La falta de reflexiones éticas o deontológicas en medios y academia contribuye a la transfobia por acción u omisión, como se ha visto la semana del 8 de marzo.

Fuente (editada): EL SALTO | Ignacio Elpidio Domínguez Ruiz | 12 MAR 2024

Poca sorpresa hubo la semana del 8 de marzo para la situación de la visibilidad y los derechos de las personas trans. En un contexto polarizado y alimentado por el revuelo de noticias y discusiones sobre los efectos de la ley trans de 2023, no pudieron sorprender la división entre varias manifestaciones en las grandes ciudades españolas, la noticia del probable fraude de ley en militares o la movilización estudiantil contra la transfobia en la Universitat Autònoma de Barcelona. Previsible fue hasta la aparente contradicción de los ataques cruzados contra el Ministerio de Igualdad, de parte de activistas y organizaciones queer o trans por el papel de la directora del Instituto de las Mujeres, y de parte de activistas feministas tránsfobas porque el Ministerio colgó esta semana una bandera trans de su fachada en la madrileña calle de Alcalá. Lo que si puede sorprender, en cambio, es un hilo conductor, un fenómeno para cada uno de estos epifenómenos, una raíz para cada una de estas controversias: la mala praxis profesional.

El momento en el que Sonsóles Ónega pidió que cortasen el micrófono de una persona invitada a su programa puede verse como un momento de responsabilidad. Ante los comentarios de Francisca Javier, exmilitar y ex guardia civil, sobre denuncias falsas por violencia machista, Ónega llegó a su limité y paralizó el programa para cambiar de tema y enfoque, centrándose en la experiencia de la madre de un hijo trans. Al decir en directo que era la primera vez que se arrepentía de invitar a alguien al programa, su público se lanzó a aplaudir y a felicitarla por lo que podría verse como valentía o responsabilidad pública, sin cuestionar cómo había llegado el programa a dicho límite. Esta crítica sí se puede encontrar fácilmente en X, donde perfiles más o menos visibles comentaron cómo la reacción de Ónega llegó tarde, después de haber invitado a personas en probable fraude de ley y a personas cuyas vidas han sido dañadas por la transfobia.

Cabe aquí preguntarse no por la reacción de Ónega, sino de cómo se llegó a este programa, sin haber pensado en la responsabilidad pública y periodística de dar voz a personas probablemente en fraude de ley, sin haber pasado filtros previos y sin haber pensado en el posible calvario para la madre o para Valeria Vegas. Cabe pensar dónde quedó ahí “el celo profesional en el respeto a los derechos de los más débiles y los discriminados” de un código deontológico como el de la Asociación de la Prensa de Madrid, o la necesidad de “una especial sensibilidad en los casos de informaciones u opiniones de contenido eventualmente discriminatorio o susceptibles de incitar a la violencia”. Es necesario también cuestionar cómo se enfoca el tema, cuando no se da voz a juristas o personas expertas en la Ley Trans o en el derecho. Pudiendo invitar a juristas que trabajan en casos de derechos de personas LGBTIQ, como Saúl Castro, dar voz a quienes probablemente cometen fraude de ley es una decisión en pro del sensacionalismo y las visitas, y en contra de los datos y la argumentación.

La misma crítica por mala praxis que puede hacerse a la entrevista de Iñaki Ellakuría a Silvia Carrasco para El Mundo, después de que su clase del 5 de marzo fuese boicoteada. No es lo mismo preguntar, como hizo Ellakuría, “¿La universidad, pues, está tomada por el activismo trans?” que indagar sobre esta visión, con preguntas que no busquen un sí, sino un cómo o un por qué. No es lo mismo preguntar por una hegemonía de lo queer —de la que no disfrutamos quienes nos dedicamos a los estudios o activismo queer— o por un acoso impune, según el entrevistador, que preguntar por los motivos detrás de la campaña que recopilaba tuits de la profesora Carrasco caracterizados por odio, acoso contra activistas trans y apoyo a ideas conspiranoicas muy parecidas a discursos antivacunas.

Al igual que con lo vivido en el plató de Sonsóles Ónega, cabe preguntarle a Ellekuría dónde quedan los principios deontológicos del periodismo que velan por “los derechos de los más débiles o los discriminados” y que evitan el “contenido eventualmente discriminatorio o susceptible de incitar a la violencia”. En resumen, dónde queda la deontología profesional cuando se sigue dando la voz a quien acosa y alimenta el odio, sin dar la oportunidad de réplica, para empezar, a quienes vieron necesario recopilar publicaciones tránsfobas de esta cara visible de la antropología y la academia catalana.

La transfobia facilitada por la mala praxis profesional no se limita al periodismo, por supuesto, y la disciplina científica de la que tanto Silvia Carrasco como yo venimos no se salva. Esta misma profesora protagonizó, junto a otras voces similares, un episodio en el que se cruzaron acusaciones de censura y de transfobia en el marco de un congreso internacional. A finales de 2023 Carrasco et al. —como diríamos en la academia— acusaron a la conspiración queer y farmacológica que suelen tener en su mirilla de censurar un panel en una conferencia de la asociación estadounidense de antropología, la AAA.

Bajo el título Let’s Talk About Sex, Baby: Why biological sex remains a necessary analytic category in anthropology, este grupo defendía ir contra del consenso antropológico de décadas, en el que el género es una categoría más relevante que el sexo biológico, típicamente abandonado en la antropología social y cultural. Sus argumentos, contrarios a la existencia de personas intersex o no binarias, por ejemplo, llevaron a la AAA a cancelar el panel con una declaración que se resume en que no hay lugar para la transfobia en la antropología. La deontología profesional fue aquí el argumento de la AAA para su decisión, al argumentar que el primer principio en su código ético implica no hacer daño con la práctica antropológica.

Esta decisión, no obstante, no fue unánime dentro de la antropología estadounidense o europea, y abrió debates virtuales sobre los límites deontológicos y de la libertad de cátedra, sin participación significativa de movimientos sociales por ser un debate sobre todo interno a la antropología. No fue así con otro caso de la semana del 8 de marzo, en el que una encuesta lanzada desde un grupo de investigación de la Universitat Autònoma de Barcelona movilizó a algunas decenas de personas en X. Compartida por caras visibles de la ciencia política como Lluís Orriols o Berta Barbet, la encuesta buscaba hacer una recomendación sobre qué manifestación del 8 de marzo escoger, en función de la respuesta a preguntas sobre derechos de las personas trans, la pornografía y el trabajo sexual, entre otros temas.

El motivo de la reacción, antes de que la encuesta fuese cerrada, fue el uso de opciones únicas polarizantes, que hacían elegir, por ejemplo, entre “Las mujeres trans son mujeres” y “Quiero espacios protegidos para mujeres”, o entre priorizar la diversidad o la igualdad. Tal y como comentó la periodista Noemí López Trujillo en una respuesta a Orriols, había una incoherencia entre críticas a las encuestas del CIS por polarizantes y simplistas y un diseño de cuestionario que hacía exactamente lo mismo.

Al contrario que en los ataques de Carrasco y compañía y sus referencias casi franquistas a conspiraciones globales, en las reacciones contra estos casos de transfobia visible no hay necesariamente menciones a planes internacionales o a la colaboración entre las partes. Hay, en cambio, reflexiones sobre los efectos estructurales de las prácticas individuales de profesionales. Sonsóles Ónega o Silvia Carrasco son individuos, pero los efectos de periodistas y docentes superan lo individual y llegan a influir en sus respectivos públicos.

Por eso mismo contamos desde hace décadas —como poco— con reflexiones y documentos sobre la inevitable dimensión ética de las profesiones más públicas y visibles. No hace falta ninguna conspiración mundial contra las personas trans mientras haya prácticas profesionales que, por audiencia o poder, ignoren sus responsabilidades deontológicas y los efectos que pueden tener. Este camino al infierno, en concreto para las personas trans, no necesita buenas intenciones, sino solo que profesionales de lo público y lo colectivo actúen sin pensar en a quién dañan.

Ignacio Elpidio Domínguez Ruiz

Antropólogo y activista queer, trabaja como investigador y profesor en la Universitat de Barcelona. Es autor de varios libros y artículos de estudios queer y turísticos, incluyendo Bifobia: Etnografía de la bisexualidad en el activismo LGTB y Se vende diversidad: Orgullo, promoción y negocio en el World Pride

Ignacio Elpidio Domínguez Ruiz es a.