El feminismo ilustrado propone renunciar al concepto de género para frenar los derechos de las personas trans. ¿A quién más excluyen?
Fuente (editada): CTXT | Nuria Alabao |4 ABR 2022
“Si todo lo que tenemos que hacer para mantener la tranquilidad de nuestra propia agenda es renunciar a un término, queridas amigas, dejemos que el género duerma en paz un rato”, dijo Amelia Valcárcel en una reciente intervención pública. Esta es la propuesta más reciente del feminismo ilustrado –con importantes posiciones institucionales en nuestro país–, que hoy es transexcluyente. También dijo que las personas intersex “no existen”, que simplemente son “una anomalía”, y que en todas las culturas se han dado únicamente “varones y mujeres”. Todo lo demás deben ser también “anomalías”, cosas que se salen del orden natural. ¿Quién iba a decirnos que de una parte del feminismo del S.XXI saldría una defensa del biologicismo tan del XIX? Pero no olvidemos el trasfondo. Dejar de hablar de género porque resulta “confuso” está orientado a frenar el avance de los derechos de las personas trans, a negar la posibilidad de la autodeterminación de género –que decidan que no son lo que un médico puso en un certificado– e incluso a que las concibamos como “anomalías”. Pero el supremacismo del feminismo ilustrado no se termina en las personas trans, va más allá.
Ya sabemos: el sexo es lo biológico, aunque incluso eso es inestable también, construido en parte culturalmente, ya que la propia definición médica ha ido cambiando a lo largo de la historia, unas veces basándose en las hormonas, otras en la apariencia de los genitales, etc. Precisamente esas definiciones se han jugado en la categorización de las personas intersex –cuerpos que no coinciden con lo «oficialmente» masculino o femenino–, que sufren los intentos de hacerles encajar en estas categorías biológicas excluyentes mediante cirugías y otras formas de violencia. El género, en cambio, se consideró útil para hablar de las construcciones de comportamientos, roles, expectativas y posibilidades vitales edificadas sobre esas “verdades incontestables” de la biología. Parece que a las feministas ilustradas ahora les molesta nuestra victoria: que el feminismo haya desestabilizado tanto el orden de género/sexual (elijan) como para que se normalice cada vez más que haya gente que decida con cuál de esas ficciones normativas se sienten más cómodas. Al contrario de lo que afirma Valcárcel, está ampliamente documentado que las personas que no encajan con el sexo/género asignado han existido siempre, aunque eso ha tenido consecuencias distintas en las diferentes culturas –en muchas de ellas ha sido aceptado de una manera u otra–. En la nuestra implica un alto grado de violencia estructural e interpersonal, por lo que urge tratar de mitigarla con leyes que no patologicen, y contribuyan al cambio cultural que ya estamos presenciando. Es cierto que hay una parte del activismo trans que tiene visiones esencialistas e incluso también biologicistas del sexo/género –como sucede con un segmento del feminismo–, pero en cualquier caso, eso no justifica la oposición a los derechos que reclaman.
Aunque por motivos diferentes, el concepto de género molesta tanto al feminismo ilustrado como a los fundamentalismos cristianos y las extremas derechas, que desde hace tiempo llevan una cruzada contra lo que llaman “ideología de género”. Esto es, contra la posibilidad de que los roles sean construidos y performados, lo que para ellos supone un atentado contra el “orden divino” o “natural” –en la versión laica–. Mediante este concepto se oponen a derechos de las mujeres –sobre todo los sexuales y reproductivos, la educación sexual, etc.– pero también a los de las personas LGTBIQ e incluso a la mera posibilidad de su existencia.
Esta verdad es incómoda para los feminismos transexcluyentes, ya que mediante su oposición al concepto de género las extremas derechas hacen causa común contra los derechos de las mujeres y las disidencias sexuales: ambos desestabilizan el orden social. Su visión es estructural, más afinada que la de esos feminismos, ya que no ven órdenes distintos, no ven batallas diferentes. Entienden, mejor que algunas feministas, que es parte de la misma guerra. En este contexto y más que nunca, como explica la investigadora Sonia Correa, “la categoría mujer ya no sirve para la lucha feminista”. No se puede pensar en la perspectiva feminista como una perspectiva adherida al cuerpo y a la experiencia de las mujeres o a una esencia femenina, ya que se dejan demasiadas cosas fuera. “Necesitamos mantener una distancia crítica con respecto a las formas de vínculo político con la categoría mujer que no reconocen su inestabilidad y contingencia”, dice Correa. ¿Qué es una mujer? Hace más de un siglo que el feminismo se lo pregunta.
En algo tienen razón las extremas derechas cuando se obsesionan con las cuestiones de género: es cierto que estas son centrales para sujetar la estructura social y legitimar los regímenes de desigualdad. La construcción de lo masculino y lo femenino, pero también la heterosexualidad obligatoria, la imposición de un modelo de familia –y su entrecruzamiento con los sistemas raciales y coloniales– vertebran el orden reproductivo/sexual o de género. Así, las luchas feministas autónomas, pero también las rebeliones de las personas trans y de las disidencias sexuales –las de todos aquellas personas que no se conforman con los lugares asignados en la reproducción–, desestabilizan la estructura social y las legitimidades que lo articulan. Somos una amenaza porque evidenciamos la contingencia de estas desigualdades, que no forman parte del “curso natural” de las cosas, ni del “orden divino” –o civilizatorio, en su versión laica–, sino que podrían no darse. Podría no darse el actual régimen sexual o de género, pero también el racial –íntimamente relacionado– y las desigualdades económicas y de posibilidades de vida que estos órdenes atraviesan. Toda esta estratificación está destinada a dividir a las poblaciones y a justificar su desigual acceso a recursos, a “naturalizar la desigualdad” y, si son contingentes, significa que pueden ser cambiados.
Por eso trans, feministas de base y migrantes –o el Otro musulmán– estamos bajo el mismo foco de las extremas derechas: el orden de género implica definir quién tiene derecho a reproducirse y quién no, qué mujeres están siendo empujadas a reproducir a la nación blanca asumiendo roles tradicionales y quiénes se ven como un peligro por sus “altas tasas de natalidad” –en concreto en Europa, las mujeres musulmanas–. Así, la violencia que se desencadena para sujetar esos cuerpos a un orden de género que se tambalea afecta a las mujeres, pero también a estos otros: personas trans –especialmente–, disidentes del sistema sexo/género y otros sujetos señalados como peligrosos. Estas violencias no se pueden separar.
Por tanto, desde una perspectiva de las visiones más emancipadoras, no podemos pensar un feminismo como exclusivo de las mujeres, de sus cuerpos o de sus experiencias. Nuestro desafío se alinea con las personas trans, con los maricas, las travestis, las butch y las lesbianas, las invertidas, las no binarias, pero también con los hombres que no encajan en sus papeles asignados en ese orden de supremacía o los que quieren desencajarse y marchar junto a nosotras, derribando a nuestro paso esos órdenes –sexistas y racistas–, o al menos, sacudiéndolos un poco, ampliando lo imaginable, lo pensable y lo vivible. Desplazamos los límites que otras se dedican a vigilar. Pero si nuestra rebelión altera el proyecto político y de sociedad de las extremas derechas que quieren impedir los cambios, ¿qué hay en ese viejo orden para que las feministas ilustradas se agarren a algunos de sus pilares como cuando se oponen a la posibilidad de transitar de sexo/género?
Dos formas políticas irreconciliables se oponen aquí: una busca desestabilizar un orden injusto, si se desmorona, el feminismo autónomo está del lado de las que no tienen tanto que perder. Mientras que ellas –las del feminismo ilustrado, las que están en los consejos de gobierno– piden cuotas de poder para representarnos en la cúspide de ese orden, para hablar por todas aquellas cuyas vidas y problemas no tienen nada que ver con los suyos. Es más, para hablar también por las que necesitan subordinadas, porque eso les permite seguir llevando su nivel de vida, ya sean las que les limpian la casa y les cuidan a su prole, o aquellas a las que se explota en los campos de Huelva. ¿Alguien escuchó a Valcárcel pedir derechos para las trabajadoras domésticas o las migrantes?
Este feminismo ilustrado ha tomado posiciones en las instituciones desde la Transición básicamente con una agenda de paridad liberal –que ha sido compatible con la implementación de políticas neoliberales–. Además de con las cuotas en lugares de poder, está obsesionado con el sexo, la pornografía, la prostitución. Esto es útil porque cuando se pone en el centro de la opresión de género la sexualidad y no la división sexual del trabajo o la explotación económica, el resultado es que nos afecta a todas por igual y que por tanto formamos parte de la misma “clase”: la de las mujeres. Para este feminismo ilustrado sí existe la “mujer universal”, una ficción necesaria para que ellas puedan erigirse en representantes de sus intereses, y decidir qué políticas públicas o qué relación con el Estado necesitamos. Esto le sirve para pedir su cuota entre los beneficiarios de este reparto injusto, mientras dan una vía de legitimidad “feminista” a gobiernos, instituciones y al propio Estado que también sostiene nuestra opresión. Recordemos que también es una máquina de dominación que muchas veces amplía las dominaciones y estratificaciones sociales, y que se encarga de asegurar los poderes dominantes de raza, clase y género, como explica Wendy Brown. Decían que venían a abolir el género, y se han conformado con la palabra, que es menos peligroso, porque realmente, abolir el género implica pensar otras vías para las políticas feministas que no pasen únicamente por la protección estatal.
Por qué no nos representan
Amigas, las feministas ilustradas han dicho que abandonemos el género, y ya sabemos que ellas tienen la “razón” de su parte. No voy a ser yo la que defienda un concepto, me preocupan más las prácticas políticas, porque entiendo que es de ellas de donde nace el pensamiento feminista más potente y transformador y de donde surgen los cambios. Pero, ¿qué propuestas pueden salir de este feminismo ilustrado aparte de las cuotas, la representación, de convertir el feminismo en ideología de gobierno? ¿Puede ser que sirva para oprimir a otras mujeres o pueblos?
Amelia Valcárcel –y otras de esta corriente– son capaces de enunciar que “vivimos en una civilización feminista”, que la “civilización occidental es la primera en la historia que tiene ese rasgo presente”. Es decir, nuestras sociedades son superiores a las demás. A esto Sarah Farris le ha llamado femonacionalismo, un concepto que le sirve para explicar cómo está relacionado con las estrategias discursivas de las extremas derechas europeas que convergen con estas feministas en su supremacismo occidental. También ha explicado cómo esta idea de “liberar a las musulmanas” –que implica su inclusión en el mercado laboral– es funcional para poder aumentar el ejército de trabajo disponible en el sector de cuidados, algo que, indudablemente, les beneficia.
Como explican Ángeles Ramírez y Laura Mijares, para este feminismo la diversidad cultural se reconoce de una manera muy limitada: solo hay una naturaleza humana digna, una sola vida buena, una sola manera de organizarla, y quien no se adapte a esto ha de ser civilizado. Justificaciones clásicas de la empresa colonial. No hay que recorrer mucha distancia desde aquí para legitimar invasiones –como la de Afganistán– en nombre del feminismo, en una vuelta de tuerca del racismo imperialista. Pero además, para estas feministas que se consideran en la cuna de la civilización, solo hay un feminismo bueno –el que ellas representan— y esa superioridad les permite negar a otras personas, ya sean trans, trabajadoras sexuales o mujeres musulmanas que quieren liberarse en sus propios términos. Por supuesto, para las ilustradas el feminismo musulmán no existe, o no puede existir, y el velo tiene que se prohibido, incluso en las escuelas. Todas ellas coinciden sorprendentemente en esos puntos. Además, tratan de criminalizar el trabajo sexual –incluso a veces la pornografía– y no reconocen a las trabajadoras sexuales como interlocutoras válidas, niegan que puedan ser feministas, como niegan agencia a las mujeres con velo. Todas tienen que ser salvadas por ellas, es decir, por el Estado –del que en realidad forman parte–.
Este feminismo ilustrado del sujeto único, que entiende la política solo en términos liberales, niega la diversidad y por tanto, las propias claves políticas del ciclo de movilización feminista de los últimos años donde se ha producido una ampliación de los sujetos de lucha, sus demandas y sus debates. Un ciclo de movilización donde el sujeto “mujer” se queda corto. Como explica Raquel Gutiérrez –para América latina aunque en buena parte es aplicable al sur de Europa–, esta emergencia ha desbordado la agenda clásica de paridad liberal y ha dado lugar a movilizaciones de carácter radicalmente autónomo con fuertes componentes de feminismos comunitarios, decoloniales y populares. Por tanto, esta lucha por definir el sujeto del feminismo, y vigilar las fronteras de “la mujer” se entiende mejor si se introduce esta variable que confronta al feminismo liberal/ilustrado a los feminismos populares y de transformación que atacan al sistema. Ese mismo sistema donde las feministas ilustradas ocupan un lugar privilegiado que muchas veces han conquistado usando la propia legitimidad del movimiento.