Qué somos, qué nos sentimos y por qué son preguntas tremendamente complejas en las que se ven involucradas desde la filosofía hasta la genética y que no deberían responder solo -ni solas- las personas trans
Fuente (editada): elDiario.es | Ana Requena Aguilar | 25 de junio de 2020
¿Cuál es la diferencia entre ser mujer y sentirse mujer? No creo que la respuesta esté en la vagina de nadie. Y si lo está, ¿dónde ponemos el límite?, ¿vale tener vagina pero no útero?, ¿vale tener útero y ovarios pero no vagina?, ¿vale tener útero pero no menstruar?, ¿vale tener vagina pero que alguien decidiera que iban a criarte como hombre?, ¿vale tener vagina pero que alguien decidiera que iban a criarte como mujer?, ¿quién debe tener el poder para decidir qué es una mujer o un hombre?
El género opera sobre nosotras porque al nacer alguien consideró que éramos mujeres y ese ‘ser mujer’ era básicamente tener unos genitales externos concretos. A partir de ahí el patriarcado opera y construye. Efectivamente, sin género no sé bien qué me hace sentir mujer, pero al mismo tiempo no me siento solo opresión. Y si lo que me hace ser mujer es mi biología, ¿entonces por qué decimos que lo único que nos hace sentir mujeres es el género?
Hay una pregunta que quienes niegan la autodeterminación de la identidad sexual con tanta rotundidad deben responder con precisión: ¿qué requisitos consideran que hay que exigir a una persona para declararse hombre o mujer? Y más: ¿exigir a una persona que encaje en un modelo biológico concreto -vagina, ovarios, útero- e incluso en un aspecto concreto, aun a costa de hormonarse y operarse, no es precisamente pedirles una medicalización de su existencia con tal de encajar en un estereotipo de lo que es ser una mujer?
El discurso que critica la hormonación y la adecuación física de las personas porque refuerza estereotipos es contradictorio si para reconocer la identidad de esas personas les requiere, precisamente, esa transición médica. Si el problema está en la palabra identidad, entonces, todo el mundo, y no solo las personas trans, deberíamos reflexionar sobre nuestra propia identidad. Qué somos, qué nos sentimos y por qué son preguntas tremendamente complejas en las que se ven involucradas desde la filosofía hasta la genética y que no deberían responder solo -ni solas- las personas trans.
No hay cerebros rosas y azules, escucho estos días decir a algunas feministas, y lo que me sorprende es que algunas pensadoras queer dicen exactamente lo mismo: que el binarismo nos impide ver cerebros de muchos otros colores y que esos colores no implican identidades concretas. Algunas pensadoras queer cuestionan el sexo como realidad ajena a los sistemas sociales, es decir, consideran que la división sexual que hacemos y que creemos solo biológica está también mediada por la sociedad, la cultura y por un sistema concreto de ideas.
Conviene recordar que ni la ciencia, ni la medicina, ni la biología han sido disciplinas neutras al patriarcado, como por cierto el feminismo lleva décadas denunciando. Los conceptos, investigaciones y definiciones han estado absolutamente permeades de androcentrismo y de machismo. En nombre de la ciencia y de la medicina a las mujeres se nos calificó de histéricas, en nombre de la ciencia y de la medicina se explicó nuestra inferioridad intelectual, se justificó nuestra falta de acceso al sufragio, en nombre de la ciencia y de la medicina se consagró que nuestro lugar era el hogar. Es por eso que tenemos que tener tanto cuidado en utilizar «la ciencia» o «la biología» como entes abstractos y neutros al sexo y al género para cuestionar la existencia de otras personas.
Pero volvamos al principio porque hay una premisa que se repite peligrosamente y que equipara pensamiento queer con derechos trans y autodeterminación de la identidad sexual. Las dos cosas no son equivalentes y las críticas a la teoría queer (teorías queer), que sin duda puede ser cuestionada, se están utilizando para espolear el miedo a la autodeterminación de la identidad sexual. El pensamiento o movimiento queer -que tanta gente está citando sin tener idea de cuáles han sido sus propuestas y transgresiones- trasciende con mucho la idea de la autodeterminación de la identidad sexual y puede que algunas de sus referentes ni siquiera estuvieran de acuerdo con el planteamiento actual.
El feminismo sabe bien lo que es la creación de enemistades, porque ha sido retratado así desde que existe. Las estrategias para dibujar a las partes enemigas como tal son diversas, desde la denominación hasta la deshumanización. La creación de la expresión ‘ideología de género’, un concepto de origen ultraconservador, es un buen ejemplo de cómo la derecha ha intentado desacreditar al feminismo. Ahora asistimos a estrategias similares con la teoría queer como enemiga, pero también con las personas trans como sujetos sospechosos, capaces de cambiar de identidad con tal de cometer todo tipo de atrocidades y, sobre todo, cuya existencia y denominación son cuestionadas.
Me suena demasiado a cuando todas las mujeres íbamos a denunciar en falso para instrumentalizar la ley de violencia de género o a cuando se ridiculiza que queramos que el ‘sí es sí’ llegue a las leyes. También he escuchado hablar de ‘mujeres con barba’ o ‘patriarcado de purpurina», y he leído listas inmensas de amenazas y calificativos ofensivos hacia personas que relatan un sufrimiento muy intenso durante sus vidas. Estoy segura de que podemos debatir una teoría o un pensamiento sin hacer alusiones y comentarios tan hirientes y agresivos, y sin equiparar la teoría con personas que nos están gritando que existen. Utilizar conceptos e ideas parecidas a las que la derecha y los sectores conservadores han utilizado para mofarse del feminismo y del movimiento LGTBIQA+ -la purpurina, la pluma, el no hay necesidad de mostrarse- es dar carta de naturaleza a esa estrategia que desacredita lo que reta al patriarcado.
Que no lo llamen matrimonio, decía la derecha de las uniones homosexuales. El tiempo ha dado la razón a quien luchaba por sus derechos: se trataba de ampliar los conceptos para dar cabida a las vidas y no de encorsetar las vidas para que cupieran en los conceptos. La pregunta ahora es si vamos a pedir a las personas trans que renuncien a lo que son, a lo que sienten, a cómo quieren vivir, con tal de preservar un concepto concreto o vamos a ser capaces de adaptar nuestros conceptos y planteamientos para hacer un feminismo que nos proteja y emancipe sin dejar a nadie de lado.
El género es opresión, pero es ingenuo pensar que no es también identidad en la medida en que nosotras mismas, mujeres cisheterosexuales (¿por qué nos molesta el término?: si solo exigimos una coletilla para algunas estamos reforzando una ‘otredad’ que las feministas llevamos criticando siglos) nos nombramos mujeres, no solo desde la opresión sino desde la reivindicación y el orgullo. «Corre como una niña», «lucha como una niña», les decimos a las pequeñas, para cambiar precisamente lo que se espera de nosotras. «Mujeres que luchan», decimos el 8M. «Mujeres combativas». «Mujeres rompedoras». Cuando enunciamos esas frases, nuestro sexo, nuestro género no es solo opresión, es identidad y eso no quiere decir que la base de nuestra lucha no esté en la erradicación de la opresión.
Mientras hacemos todo esto, lidiamos con los roles de género, las ideas y los estereotipos que hemos interiorizado y que llevamos hasta en el tuétano. La lucha es diaria, con más o menos fortuna y pelea personal y social. Por eso, no es justo depositar en las mujeres trans la responsabilidad de reproducir esos roles y estereotipos, la opresión misma de género, cuando nosotras nos maquillamos, nos depilamos, luchamos por resignificar gestos y comportamientos, y reproducimos otros, sin desearlo, que tienen que ver con el agrado y la complacencia y el cuidado, insertados en nuestro cerebro por la socialización del patriarcado.
Que haya personas que reten el binarismo que hemos asumido y sobre el que hemos construido la sociedad y también nuestras propuestas para cambiarla no debería ser una amenaza, sino una invitación a seguir pensando, juntas, cómo construir un mundo sin patriarcado y más justo. Yo no quiero acabar con la categoría mujer ni quiero dejar de nombrarme como tal, tampoco quiero terminar con el género como concepto de análisis de la sociedad en la que vivimos, pero no voy a pedir a otras personas que no sean lo que son, ni se sientan como sienten mientras ni yo misma ni la mayoría de gente que conozco sabría responder qué les hace ser hombres o mujeres.
Y la verdad, no me considero queer ni posmoderna. Feminista, desde luego.