Fuente (editada): dosmanzanas.com | Juan Roures | 8/05/2020
No es fácil escribir sobre Adam, película disponible en Filmin hasta el domingo pasado como parte de la extraordinaria celebración online del Festival Cinematográfico D’A, la cual ha ofendido precisamente al grupo de espectadores que buscaba visibilizar: la comunidad trans. Pasó lo mismo con Dallas Buyers Club (Jean-Marc Vallée, 2013), La chica danesa (Tom Hooper, 2015) y Girl (Lukas Dhont, 2018), películas generalmente aplaudidas por la crítica (que, recordemos, es eminentemente masculina, blanca y cishetera), entre otros motivos por sus buenas intenciones a la hora de denunciar la transfobia, que fueron sin embargo cuestionadas por los colectivos trans, sobre todo por convertir intérpretes cis (respectivamente Jared Leto, Eddie Redmayne y Victor Polster, todos multipremiados) en personajes trans. Esto, que muchas personas tachan de absurdo por residir la magia de la interpretación precisamente en fingir otras identidades, trae sin embargo a la mente los tiempos en que las estrellas de Hollywood se pintaban la cara de negro para encarnar a personajes afroamericanos. O sea, que es un insulto. Y, peor aún, un peligro: disfrazando a estrellas de Hollywood de personajes trans se pone énfasis en la idea errónea de la identidad trans como disfraz, se invisibiliza a las verdaderas personas trans, se impide a su vez a éstas convertirse en estrellas y, para colmo, se fomenta una transfobia que podría perfectamente avivar los crímenes de odio. De ahí también que la elección de Belén Cuesta para encarnar a un personaje trans en La casa de papel (2017-) sea tan inapropiada, si bien al menos ahí se trata de una mujer (cis) encarnando a otra (trans), algo que de hecho será perfectamente correcto en un futuro en el que les intérpretes trans tengan las mismas oportunidades que les cis.
Todo esto, evidente para quienes lo viven de cerca, pasa sin embargo desapercibido para el resto, provocando que películas en torno a la transexualidad que la propia comunidad trans desprecia sean después vitoreadas por el público precisamente por considerarlas un apoyo a personas a las que, desde el buenismo, desean lo mejor sin molestarse en llegar a conocer. De ahí que el trabajo de Eddie Redmayne en La chica danesa fuera por completo denostado por la comunidad trans (no solo por tratarse de un intérprete cis: también por caer en la caricatura, pero esa es otra historia) y, sin embargo, se ganara reacciones de “¡Impresionante! ¡Conmovedor! ¡Inolvidable!” por parte de buena parte de les espectadores, así como nominaciones a todos los premios del año, probablemente no devenidos en estatuillas por haber ganado Redmayne el año anterior con La teoría del todo (James Marsh, 2014) y, claro, por deber competir con Leonardo DiCaprio en la edición de El renacido (Alejandro G. Iñárritu, 2015).
Dicho esto, inevitable aunque pueda parecer lo contrario, Adam no tiene este problema porque, pese a tratarse de una película cuya tema principal es la identidad trans, no cuenta con un solo protagonista trans. En ella, el adolescente Adam —Nicholas Alexander, a quien ya vimos cuando solo era un niño en la también LGTB y también controvertida Phillip Morris ¡Te quiero!(Glenn Ficarra y John Requa, 209)— decide pasar su último verano de secundaria con su hermana mayor —Margaret Qualley, uno de los descubrimientos de Érase una vez en… Hollywood (Quentin Tarantino, 2019)—, muy involucrada en el activismo LGTB de Nueva York. Así conoce a Gillian —Bobbi Salvör Menuez, secundarie de White Girl (Elizabeth Wood, 2016)—, una chica lesbiana que da por supuesto que él es trans, brotando así una peculiar relación en la que, queriéndolo o no, ambos caen en la transfobia: él por aprovecharse de una minoría básicamente para conseguir sexo y ella por aceptar un hombre como pareja siempre y cuando sea trans, asumiendo así que los hombres trans, en el fondo, no son hombres de verdad. Esto último, claro está, puede defenderse: los hombres cishetero representan indirectamente la cisheteronormatividad y el patriarcado contra les que lucha la comunidad LGTB, lo que no quiere decir en absoluto que sean como tales el objeto de la diana pero sí vuelve comprensible que una persona decidida a ser libre con la sexualidad los descarte en pos de los hombres trans, no porque estos últimos sean menos masculinos (sea lo que sea eso), sino porque sí han vivido la discriminación. O sea que, como lesbiana reivindicativa, la idea de rechazar a los hombres trans es, sencillamente, fea, haya o no lógica detrás.
El principal problema, y aquí toca hacer un spoiler que puede evitarse pasando directamente al párrafo siguiente, es la conclusión: cuando él confiesa por fin que es cis, ella admite que ya lo sabía pero prefería fingir lo contrario para poder seguir adelante con la relación, asegurando repentinamente, casi lamentándolo (y sin dar demasiado detalle), que es bisexual. O sea, no solo ha sido engañada para sentirse atraída por un hombre sino que el engaño ha funcionado, algo que, llevado al extremo, justificaría las absolutamente terribles violaciones correctivas (no su moral, claro, pero sí su efectividad). Para colmo, el motivo que ha llevado finalmente a Adam (cuyo nombre bíblico no es por cierto casualidad) a confesar la verdad es la noticia de una mujer trans asesinada por un grupo de hombres que ligaron con ella pensando que era cis, algo absolutamente espantoso que se aborda con humor negro (por ejemplo, se ridiculiza que la hermana de Adam esté desconsolada pese a no conocer a la víctima; con gracia, sí, pero también sin tacto) y que básicamente presenta al protagonista la moraleja de que mentir sobre la propia identidad está mal, insultando de golpe y plumazo a todas aquellas personas que han tenido que esconder una parte de sí mismas por miedo al acoso y no sencillamente para perder la virginidad.
Muchas personas odiarán Adam sin verla solo leyendo sobre ella. Atendiendo a las valoraciones del portal IMDB, lo han hecho ya (cuesta creer que la mitad de esas críticas puntuadas con 1/10 y reducidas a una frase vengan de verdaderes espectadores). Y no sin razón: la comunidad LGTB en general y la comunidad trans en particular han sido tan maltratadas, literal y figuradamente, que tienen todo el derecho del mundo a atacar aquello que, en su opinión, las difame, por mucho que eso suponga manchar la reputación de aparentes obras maestras como La vida de Adèle (Abdellatif Kechiche, 2013), reivindicada año tras año por el Día de la Visibilidad Lésbica… y, sin embargo, denostada por buena parte de las mujeres lesbianas por representarlas desde una óptica puramente masculina, sexualizada e ignorante. Y es que visibilizar desde el tópico es peor que invisibilizar, al menos cuando aquello que se busca visibilizar ya ha dado pasos agigantados por sí solo (vamos, que lo que colaba hace unos años, véase Philadelphia (Jonathan Demme, 1993), no vale ahora). Pero La vida de Adèle no buscaba reivindicar nada, buscaba hablar del amor, el desamor y todo lo que hay en medio. Y eso, al menos, lo hacía (muy) bien. Adam, sin embargo, sí parece haber nacido con la idea de representar al espectro LGTB, sobre el que reflexiona una y otra vez, a menudo desde la parodia (a raíz del asombro constante de Adam al ir conociendo poco a poco un mundo nuevo), pero también de forma directa: a destacar el reivindicativo discurso que, en el campamento trans, pronuncia MJ Rodriguez, estrella de la serie Pose (2018-), todo un estandarte de las personas trans y las drag queen.
Recordemos además que el guion está escrito por la autora de la novela homónima, Ariel Schrag, que su director, Rhys Ernst, es uno de les productores de la muy queer Transparent (2014-2019) y que tanto el libro como la película están ambientados en el Nueva York de 2006, un contexto muy distinto al actual en lo que a la comunidad LGTB respecta (la relación entre lesbianas y personas trans como oposición al orden establecido, clave de la controversia, fue muy relevante en su día), de forma que diálogos y situaciones que ahora se antojan anticuados…, bueno, sencillamente lo están, pero no sin motivo. Que cada espectadore juzgue por sí misme qué consigue Adam y qué no, pero, cuando la representación de una comunidad marginada está en juego, qué menos que pararse a pensar en ella. Por muy entretenide que se esté.