Mujer trans, migrante, lesbiana y trabajadora sexual, Sabrina Sánchez (Ciudad de México, 1981) es portavoza del Comité Internacional por los Derechos de las Mujeres Trabajadoras Sexuales en Europa. Mexicana y procedente de una familia de clase media, sus estudios en la Universidad Nacional Autónoma de México no le permitieron encontrar otro modo de ganarse la vida que no fuera el del trabajo sexual cuando llegó a Cataluña huyendo de su país. Poco antes de esta entrevista, Sánchez estaba preparando una ponencia para las Naciones Unidas. Ahora, la portavoza repasa la situación actual de la prostitución en España y en Europa, el cisma que se ha producido dentro del feminismo entre abolicionistas y no abolicionistas y qué supondría para el colectivo LGTBIQA+ la aprobación de la Ley trans.
Fuente (editada): ethic | Guillermo Martínez | 06 ABR 2021
Migras a España y comienzas a dedicarte al trabajo sexual, aseguras, «como estrategia de supervivencia». ¿Por qué?
Llegué a Catalunya habiendo estudiado Comunicación en la Universidad Nacional Autónoma de México, aunque no me sirvió para nada. Nunca se cuestiona la obligación que tienen las personas migrantes de homologar títulos de universidades extranjeras con las nacionales, cuando la UNAM es mucho más prestigiosa que algunas españolas. A ello se suma que el ingreso de una persona migrante al mundo laboral es muy complicado. Sin saber catalán, tuve que sobrevivir ejerciendo el trabajo sexual y, sobre todo, siendo una mujer trans, porque no tenía alternativa. No olvidemos que nuestra tasa de paro es cuatro veces superior a la media nacional. Aunque es cierto que, para mí, no tuvo consecuencias traumáticas. Fue como entrar a cualquier empleo. De hecho, al hacerlo de manera independiente tenía mucha más libertad que en otros empleos anteriores en call centers y restaurantes.
¿Cómo había sido hasta entonces tu vida en México?
Aunque las cosas empeoraron a partir de la crisis económica de 1994 en México, mi familia es de clase media. Siempre tuve el apoyo de mi madre, sobre todo para continuar con mi formación académica. Mi condición de trans, digamos, salió cuando yo era estudiante, aunque es algo que una siente siempre. En ese momento, mi madre me dijo que, con más razón aún, tenía que proveerme de herramientas en la vida y terminar la carrera de Comunicación. Sobreviví en Ciudad de México como pude, y más llevando a cabo la transición a los 21 y 22 años. No padecí mayor violencia de la habitual, nunca llegó una agresión física pese a que es algo que siempre está latente… pero hay que tener en cuenta que hablamos de México. Sin embargo, sí noté el desempleo, la exclusión y que me vetaran la entrada a algunos sitios.
Y aterrizaste en Cataluña.
Antes de ubicarme en Barcelona, fui a Girona. Allí me esperaba una mujer a la que conocí por internet y con la que empecé una relación. Fue todo un poco de suerte, porque lo único que tenía claro es que quería migrar de México. Vine aquí pero podía haber acabado en Canadá, donde pedí una beca de estudios. Esta persona también ejercía el trabajo sexual y cuando se me terminó el dinero le dije que cómo podía hacer lo mismo. Ella hizo conmigo lo que nosotras hacemos con las demás: cuidarnos, aconsejarnos y compartir experiencias para estar más seguras.
A pesar de la ayuda, ¿te encontraste con dificultades?
Sí. Más allá de no poder encontrar trabajo, que se debe a la vieja transfobia de les empleadores, la Administración no lo pone nada fácil. El paso en la frontera ya es complicado: aunque yo tengo la piel más clara y puedo pasar por alguien no tan racializada, las cosas se complican para cualquier compañera con la piel más oscura. En mi caso, tras quince años y por diferentes circunstancias, ahora estoy tramitando mi nacionalidad española. Desde la perspectiva trans, por ejemplo, ocho de cada diez compañeras que ejercen en las inmediaciones del campo de fútbol del Barça tienen tarjeta de residencia, pero no aparecen sus nombres correctos. Eso nos hace indocumentadas porque en los papeles aparece que eres Pedro, pero el policía está viendo a Amanda, por ejemplo. Yo ya tengo mi DNI cambiado con el nombre que me corresponde y eso me facilitaría encontrar otro trabajo, pero ya tengo uno en el que me va bastante bien.
La esperanza de vida de una persona trans en México es de 35 años. De hecho, tu país se posiciona como el segundo del mundo en número de transfeminicidios. ¿Qué errores se están cometiendo?
Principalmente los comete el Estado como responsable de la persecución que hemos sufrido la población LGTBIQ por la policía. Son quienes tienen que hacerse responsables y potenciar que entre sus cargos haya personas trans, no dejarlo todo en manos de quien emplea en la empresa privada. La falta de recursos hace que nuestra calidad y esperanza de vida sea pésima, y eso sin contar los asesinatos. Igual que la persecución promovió la marginalización, creemos que impulsar nuestro reconocimiento e inclusión ayudaría a que nuestra esperanza de vida fuera superior. Por eso es descorazonador que el PSOE, que hace dos años estaba de acuerdo con lo que promulga la ley trans, ahora se oponga a ella.
¿Cómo crees que hubiera sido tu vida en tu país natal de haber permanecido en él?
No sé si seguiría viva en estos momentos. Así lo digo. Quizá no estaría hablando contigo ahora.
Nueve de cada diez trabajadoras sexuales en España son migrantes. ¿Qué significa esto en su día a día?
Barreras continuas en el acceso a las cosas más elementales: la sanidad pública, el trabajo, la vivienda. Cualquier cosa que puedas pensar. Nos encontramos en una posición sumamente vulnerable, y ahora dicen que nosotras queremos borrar a las mujeres cuando el borrado nos lo han venido haciendo ellas durante seiscientos años. Además, unas discriminaciones se suman a otras… Por ser trans ya se asume que tienes que ejercer el trabajo sexual, y ahí es donde la sociedad nos empuja. El imaginario colectivo no concibe que una persona trans se dedique a otra cosa que no sea a la prostitución o la peluquería.
Y, sin embargo, se dice que España es el país de la Unión Europea con el mayor consumo de prostitución. ¿Cómo explicamos esta contradicción?
Yo desconfío mucho de esos datos. Por ejemplo, hay un bulo que siempre se repite: el que dice que el 80% de las prostitutas estamos en situación de trata. Realmente, ese dato procede de un estudio que se realizó en Barcelona hace quince años y que lo único que dice es que ese porcentaje de trabajadoras sexuales somos migrantes. Lo de la trata se lo han inventado. Cuando he estado en Bélgica, por ejemplo, he trabajado más que en España, y la experiencia de mis compañeras es que se consume más prostitución en otros países. De todas formas, si el dato fuera cierto, lo primero que tendría que hacer España es regular el trabajo en los clubes –que parece que también molesta– y obligar a las empresas a pagar las cotizaciones a la Administración. Si hay tanta demanda, quienes la estamos sufriendo deberíamos estar mucho más protegidas por una ley que ponga el foco en nosotras que, como en cualquier relación trabajadore-patronal, somos la parte débil.
¿Qué derechos urge salvaguardar en el caso de las trabajadoras sexuales?
Todos, pero como mínimo el derecho al trabajo. En la segunda ola del feminismo se hablaba del trabajo doméstico, y defendían que el hecho de que tú denomines a una acción como trabajo se debía a que tenías la posibilidad de negarte a realizarlo. Que las feministas abolicionistas nos digan que no trabajemos pero tampoco nos den las herramientas para poder negarnos a ello es la gran contradicción que tienen. Una de las peores experiencias se está dando en Francia: desde 2017 se implantó el modelo sueco, que se basa en la criminalización de clientes, y la consecuencia directa es que desde entonces han aumentado exponencialmente las agresiones a trabajadoras sexuales. Es más, en el último año han asesinado a una decena de ellas, sobre todo trans y migrantes. Asesinaron a Vanesa Campos, trans y peruana, por defender a un cliente al que iban a robarle…y hace unos meses atropellaron a propósito a otra compañera boliviana. Ninguno de estos homicidios se ha resuelto. El modelo sueco solo ha traído estrés porque las trabajadoras sexuales tienen que cuidarse de la policía y la gente que las quiere agredir, además de que la mejor clientela ha desaparecido porque no quieren que se les multe, lo que repercute en menores ganancias. Y a eso se le suma la pandemia. Si no nos protegen, la situación de las trabajadoras sexuales no desaparecerá, sino que empeorará. Nos dejarán en manos de machistas que saben que si denunciamos cualquier tipo de maltrato nos podrían deportar.
El trabajo sexual, de hecho, marca cada vez más las agendas políticas. ¿Realmente hay algún país que esté aplicando con éxito medidas para mejorar los derechos de las trabajadoras?
Nosotras aspiramos al modelo de Nueva Zelanda. Sería una base para el reconocimiento de nuestro trabajo, que no deja de ser una industria que genera muchísimo dinero que no llega a las arcas públicas como debería. Consideramos ese modelo como un buen punto de partida para negociar con las instituciones gubernamentales, con las patronales, que existen aunque digan que no. Pero también con el vecindario, para ver dónde ubicamos nuestros centros de trabajo y poder convivir en armonía. Es un trabajo con un profundo enfoque local. Al fin y al cabo, en Nueva Zelanda las compañeras tienen la misma seguridad y protección que cualquier otra persona trabajadora. Nosotras no queremos ningún privilegio. Hay otras opciones intermedias, como las de Alemania, Austria y Países Bajos, que te dejan ejercer la prostitución, aunque estas tienen una reglamentación muy estricta que parece que busca aleccionarnos más que otra cosa: aceptan que es una actividad que existe, pero tratan de alejarla de la sociedad y hacen muy complicados los trámites hasta que puedes ejercerla. Grecia, por ejemplo, es otra legislación reglamentada pero solo permite ejercer a las mujeres solteras.
Abolicionismo o regulacionismo son temas candentes dentro del movimiento feminista. ¿Consideras insalvable la brecha que se abre entre las feministas que defienden una u otra posición?
Esto siempre ha pasado. Es una vieja historia dentro del feminismo que ya en los ochenta tuvo sus guerras. En aquel momento pasó como ahora, que una parte del movimiento se alió con la extrema derecha, solo que hace unas décadas fue con Reagan y ahora es con Trump, Bolsonaro u Orkban. Siempre ha habido mujeres cishetero, blancas y con cierta posición económica que quieren ser las dueñas. Yo creo que es insalvable porque ni siquiera quieren dialogar… Su respuesta es agresión, mentiras y descalificaciones. No obstante, aunque esta brecha es definitiva, afortunadamente el feminismo no es monolítico y resistirá esto y más.
También encontramos posturas enfrentadas en cuanto a la inclusión de las mujeres trans en el feminismo. ¿Hacia dónde va entonces?
Buena pregunta, pero creo que no tiene respuesta. No es un movimiento inamovible pero sí muy diverso, y vivimos en una época en la que se están asentando muchas cuestiones aún.
Volviendo a la situación de las trabajadoras sexuales, ¿de qué manera puede afectarles el auge de la ultraderecha en Europa?
Sobre todo en la seguridad física, pero vemos con preocupación las leyes que se puedan aprobar. Son un peligro para toda la gente que no es hetero, cis y blanca. Lo vivimos con expectación y preocupación, pero también tratando de generar estrategias para combatir a la extrema derecha.
El estigma que acarrea ser trabajadora sexual permanece incluso después de que se deja de ejercer la prostitución. ¿De qué forma sigue pesando la mirada de la sociedad?
Desde mi punto de vista, nos afecta en todas las parcelas de la vida. Todavía existe cierta narrativa que mantiene el estigma y la marginalidad. De todas formas, creo que mucha gente se ha dado cuenta de que solo queremos sobrevivir. Además, nuestro trabajo está enfocado a que las compañeras se saquen ese estigma que la sociedad echa encima todos los días, a todas horas, para que podamos ejercer nuestro trabajo tranquilamente y sin el peso psicológico que nos imponen.
Según la Agencia para los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, muchas personas trans tienen pensamientos suicidas, sufren depresión y ansiedad y se autolesionan. ¿Qué medidas habría que llevar a cabo para que esto dejara de ocurrir?
Pues, por ejemplo, la Ley trans de España. Quienes se oponen a ella nos obligan a seguir viviendo en un clima que hace sentir que nuestra existencia sobra, que no merecemos vivir. Cómo no te vas a querer suicidar si te dicen que mientes, que no eres lo que dices ser, que somos mutantes. Tenemos que escuchar esas cosas todos los días y es muy fuerte. Mucha gente no lo puede soportar. Por eso, en cierta forma, con la Ley trans esto terminaría, porque igual que el matrimonio igualitario no acabó con la homofobia, esto no hará que desaparezca la transfobia, pero sí nos facilitaría la vida cotidiana y reduciría nuestro estrés diario y esas tendencias al suicidio, la autolesión y la falta de salud mental que nos provocan. Está de sobra demostrado que una persona trans en un entorno en el que se reconoce su identidad tiene el mismo desarrollo que cualquier otra persona.
¿Qué alianzas consideras que se pueden entretejer entre el movimiento migrante y el movimiento trans?
Más que con el movimiento migrante como tal, las luchas las tejemos con los colectivos de mujeres migrantes. Muchas mujeres trans en España y en Europa somos migrantes, así que la unión se lleva a cabo entre nosotras, las migrantes, racializadas y trans, porque todas estamos afectadas por el mismo sistema.
El empoderamiento por parte de las trabajadoras sexuales ha sido una constante en los últimos años, así como el de las personas trans y migrantes. Aunque se ha avanzado en sus demandas, ¿qué camino queda por recorrer?
Que nuestras voces tengan el mismo peso que las de las mujeres abolicionistas. Nosotras, como trabajadoras sexuales, no apoyamos ningún trabajo dentro del capitalismo, eso sería una tontería. Pero sí queremos derechos laborales. Aunque dicen que somos millonarias, la realidad es que quienes se estaban llevando todo el dinero del Estado durante la pandemia para apoyar a las trabajadoras sexuales eran las asociaciones de rescate abolicionistas que se encontraban cómodamente encerradas en sus casas cuando las compañeras necesitaban fondos y ayuda urgente. Necesitamos que se nos escuche, que no hablen por nosotras, que se nos conozca y que las instituciones se sienten a dialogar.