En el debate de la cuestión trans nos jugamos un feminismo diverso, con posibilidad de afrontar la crisis que vivimos, o uno edificado en nuevas exclusiones.

Fuente (editada): ctxt CONTEXTO Y ACCIÓN | Silvia L. Gil | 4/11/2020

La revuelta feminista ha conseguido desbordar sus propios límites en los últimos años, ampliar sus contornos. Un desborde que ha logrado producir una riqueza enorme, haciendo que temas antes marginales lleguen a ser de interés masivo. Pero también ha generado fuertes tensiones, como la que resulta al tratar de delimitar el supuesto «verdadero» sujeto del feminismo.

Las voces favorables a esta delimitación defienden una serie de ideas en las que resuenan con fuerza las del llamado feminismo ilustrado. (Uno de los eventos más notorios al respecto fue la XVI Escuela Feminista Rosario Acuña de 2019, celebrada en la ciudad de Gijón con un carácter marcadamente transfóbico. En esa escuela participaron: Amelia Valcárcel, Alicia Miyares y Rosa María Magda, entre otras.) Una tradición de pensamiento que desde hace décadas presiona en las universidades de España en contra de la Teoría Queer. Los motivos de esta presión son de largo alcance y responden a tradiciones filosóficas distintas, una vinculada a la Ilustración y otra a las filosofías de la diferencia contemporáneas. Ambos planteamientos tienen implicaciones políticas profundas. Nos jugamos mucho en este debate: un feminismo diverso, con posibilidad de afrontar la profunda crisis que vivimos, o uno edificado en nuevas exclusiones, incapaz de acoger las diferencias. Vayamos por partes.

¿Borrado de las mujeres? 

Uno de los debates más difíciles en la teoría feminista se desarrolla cuando el contenido de determinadas identidades comienza a ser interrogado. ¿A quién nos referimos realmente cuando hablamos de la Mujer? ¿Qué mujeres son las que dan forma a ese genérico? ¿Qué exclusiones han sido naturalizadas en su interior? ¿Cuál es el contenido asumido de lo femenino? Con estas preguntas no se pretende borrar a las mujeres, pero sí defender el carácter político, no biológico, de la Mujer. Decir que es una categoría política es afirmar que no puede comprenderse al margen de los mecanismos de poder que la construyen: su contenido no es inmutable, varía con la historia de las relaciones de género, está investido culturalmente, y acompaña las transformaciones sociales, como las efectuadas por las propias luchas feministas. Pese a las señales de alarma, que se trate de una categoría política es una buena noticia: anuncia que lo que nos dijeron que somos no es el lugar definitivo de llegada. Por tanto, nuestra identidad puede ser disputada. Se pone en juego la libertad. Y la posibilidad de resistir desde nuestras diferencias. Regresar a una interpretación biologicista del sexo y del género implica un retroceso que, no debemos obviar, coincide peligrosamente con el programa de la derecha. Un programa que propone seguridad fortaleciendo los roles de género de la familia tradicional y limitando la diversidad sexo-genérica. Además, del otro lado, regresar a una comprensión igualitarista vaciada de cuerpos concretos reproduce exclusiones insostenibles. Se interrogan las identidades, no para borrar diferencias, sino para ampliarlas, dándole un nuevo estatus a los cuerpos en su radical diversidad. Y esto incluye a las personas trans.

Diversidad como arma de guerra 

Otro argumento recurrente es que afirmar las diferencias implica reproducir el neoliberalismo. Con esta aseveración se olvida que la revuelta feminista que vivimos en la actualidad es radicalmente heterogénea, tan heterogénea como los efectos del poder contemporáneo. Esta revuelta está hecha de una pluralidad de cuerpos que, de maneras distintas a lo largo del planeta, se rebelan y resisten al cisheteropatriarcado. Esta heterogeneidad no es una muestra de debilidad, sino exactamente lo contrario: la fuerza que ensancha y enriquece el feminismo en un momento de restricción de derechos y jerarquización de vidas.

La creencia en que la diversidad es producto del neoliberalismo, en tanto que reconstruye la fantasía individualista del sujeto liberal y consumista –hoy elijo ser esto, mañana aquello– se funda en una comprensión sorprendentemente superficial del ser humano. Con esta afirmación, se borran las reflexiones que desde Nietzsche, y durante todo el siglo XX, cuestionaron la idea de que el Yo es autónomo en sus decisiones y domina su psique. El descubrimiento del inconsciente y las amplias aportaciones de las feministas han dejado claro que el Yo en ningún caso se corresponde con el sujeto, y que cualquier pretensión de hacer de la Razón la única dimensión que lo define es contraria a las investigaciones que muestran que el deseo, la memoria o el afecto construyen profundamente aquello que somos. Esto es algo que el propio Spinoza sabía cuando rechazaba la primacía de la conciencia, de modo que el cuerpo siempre excedería el conocimiento que pudiera tener el sujeto de sí mismo. En otras palabras: nuestras identidades no son nunca solo producto de decisiones voluntarias y conscientes. En ellas existen aspectos que no comprendemos y que resguardan memorias pasadas, detalles de contexto, experiencias, deseos o repudios inconscientes, entre los que se producen combinaciones indescifrables. Esta complejidad no es propia solo de las identidades trans o queer, sino de toda identidad, incluso las consideradas “normales”. No resulta posible cambiar de identidad como quien cambia de ropa, como quien consume cada día un producto distinto –Judith Butler nunca afirmó algo semejante–. Otra cosa es que el neoliberalismo pretenda apropiarse de la fuerza de distintas formas de vivir para devolverlas como objetos de consumo. Ante esta operación de producción de indiferencia de las diferencias, no debe responderse con el sueño melancólico de restauración de la Razón y las identidades fuertes –aquellas que en realidad nunca existieron–, sino con la decisión de reconstruir alianzas que refuercen las opciones singulares de vida de todas las personas a través de espacios de reconocimiento y lucha común. No es casualidad que Judith Butler, ya en 1990, estuviese profundamente preocupada por una política entendida en términos de coaliciones. Su apuesta fue elaborar una política de los cuerpos capaz de acoger la diversidad sin renunciar al mismo tiempo a un nuevo tipo de articulación feminista.

La ausencia de horizonte normativo es el comienzo de otra política

Lo anterior va de la mano de otra queja: la inexistencia de un programa normativo que permita dirigir la acción política. El argumento es que sin este programa carecemos de criterio moral para distinguir las acciones buenas de las nocivas. Desde Martha Nussbaum a Seyla Benhabib o Celia Amorós, el miedo es el mismo: la ausencia de normas que orienten la acción. Normas que permitan restaurar un tipo de Razón operativa independiente de los vaivenes de las personas implicadas. ¿Y si las personas luchan más allá de la existencia o no de horizontes normativos? ¿Y si forman sus propias razones en el encuentro, el diálogo, la resistencia compartida? El desborde feminista que tiene lugar en la actualidad recuerda que las reivindicaciones se elaboran en el interior de los procesos de lucha y no imponiendo una Razón exterior. No debe olvidarse que son muy diferentes las preocupaciones e intereses de las feministas de distintos países o incluso las de un mismo país marcadas profundamente por asimetrías raciales o de clase. Un caso emblemático de la historia reciente son los programas de género impuestos desde España a América Latina con efectos nefastos para los movimientos de la región. Debemos preguntarnos, ¿qué intenta realmente resguardar la Razón normativa frente a la política de los cuerpos? ¿Qué forma de dominio esconde? ¿Y si a esta Razón subyace una profunda desconfianza en esas luchas, en esas otras formas de racionalidad? Pese a la creencia de estas autoras de que la ausencia de horizonte normativo implica el final de la política, sucede lo contrario: es la condición para el inicio de una política otra capaz de acoger las diferencias. Capaz de escuchar otras realidades y reconocer la agencia de todas las mujeres, también de las trabajadoras sexuales que pelean por mejorar sus condiciones concretas en el día a día.

Y… la Teoría Queer tiene la culpa de todo. 

El último argumento es que la Teoría Queer es origen de todos los males en el feminismo. Ante esto, podemos decir varias cosas.

En primer lugar, esta afirmación concede un poder absoluto a la teoría sobre la realidad, como si la existencia de la primera pudiese cambiar automáticamente la segunda. Con ella, las mismas detractoras de Judith Butler llevan paradójicamente la teoría de la performatividad mucho más lejos de lo que Butler jamás habría imaginado.

Segundo: se argumenta que la Teoría Queer enfatiza cuestiones culturales frente a cuestiones económicas esenciales. Sin embargo, la economía feminista ha explicado cómo el capitalismo necesita fabricar cuerpos generizados y racializados para distribuir eficazmente actividades y funciones. Piénsese en la división sexual del trabajo: solo un proceso de disciplina de largo alcance pudo formar una nueva comprensión histórica de la feminidad que implicaba el encierro en lo doméstico. O en la delimitación de la sexualidad al interior de la familia heterosexual. Necesitamos análisis complejos para entender el capitalismo: cada modelo económico implica en sí mismo una producción cultural.

Por último: parece que hay interés en perder de vista que la Teoría Queer no es solo una teoría académica, sino que también surge como herramienta con la que dar cuenta de una serie de luchas diversas que nacen en los barrios y los márgenes de la sociedad. Habría que preguntarse entonces si el odio visceral a la Teoría Queer no revela en realidad un desprecio por lo que construyen las clases populares.

Por tanto, no se trata de borrar a las mujeres de la lucha política, pero sí de desplazar algo con fuerza: un tipo de política que trata de imponerse por encima de las diferencias, incapaz de escuchar otras realidades y en la que se reproduce una determinada condición de clase y raza como si se tratase de la única, la universal. Las aspiraciones democráticas se ven comprometidas cuando se defienden políticas apoyadas en la exclusión en lugar de la búsqueda de una mejora de vida de todas las personas. Necesitamos volver a los debates que nos potencian, aquellos que activaron nuestros sentidos colectivos en las calles, reconociendo la enorme fuerza generada a partir del desborde y la heterogeneidad. Una heterogeneidad convertida en nuestra arma de guerra más preciada en el profundo tiempo de dolor y muerte que habitamos. ¿Estaremos a la altura de lo que ofrece? ¿Seremos capaces de ser motor y no freno?

 

Este texto fue elaborado a partir de la intervención en las Jornadas Estrategias Feministas para la Acción, organizadas por Feministas en Acción entre el 1 y 4 de octubre. Los videos de todas las sesiones pueden verse aquí.