Las premisas del feminismo de la igualdad lo han llevado hacia el precipicio transexcluyente
Fuente (editada): CTXT | Silvia L. Gil | 5 ENE 2024
En un artículo reciente, Clara Serra argumentaba a favor de la que considera la mejor versión del feminismo de la igualdad en España, aquella que habría impulsado, frente al feminismo de la diferencia, una postura antiesencialista. El artículo de Clara es importante porque abre un debate público sobre el papel de una escuela que sigue la tradición ilustrada y que ha vertebrado buena parte de la discusión académica entre filosofía y feminismo. Con este breve texto, me gustaría continuar este debate, pero explicar también por qué mi lectura es distinta a la de Serra. El feminismo de la igualdad, que emerge con Celia Amorós y continúa con Amelia Valcárcel, no se ha desviado de sus “buenos” orígenes antiesencialistas, sino que sus premisas lo lanzan hacia el precipicio transexcluyente en el que se ha embarcado de manera abierta en los últimos años.
El Seminario “Feminismo e Ilustración”, creado por Celia Amorós en 1987, dedicó buena parte de sus esfuerzos a discutir las derivas filosóficas posmodernas, contrarias a las posturas defendidas por sus integrantes. En esos años, el feminismo ilustrado de Amorós era todavía el único referente en las universidades, pero en las asociaciones, instituciones culturales y espacios activistas ya se asumían las implicaciones de habitar sociedades cada vez más diversas. Para las minorías del mundo, enfatizar las diferencias no tenía que ver con una simple posición teórica, sino con una necesidad vital, pues era la única forma de que su existencia fuese reconocida. La pluralización del feminismo, la teoría queer, la propuesta decolonial o los estudios culturales, en lugar de ser un capricho intelectual de la posmodernidad, fueron y siguen siendo la tabla de salvación de quienes necesitan mirar el mundo desde los rincones más oscuros e invisibles de la historia. Esta tensión filosófica está presente desde entonces.
Si para las ilustradas estos planteamientos amenazaban el feminismo, para las nuevas generaciones no existía otro camino más liberador que el de cuestionar internamente aquellos conceptos que resultaban restrictivos. El feminismo ilustrado se sumará al ímpetu antibiologicista que permite pensar lo femenino y lo masculino como construcciones sociales, tal como propuso Simone de Beauvoir en su monumental obra El Segundo Sexo. Pero este feminismo seguirá sosteniendo, más de medio siglo después de esta publicación, que el género es la opresión más importante de todas, por encima de otras como la raza o la clase, lo que igualaría de un modo profundamente sospechoso a todas las mujeres del mundo. La noción de patriarcado manejada por las feministas ilustradas se sostiene sobre la vieja noción de estructura. Las mujeres que viven bajo esta estructura son potencialmente víctimas, independientemente de lo que ellas perciban, como suele pensarse de las trabajadoras del sexo o de las mujeres de Oriente Medio. La agencia no tiene cabida en esta manera de comprender el mundo. El único modo de liberarse de esta estructura es caminando hacia una mejor Ilustración, algo que, de un modo u otro, debería suceder en todos los países.
En este camino, los valores de la Ilustración son, para Amorós, indiscutibles. El multiculturalismo debe ser aceptado, con sus posibles choques y conflictos, siempre y cuando el modelo hacia el que se avanza sea el de las democracias occidentales. Esto explicaría que las feministas formadas en este marco de la igualdad no hayan tenido reparos a la hora de presentarse como guías de las mujeres del tercer mundo, independientemente de que en otras regiones dispongan de sus propias estrategias de emancipación (y no necesiten a nadie que las libere). Desde su perspectiva, es muy difícil, si no imposible, comprender que existan otras matrices civilizatorias tan válidas como la ilustrada, donde conceptos occidentales como “igualdad de género” no sean útiles o necesarios porque la manera de pensar y nombrar es distinta. Pero el feminismo ilustrado necesita afirmar un tipo de sujeto estable, razonable, capaz de defender valores que, en lugar de situados, considera universales. Sin “las mujeres” como sujeto claro y distinto este proyecto se desmoronaría. Por este motivo, las filosofías contemporáneas y el psicoanálisis, que pusieron entre interrogantes su estabilidad, insistiendo en el inconsciente, el deseo y las diferencias, no son bienvenidas. Hay, además, otro motivo: estas teorías piden que se asuma la parcialidad de este proyecto político como consecuencia de un reconocimiento real de las diferencias, algo que choca fuertemente con sus presupuestos universalistas. Existe una profunda dificultad para pensar lo universal como un resultado contingente y abierto, en lugar de un principio indiscutible.
Para las ilustradas, situar el feminismo del lado de estas filosofías es apartar a las mujeres de lo más importante que tiene el ser humano: la razón crítica. Por este motivo, Amorós retoma la distinción que hace la filósofa Seyla Benhabib entre dos tipos de deconstrucción: la versión débil, que permite cuestionar las totalizaciones y comprender una realidad cada vez más diversa, pero manteniendo las referencias morales ilustradas, así como lo que denominan un “sujeto verosímil”; y la versión fuerte, que, al no mantener siquiera estas referencias, conduce irremediablemente al relativismo moral. En relación al género se utiliza esta misma distinción: se puede deconstruir el género, pero sin pasarse, no hasta el punto de que el sujeto necesario para este proyecto ilustrado pierda completamente sus anclajes y pueda resultar inverosímil. Si las mujeres pueden incluso dejar de ser mujeres porque afirmamos que el sexo también está impregnado de cultura: ¿quién se hará cargo de este camino hacia la igualdad?
Una cosa es cuestionar el destino social de las mujeres, obligadas a lo largo de la historia a cumplir roles con argumentos biologicistas, y otra muy distinta, piensan las ilustradas, que hombres y mujeres se vuelvan indistinguibles. La filosofía debe ocuparse de entender por qué se produce la desigualdad de género, pero no de cuestionar las bases ontológicas que definen histórica, simbólica y culturalmente lo humano. Estas filósofas defienden una tradición de pensamiento para la que la forma de clasificar –interpretar, significar– sexualmente a los seres humanos no ofrece ninguna duda: “Es evidente que hay hombres y mujeres”, afirmó de manera contundente Amelia Valcárcel en una polémica conferencia, celebrada en 2022 en la Universidad Nacional Autónoma de México. La teoría queer y el transfeminismo reflexionan, en cambio, sobre los límites y exclusiones que podrían perpetuar esta interpretación de lo humano. Judith Butler ha argumentado extensamente y de manera brillante sobre los contornos inteligibles de nuestra humanidad. Naturalizar categorías como femenino y masculino es insistir en definir la realidad de lo que somos en términos que podrían volver irrelevantes otras existencias como feminidades masculinas, no binarias, trans o diversidades sexuales racializadas. Cuando asumimos que “es evidente que hay hombres y mujeres” nos llevamos por delante otras realidades, pero también renunciamos a ser un poco más libres. Estrechamos nuestras propias posibilidades de ser más allá de los límites preestablecidos.
El buen antiesencialismo ilustrado no puede, en realidad, ir más lejos, porque hacerlo iría en contra de sí mismo al cuestionar este humanismo implícito. Un humanismo que no interroga el sesgo heterosexual, racial y de clase sobre el que se ha construido a lo largo de la historia. Solo un impulso inicial por reconocer la diversidad profunda de los seres humanos, sin corsés identitarios ni coloniales, admitiendo su profunda multiplicidad, permitiría hacerse cargo de las consecuencias que se desprenden de la crítica al esencialismo. Pero esto implicaría perderse de nuevo entre las diferencias, disputar la Razón que funda el proyecto de las luces a favor de un proyecto feminista plural, contingente y capaz de interrogar las categorías que lo constituyen. En el fondo, las posturas transexcluyentes del feminismo ilustrado empobrecen nuestra idea de lo humano, y estoy absolutamente convencida de que necesitamos lo contrario, un proyecto que la ensanche.
Silvia L. Gil