales, trans e intersex. Pero se han hecho concesiones fatales al buenismo y a una engañosa equidistancia que tal vez terminarán por abandonar a su suerte a otra generación de personas trans, a las manifestaciones de identidad no binaria… Un detalle preocupante: esta iba a ser una ley de rango orgánico y aplicación preferente para asegurar y blindar el desarrollo de los derechos constitucionales de las personas LGBTI; ahora es un proyecto de ley ordinaria que no modifica ley orgánica u ordinaria alguna y que deja la patata caliente en manos de la voluntad de las Comunidades Autónomas, en un momento en el que la señora Ayuso se aviene a “reformar” las leyes LGBTI autonómicas “al estilo húngaro”. Hoy se da un paso, pero esta batalla no ha concluido. La guerra por la igualdad parece ser eterna. Firmeza y alianza del movimiento feminista y LGBTIQA+ hasta el triunfo de la razón y del corazón.