“Tengo constantemente ideas de matarme”, “no pasaría nada si me muero”, “ya no tengo fuerzas para intentar nada más” son algunas de las frases que me he ido encontrando en contextos terapéuticos con personas trans durante el último año. La preocupación y la consternación por estas personas que no pueden más con sus vidas son abrumadoras.
Fuente (editada): ARAINFO | Eva Serós | 30 OCT 2023
De las personas trans a las que actualmente estoy acompañando, ya sea de forma individual en la asesoría psicológica LGTBIQA+ del Ayuntamiento de Zaragoza o en el grupo terapéutico de Ballroom Rights, más de seis personas me hablaron de pensamientos de muerte muy recurrentes en el pasado, con cuatro personas he trabajado, en el último año o en la actualidad, acerca de ideas de hacerse daño o matarse, una persona tuvo un intento de suicidio y, hace unos días, otra persona, fue ingresada en salud mental por ideación autolítica.
Escribo estas líneas desde la necesidad de gritar que hay algo que está sucediendo y que no estamos sabiendo abordar. Busco información y me encuentro con datos muy escasos, pero extremadamente alarmantes: un 61,11% de personas trans ha sufrido ideación suicida, es decir, más de la mitad de personas trans en el Estado español piensan o han pensado en matarse como forma de librarse de su sufrimiento. Un 4,4% de la población piensa en ello al menos una vez en su vida, ¡que ya es!, pero la brecha porcentual con respecto a personas trans no deja a nadie indiferente. Las tentativas autolíticas, es decir, los intentos de suicidio, son igualmente preocupantes: mientras que en población general suponen un 1,5% de los casos, en personas trans la cifra asciende al 16,67%*.
[*Datos obtenidos de la investigación “Personas trans y educación no formal” de la Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Trans y Bisexuales (2021), y del estudio ESEMeD “Prevalencia y factores de riesgo de las ideas, planes e intentos de suicidio en la población general española” (2014)]
Mitos acerca del suicidio y visión individualista
No quiero entrar a discutir los mitos que existen entorno al suicidio porque no es el objetivo de este artículo y porque hay muchísima información al respecto en todas partes, con tan solo hacer una búsqueda en internet. Sin embargo, sí me parece importante destacar que, solo el hecho de que existan casos y sigan apareciendo tan frecuentemente, no hace sino evidenciar las enormes limitaciones que tenemos como sociedad a la hora de cuidar(nos) la salud mental. No solo por el daño que hacen comentarios del tipo “solo está llamando la atención” o “lo dice para hacernos sufrir”, que solo añaden un peso más a la mochila de angustia que cargan estas personas, sino porque todas estas falsas creencias, responsabilizadoras y determinantes, opacan los problemas estructurales que atraviesan a alguien que siente que su única salida es la muerte. ¡Y es que esto no es ninguna tontería! Si una persona siente que la única forma que tiene de descansar del sufrimiento es matándose es porque realmente la angustia es devastadora.
Por otro lado, no me parece raro que, desde esta visión individualista, se le de tanta importancia al abordaje profesional. Tendemos a creer que para todo hay una solución concreta, una tecla correcta que desactive los pensamientos de muerte y devuelva a la persona su felicidad, y ahí estamos las psicólogas para poner en marcha la varita mágica que parece que nos dan con el diploma y curar inmediatamente. Y pongo en cursiva estas dos palabras porque merecen también un inciso. Curar, porque nos sigue siendo extremadamente difícil salirnos de las lógicas patologizantes de que, si alguien tiene la idea repentina de tomarse 20 Lorazepam, es porque algo en su cabeza funciona mal, está roto. Y, de nuevo, todas las miradas giran hacia las psicólogas y nuestras herramientas, como si fuéramos una ferretería, con las expectativas sobre nosotras de arreglar una cabeza que lo único que hace es buscar desesperadamente soluciones, entre cuyas opciones también está la del suicidio. Por otro lado, inmediatamente, porque en la era de los tiempos vertiginosos, las prisas y la calendarización, también parece que hay que salvar vidas rapidito, pero esto no funciona así.
No me malinterpretéis, no estoy diciendo que el abordaje de las profesionales de lo psi no sea útil. Siempre voy a reivindicar una sanidad pública eficaz y universal. Las profesionales jugamos un papel crucial (qué voy a decir yo) en cómo alguien puede enfrentar lo malo que le sucede, aprender a regular sus emociones, comprender procesos, identificar patrones, conocerse, saber de dónde vienen ciertas reacciones aprendidas y mil cosas más, pero de ahí a depositar sobre nosotras la responsabilidad de mantener con vida a quien no puede vivir de forma digna, pues hay un trecho. Que faltan psicólogas en la sanidad pública es una verdad como un templo, como también lo es que la mejor prevención contra el suicidio es garantizar que la vida, cuanto menos, no sea una pesadilla.
Factores sociales y experiencias trans
El pasado mes de septiembre se llevó a cabo un encuentro LGTBIQA+, guiado por dos personas trans vinculadas al proyecto Ballroom Rights, donde se compartió, debatió y dio información sobre muchísimos aspectos que resultan problemáticos en las vidas trans (trato recibido en el sistema sanitario, dificultades en vestuarios o baños públicos, barreras a la hora de relacionarse afectiva o sexualmente con otras personas, rechazo familiar, etc.), ejes centrales en las conversaciones entre personas que enfrentan a diario la transfobia, pero muy desconocidos, generalmente, entre personas cis.
En estas personas a las que acompaño, de las que hablaba al principio, se han juntado numerosos factores que les hacen la vida insostenible, todas en la intersección de ser trans: agresiones verbales, físicas, sexuales, un mundo laboral inaccesible y la consecuente precariedad o dependencia económica de otras personas (muchas veces las propias generadoras de sufrimiento), el rechazo de familiares profundamente hirientes, la violencia estructural que les obliga a adecuar su expresión de género a los roles tradicionales hombre-mujer (a tener un cispassing, que no se les note que son trans), una transición física interrumpida o ralentizada por decisiones de personas en bata blanca que ni siquiera les conocen, y un larguísimo etcétera. A todo esto puede sumarse cualquier otra experiencia desagradable que no necesariamente tiene que estar relacionada con una identidad de género disidente, vinculadas con otros ejes de opresión como ser pobre, haber migrado, tener problemas de salud, ser neurodivergente o disca, no ser blanca… Cuando todo se alinea para negarte la existencia, vulnerar tus derechos, agredirte y humillarte, pensar en matarte es lo menos loco que puedes hacer.
Como psicóloga en contacto con esta realidad (y también como humana), no puedo dejar de preguntarme qué hacemos con esto. Tanto yo como mis compañeras de profesión, nos cagamos de miedo de pensar que alguien de estas personas a las que conocemos de una manera tan íntima y vulnerable, pero a las que además queremos y admiramos, opten algún día por quitarse la vida. Esto va más allá de nuestra responsabilidad laboral para con ellas, ellos y elles, va de proteger a la comunidad LGTBIQA+, va de protegernos de aquello que hace tanto daño que acaba matando y, cuando el riesgo de muerte es alto, es urgente repensar de qué manera podemos organizar la vida para que nadie acabe expulsada de ella.
Alternativas colectivas
Como decía antes, las expectativas de las varitas mágicas de las psicólogas son muy altas, pero la verdadera magia no es (solo) una intervención individual donde alguien pueda aprender a manejar mejor su dolor, sino una intervención socio-comunitaria que cambie el contexto hiriente donde se encuentra. Aquí entran en juego responsabilidades institucionales, pero, como sabemos que esos cambios van despacito, ¿qué hacemos mientras tanto?
No tengo la respuesta, pero se me ocurren formas de actuar de manera colectiva con el entorno de la persona de una forma multidisciplinar con los agentes relevantes de su alrededor, no solo profesionales, sino también amistades, compas o incluso personas que voluntariamente decidan formar parte de un grupo de ayuda en este tipo de emergencias, aunque no tengan una relación directa con ella.
Antes hablaba de la exigencia de curar rápido, como si la gente tuviera un manual de instrucciones y solo hubiera que unir los cables adecuados. Todo está mal en esta concepción. En mi experiencia, lo que nos mueve para seguir viviendo no es el qué, sino el cómo. Podemos tener muy claro lo que alguien necesita hacer para estar mejor, pero a veces vale más fortalecer el vínculo, demostrar amor incondicional, o al menos interés y dedicar tiempo para mirarle, para escucharle, para recoger su dolor y arroparlo, aunque no podamos arrancárselo, como nos gustaría.
Organizar reuniones, reflexionar y formarse sobre qué no hacer o decir para no hacerle más daño, acordar acciones para movilizar a la persona que sufre, desde llevarle un bote de sopa, dar un paseo, acompañarle a hacer algo que le cueste o tumbarte en silencio a su lado. Todo esto requiere, esencialmente, tiempo, y el tiempo es precisamente lo que menos se tiene en cuenta. Tiempo también para protestar, poner una queja por un trato tránsfobo, presentar una denuncia por delito de odio, hacer una concentración o montar un fondo de apoyo económico. Tiempo. Además, tiempo en común con personas en coordinación, en red.
La red es imprescindible para estar bien, es vital. La familia de origen no siempre es un refugio, ni siquiera un colchón, incluso a veces es la causante del rechazo, la invalidación y el maltrato en las personas trans. Las personas del colectivo LGTBIQA+ somos expertas en formar nuevos hogares, familias, houses, porque son estos espacios los que dan la vida. Sin embargo, necesitamos que la sensibilidad ante estas problemáticas salga de la burbuja.
Todo el mundo, trans o cis, tenemos responsabilidad en la violencia que recibe la peña trans que se encuentra en un momento vulnerable y hay muchísimas cosas que podemos estar haciendo: organizarnos, colaborar, cuidar, dedicar tiempo, forzar la distancia con lo hiriente, favorecer espacios saludables, agradables y amables, pero también revisarnos, identificar nuestra propia transfobia y cuestionarla.
Ojalá estas personas que estén ahora mismo luchando solas contra un mundo que quiere borrarlas lleguen a encontrar su red de cuidados y aceptación incondicional. En ese punto de unión participamos todes, alejando o acercando. No podemos ser imparciales.