Que haya tantas voces reclamando que se mantenga el modelo patológico para las personas trans no es algo que proceda de un supuesto interés social por nuestro bienestar y el éxito de nuestras transiciones, sino que radica en la necesidad de dotar al Estado de las herramientas para vigilar que los marcos de nuestra sociedad binarista y jerárquica no se muevan lo más mínimo.
Fuente (editada): EL SALTO | Daniela Ferrández | 5 MAR 2021
A pesar de que muchas voces autorizadas nos intenten vender lo trans como un fenómeno novedoso, fruto de un supuesto acervo antimaterialista promovido desde el posmodernismo, la existencia de personas que rechazan los esquemas binarios sexo genéricos está presente en nuestra sociedad desde el mismo momento en el que se institucionalizó esta ficción política. Puede que usted no sea consciente a la primera, pero cuando nació la catalogación de todo lo que rompía ese esquema como enfermedad social, ya llevaba décadas repitiéndose en los ensayos y manuales de medicina, en el discurso social y en muchos códigos legislativos alrededor del mundo.
Desde la “Psicopatia sexuallis”, el “Instinto sexual contrario” o la “Metamorphosis sexualis paranoica”, hasta llegar a la “transexualidad”, son muchas las personas científicas que han contribuido a la noble causa de perpetuar un esquema de sexo binario y jerárquico. Lo «normal», lo «sano», nacía por lo tanto eternamente comprometido por lo “anormal”, lo «enfermo», lo pernicioso para las garantías de orden social. Un cajón sin fondo en el que también estuvieron homosexuales, feministas, e incluso en el Estado español y por indicaciones del psiquiatra Vallejo-Nájera, toda aquella persona que considerase el marxismo como una opción. Un imaginario que se transmite en la memoria dominante y que se fue reforzando con códigos legislativos, con lecciones en los colegios y bajo el amparo de los medios de comunicación.
En este sentido, lo que se está planteando con los debates sobre la ley trans es una presunción de criminalidad que bebe directamente de ese esquema patologizador incrustado en el discurso social. El mismo que establece quién es “gente de bien” y deshumaniza todo lo que no entra en ese grupo mediante la categoría de la “otredad”, una “otredad” que viene a cuestionar y a poner en riesgo nuestra visión del mundo y nuestro modo de vida. Una «otredad» a quien cabe vigilar y a quien hay que establecer un seguimiento riguroso antes de certificar su condición de ciudadanía plena.
Por ello, que haya tantas voces que reclaman que se mantenga el modelo patológico en el que las personas trans tenemos que contar con un informe psicológico/psiquiátrico y con dos años de hormonación para acceder a los cambios de documentación, no es algo que beba de un supuesto interés social por nuestro bienestar y el éxito de nuestras transiciones, sino que radica en la necesidad de dotar al Estado las herramientas para vigilar que los marcos de nuestra sociedad binarista no se muevan lo más mínimo. Poco importa, por eso, que organismos como el Colegio Español de Psiquiatras o el Colegio de Psicólogos de Madrid se pronunciaran a favor de la despatologización y la autodeterminación de la identidad sexual, ya que lo que se espera de elles no es un acompañamiento certero a las personas trans, sino que asuman su rol centenario de policías de género.
Actualmente, las pocas personas especializadas en psicología y psiquiatría que asumen este papel (ya que cada día más abundan las que, como sus respectivos colegios aconsejan, se ponen a un lado y reconocen que no son quiénes para decirnos a nosotras mismas lo que somos), basan sus tratamientos en comprobar que cumplimos todas y cada una de las normas sociales que se achacan al género al que queremos transitar, al hecho de que nuestras vidas trastoquen lo mínimo posible la norma, a que alcancemos la “cura”, que no es otra cosa que la invisibilidad.
Naturalmente, las personas no binarias no existen en este esquema, mientras que para las demás tienen reservadas toda una serie de preguntas relativas al rosa, al azul, a los vestidos, a los pantalones y hasta incluso a nuestras prácticas sexuales. Policías de género que cambian la pistola y la placa por un bolígrafo y un cuestionario, supuestamente con la capacidad de desenmascararnos a través del acoso y derribo, del cuestionamiento continuo y de la humillación. ¿O acaso no les parece humillante que una persona se tenga que desnudar delante de un forense para demostrar que se sometió al tratamiento hormonal, para recibir juicios sobre su cuerpo y cómo este procesa los medicamentos, y para atestiguar que se corresponde con lo que socialmente se establece como un cuerpo masculino o femenino?. El valor que se atribuye al tamaño de los pechos, al vello corporal, o a la distribución de la grasa no es solo un reducto de un esquema social de género pernicioso para el conjunto de las mujeres, sino que es conditio sine qua non para obtener el derecho a ser, para poder guardar en la cartera tu prueba de ciudadanía, el DNI.
Alcanzar esos estándares nunca es fácil y no siempre es posible, y supone un camino que lleva implícito mucho sufrimiento, impotencia y autoodio, además del consiguiente desgaste físico y emocional. Es por eso por lo que desde los colectivos trans nos negamos a seguir sometiéndonos a “curas” para que se nos reconozca como lo que somos, y es por eso también por lo que no estamos solas en esta lucha. Nos acompañan infinidad de feministas, colectivos LGTBIQA+ y compañeres de todo tipo, conscientes de que esta revolución de los márgenes también es la suya.
El titular es una frase extraída de: ABIÉTAR, D. (2019): ¿Solo dos? La medicina ante la ficción política del binarismo sexo-género, Cambalache.