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Muskan Sheikh y Suvarna Setty forman parte del colectivo hijra, incluido en el tercer sexo contemplado por la Constitución de la India. Son personas trans que, tras pasar un rito de incorporación, viven bajo la protección de “algo parecido a una familia”. Sufren discriminación debido a su identidad sexual aunque, paradójicamente, numerosas supersticiones las señalan como augurio de buena suerte. Como si se tratase del orden natural de las cosas, la estratificación lo impregna todo en el subcontinente asiático, y ésta no es una excepción; tampoco en el seno de esta comunidad impera la horizontalidad: no todas la vidas hijra son iguales.

Fuente (editada): Píkara magazine | Igone Marriezkurrena | 08/01/2020

Es una escena habitual en las estaciones de tren de las grandes urbes indias: ataviadas con sus mejores saris y luciendo llamativos maquillajes, suben a los vagones atestados de gente, levantan los brazos, chasquean los dedos y, automáticamente, una lluvia de billetes y monedas las rocía. Es curioso: la mendicidad es considerada una ocupación honrosa solo en el caso hijra. Lo es por conveniencia, porque darles dinero, dicen, tiene su recompensa. Son creencias populares enraizadas. No en vano, la primera mención documentada referente a las hijra se remonta más de 4.000 años atrás. Algunas familias incluso las quieren cerca durante el alumbramiento de sus criaturas, como si ello las bendijera y las protegiera de por vida. También hay quien las invita a fiestas privadas, inauguraciones… como garantía de éxito futuro.

En abril de 2014, una sentencia dictada por el Tribunal Supremo de la India reconoció a las personas trans como “el tercer sexo, diferente del femenino y del masculino”, e incorporó este grupo al Sistema de Discriminación Positiva desarrollado en la Constitución de 1950 para “proporcionar oportunidades iguales a toda la ciudadanía sin importar su casta, religión o sexo”. El veredicto otorgaba así identidad legal a un colectivo que la cosmovisión local ancestral concebía y que incluso llegó a ser especialmente respetado durante los siglos de invasión mongola, pero que el imperio británico estigmatizó. No obstante, las leyes no alcanzan a reflejar la complejidad del tejido social del país: no todas las hijra optan por realizar cambios corporales; los hombres trans no forman parte de la comunidad hijra; y, aunque mirándolas desde nuestro balcón occidental, tratemos de aproximarnos a esta realidad pensándolas como mujeres trans, y pese a que se refieran a sí mismas en femenino y vistan como mujeres, lo cierto es que ‘mujer’ e ‘hijra’ son categorías mutuamente excluyentes.

En contraposición a la igualdad de oportunidades que su Constitución pretende garantizar, la propia sociedad india contemporánea les tiene asignado un rol completamente ambivalente porque, a pesar de reclamarlas para atraer a la buena fortuna o al menos librarse de la mala, las hijra sufren múltiples y diversas formas de discriminación. Son víctimas de insultos a diario, la mayoría de ellas asegura haber padecido agresiones físicas y no tienen acceso al mundo laboral. Con todo, pasar a integrar esta comunidad representa cruzar la línea y entrar en una zona más segura, o al menos encajar en uno de los tres casilleros posibles en la actualidad. Porque no hay nada más doloroso, según aseguran las entrevistadas para la redacción este reportaje, que carecer de identidad y verse obligadas a huir de sus casas ante el rechazo de familiares y vecindad que las veían como “hombres fallidos”. Precisamente, esa es la principal misión de la gurú o mentora que le es asignada a cada una de ellas: salvaguardar el bienestar psicológico y emocional de las nuevas, acompañarlas, reforzar su sentimiento de pertenencia a un grupo.

Foto: Irantzu Pastor

El tránsito ocurre de manera ceremoniosa. Cada vez que alguien comunica su voluntad de unirse, el colectivo organiza una gran fiesta orquestada por su lideresa y a la que acude el resto de las hijra de la ciudad, además de las amistades que quieran acompañar y respaldar a la protagonista. A partir de este momento, será oficialmente integrante de la comunidad, convivirá con sus compañeras, vestirá prendas femeninas y podrá beneficiarse de la protección económica que ello conlleva, que no es más que el reconocimiento de la legitimidad para ejercer una ocupación: la mendicidad. El acceso a una fuente de ingresos es imprescindible para todas aquellas que quieren y necesitan costearse la cirugía genital (el 90% del total de las hijra, según los datos que maneja la ONG india Snehalaya, lo que significa que desde la sociedad y dentro de la comunidad existe una presión muy fuerte para elegir ese camino).

Pero en la India, la misma lógica piramidal que sostiene y vertebra el sistema de castas se reproduce constantemente y estructura todos los aspectos de la sociedad: la guía espiritual ejerce también de recaudadora, cobrando y redistribuyendo al gusto todo lo que sus tributarias recolectan en los trenes. La brecha resulta evidente.

Muska Sheik: testimonio desde el liderazgo

“Llevo diez años con mi novio. Pero no voy a casarme, porque eso implicaría asumir el rol tradicional de mujer y esposa, y pasar a formar parte de la misma estructuración social que me rechaza por mi transexualidad. Además, mi comunidad no lo permite, mis compañeras no lo verían con buenos ojos, porque me debo y debo mi tiempo a mis protegidas”Muskan Sheikh (Ahmednagar, 1991) es parte destacada del colectivo hijra, un caso especial, porque, a pesar de tener 28 años, ya ejerce como lideresa de otras 100 jóvenes. Se gana la vida acudiendo a eventos privados en los que su mera presencia es bien pagada. “De todas formas –añade–, mi sueño es dejar las fiestas y abrir un restaurante ‘hijra friendly’ aquí”.

Nos encontramos en Ahmednagar, capital del distrito homónimo en el estado de Maharastra, en el centro-oeste de la India. Muskan Sheikh nos ha citado en el centro Snehjyot, lugar en el que la ONG local Snehalaya proporciona talleres informativos sobre salud sexual, asesoramiento jurídico, preservativos y todo el apoyo necesario a las hijra que puedan verse excluidas y desamparadas como una vez lo estuvo Muskan. Acude envuelta en un vestido vaporoso con sabor occidental que deja sus hombros al descubierto, algo nada habitual entre las mujeres indias. El cabello perfectamente alisado y suelto, un look que también difiere del tradicional hindú de melena trenzada o recogida. Carmín en los labios. Nos pide un selfie de entrada, dice sentirse agradecida por el interés mostrado, y que espera que escuchar su historia sirva para que comprendamos mejor el universo hijra. Preguntada por la relación que mantienen con la comunidad homosexual y sus reivindicaciones y logros recientes, nos responde, como extrañada por la cuestión, que no tienen “nada que ver”, que son “mundos separados”. Del mismo modo, aclara que tampoco los hombres trans tienen vínculo alguno con las hijra que, conforman, insiste, una tercera categoría, en la que ellos no tienen cabida.

Foto: Irantzu Pastor

Colocamos varias sillas en círculo, y comienza a contarnos su historia, la que la ha traído a ser quien es: “Con 8 o 9 años ya fui totalmente consciente de que era diferente a mis compañeros de clase: me maquillaba y todas mis amigas era niñas; no jugaba con los niños, pero me gustaban. Cuando mi cuerpo comenzó a cambiar, entendí que algo no iba bien, porque se alejaba cada vez más de lo que yo sentía en mi interior”. Muskan explicó a su familia lo que estaba experimentado, y la reacción no pudo ser peor. De modo que decidió acercarse a un grupo hijra que vivía en su misma barriada. “Tenía 17 años, necesitaba que mi cuerpo acompañase a mi alma. Realmente, creo que no habría ingresado en la comunidad si mi padre y mi madre me hubiesen facilitado las cosas”. Lo hizo, precisamente, porque las hijra a las que acudió la reconfortaron, y le proporcionaron una vivienda y una ocupación con la que poder ganar dinero, además de ponerla en contacto con especialistas en cirugía.

Muskan Sheikh fue oficialmente reconocida como parte de la comunidad el día 14 de mayo de 2009: “Fue parecido a una boda –recuerda–. Mi gurú anunció públicamente que ya contaban con una más. Medió para que mi familia viniera, así que fue el día más feliz de mi vida –sigue–, por primera vez sentí que tenía una identidad, un lugar, que pertenecía a un grupo que me aceptaba.

A los seis meses de ingresar en la comunidad dejó de mendigar y comenzó a frecuentar fiestas organizadas por empresas y otras personas ricas que le pagaban solo por asistir y dejarse ver. Precisamente en una de aquellas veladas coincidió por primera vez con el que hoy es su novio: “Se me acercó y me dijo que le gustaría conocerme. Pero en aquella ocasión le dije que no. Aún tenía pene, y no me sentí preparada”. Ahora llevan una década juntos, aunque no de manera pública ni oficial: “Él me ha ofrecido matrimonio más de una vez, pero nunca he querido. Si la sociedad me discrimina, ¿por qué he de seguir sus normas? Si me caso, tendré que comportarme acorde a lo que la gente espera de una esposa, quedarme en casa a limpiar y cocinar, y no quiero”. Pero esa no es la única razón, tal vez tampoco la determinante. Hay más: “Si me caso, dejaré de ser hijra para pasar a ser mujer, porque son categorías mútuamente excluyentes, y no puedo ni quiero abandonar a quienes me otorgaron una identidad; la comunidad no permite el matrimonio a sus integrantes precisamente por esto”. Además, dice Muskan que las cerca de 100 jóvenes para las que ejerce de lideresa necesitan poder tenerla a su disposición a todas horas, y que eso es incompatible con estar casada.

“Así que mi novio, al final, hace año y medio, se desposó con otra mujer y tiene un hijo. Pero nos seguimos viendo en privado, cuando viene a visitarme a casa”Muskan es económicamente independiente y vive sola en un piso de alquiler, algo inconcebible para la inmensa mayoría de las mujeres indias que, incluso en el seno de las familias más ricas, viven con sus progenitores hasta que contraen matrimonio; después se mudan adonde sus suegres, o a otra casa, pero siempre supeditadas a sus maridos. “Todo lo que soy y todo lo que tengo se lo debo a la comunidad”, concluye.

Foto: Irantzu Pastor

Survana Setty: testimonio desde la marginalidad

En la misma ciudad, a escasos cinco kilómetros de la oficina Snehjyot, un grupo de siete hijra comparte piso. Duermen sobre esteras, en el suelo de una misma estancia. “Nos movemos siempre en grupo, nos sentimos más seguras así; si salimos solas a la calle, se ríen de nosotras y nos apedrean, al vecindario no le gusta tenernos aquí”. El barrio donde viven, Khaire Chal, es un conglomerado errático de chabolas y casas derruidas o a medio construir tomado por los plásticos e infestado de suciedad. Algunas criaturas corretean descalzas salvando charcos de los que beben vacas y cabras escuálidas.

Suvarna Setty (Pandarpur, 1990) esperaba nuestra visita para primera hora de la tarde, pero la hemos despertado: “Lo siento, pasamos toda la noche trabajando y llegamos a casa de madrugada, estaba descansando”. Caminan kilómetros para pedir dinero en estaciones lejanas, tratan de no hacerlo en la zona donde residen porque aquí, se lamenta, les gritan “¡Chakka! ¡Fifty-fifty!”, y les hacen “la vida imposible”. A Suvarna no le gusta su rutina, dice sentirse profundamente aburrida y triste porque los días, semanas y meses van pasando mientras ella permanece encerrada en casa. Aquí carecen de intimidad, todo sucede en una misma estancia; figuras de deidades, utensilios de cocina, ropas, baúles… conviven sin un lugar propio. “Cada vez recaudamos menos, apenas nos da para comprar comida y, aún así, tenemos que entregárselo todo a nuestra lideresa”. Deepak Buram, el trabajador social que nos acompaña y nos ayuda como intérprete, se apresura a apostillar que, aunque muy poco a poco, la sociedad india está evolucionando y que, a medida que más capas de la población van siendo escolarizadas, la educación está desbancando antiguas creencias y supersticiones como las que tienen que ver con las hijra y que eran fruto de la incultura. “Es por eso que la gente ya no les da dinero como antes”, concluye Deepak Buram.

“Mi destino era ser campesino; casarme con una prima lejana y tener descendencia”. Dice Suvarna que le hubiese gustado alistarse en el Ejército, pero que la idea de sembrar la tierra tampoco le desagradaba del todo. Recuerda una infancia traumática llena de dudas e inseguridades: “Yo no era como mi hermano mayor. Mi padre, que es alcohólico, me pegaba a menudo porque decía que me comportaba como una niña. En la escuela no me atrevía a relacionarme con nadie; me sentaba en una esquina a observar al resto, y me preguntaba qué me ocurría”. Suvarna estudió hasta los 18 años. Completado el curso 12, su madre, que siempre la había protegido, le dio 130 rupias para que pudiese escapar del pueblo y de las palizas de su padre: “Con aquel dinero compré el billete de tren para venirme a Ahmednagar. Tuve mucha suerte; apenas pasé un par de noches durmiendo en la calle porque, al tercer día, el 4 de marzo de 2008, la que ahora es mi gurú me vio caminar entre los coches en un atasco, se acercó a mí y me trajo a esta casa”. A los diez días ya mendigaba con sus compañeras y así pudo pagarse las cirugías. “A los cuatro meses de la intervención regresé a casa por primera vez. Mi padre me gritó, me pegó, me rapó el pelo y me echó. Mamá solo lloró”. Sin embargo, no ha dejado de volver, sobre todo porque añora el cariño que le brinda su madre: “Voy cada seis meses más o menos, a mi padre le doy 50 rupias para que se compre una botella, y así nos deja en paz”, confiesa.

Foto: Irantzu Pastor

Suvarna agita con nerviosismo el matamoscas que sujeta con las manos mientras remueve recuerdos y sensaciones dolorosas porque, aunque Almellu, Reshma, Laxmi y las demás amigas son compañeras de batalla, reconoce sufrir un gran vacío: Siento que nadie me quiere, y que nadie cuida realmente de mí. Algunos hombres, y también algunas mujeres lesbianas, se nos acercan mientras mendigamos; pero sólo quieren sexo, y algunas hijra acceden a cambio de dinero”. Tras un largo silencio, gira su brazo y nos muestra la cara interna de su muñeca, llena de cicatrices. “Hay muchos días en los que deseo morir. Otras veces anhelo otra vida; cortarme el pelo, vestir pantalones, marcharme lejos de aquí, donde nadie me conozca, y poder obtener un empleo, vivir tranquilamente… pero ya es demasiado tarde para retroceder”. Suvarna es consciente de que su manera de pensar enfada a varias de sus compañeras, pero no se calla: “Cuando en la calle identifico algún niño que me recuerda a mí, me acerco y le recomiendo que estudie, y que, aunque le resulte duro, viva fingiendo ser un hombre, porque la vida hijra es miserable”.

Almellu, que sigue nuestra conversación, también nos enseña los cortes en sus muñecas. Pero aclara que no se arrepiente de ninguna de las decisiones que ha tomado y que no reniega de su identidad. “Algunos días me siento muy triste y simplemente no tengo fuerzas para seguir peleando. Pero otras veces pienso en Rituparno Ghosh que llegó a ser una artista reconocida, y en otras que han logrado ser profesoras, escritoras, policías… Espero que las cosas cambien algún día, que dejen de marginarnos, que las hijra podamos estudiar en la universidad, acceder a trabajos dignos…”.

Tres semanas antes de la entrevista el colectivo hijra de este barrio, Khaire Chal, perdió a una integrante. “Se quitó la vida –apunta Suvarna–, la encontramos muerta”. Sacaron su cuerpo de casa de noche, “para que nadie la viera”; y no la incineraron como manda la tradición funeraria hindú, sino que la enterraron, “para que su alma no se reencarne en otro cuerpo”. La filosofía y pensamiento hindú condena el suicidio individual, únicamente condonable bajo pretextos religiosos o de viudedad (como es el caso de las mujeres que, hasta su prohibición durante el Raj británico, se autoinmolaban en la pira funeraria del marido recién fallecido, ya fuera voluntariamente o presionadas por su entorno).