El filósofo y escritor español que fue, vio y triunfó con su primera película, “Orlando, una biografía política”, cuenta cómo y por qué pasó de la abstracción de las ideas a la poderosa economía de las imágenes
Fuente (editada): INFOBAE | Diego Lerer | 26 FEB 2023
Una celebridad en el mundo de la filosofía y, más específicamente, en el campo de los estudios de género, Paul B. Preciado se siente como un novato en medio de un festival de cine. “Es un poco un circo, sí. Imagínate, entre la filosofía que prácticamente no le interesa a nadie y esto, claro que lo es”, dice. Se le ve feliz, casi exultante, mientras se acomoda en uno de los pisos del Berlinale Palast para hablar de su primera película como cineasta, Orlando, mi biografía política. La película se va triunfante de la capital alemana: obtuvo una Mención especial y el Premio Especial del Jurado (ex-aequo) en la sección “Encounters”, y además triunfó como “Mejor documental” en los Teddy Awards (los premios para películas de temas LGBTIQA+ instituidos en la Berlinale desde 1987).
Por eso Preciado está conmovido. Por un lado, con la gran recepción que el film ha tenido, e impactado, a la vez, con el mundillo de cámaras y alfombras rojas que rodea a estos eventos. “Es que la filosofía es una práctica muy artesanal y con una economía totalmente distinta. Es muy precaria, pero a la vez te da una enorme libertad porque puedes hacer todo tú solo, casi no necesitas nada más que tu propia inteligencia, un papel y ya está todo hecho”, comenta.
El autor de Manifiesto contrasexual, Yo soy el monstruo que os habla y la reciente Dysphoria Mundi es un filósofo y activista trans que ha dejado su marca inconfundible en temas como la fluidez de la identidad sexual, la crisis de las estructuras binarias y su relación con el capitalismo, la pornografía y hasta la industria farmacéutica. Su primer ensayo cinematográfico es una adaptación igualmente fluida, que va de la ficción al documental, del clásico e influyente Orlando, de Virginia Woolf, acerca de un hombre que, tras un largo sueño, se despierta como mujer y vive así el resto de su vida, durante varios siglos. La película se apoya en parte en su historia personal pero, más que nada, en las experiencias de un grupo de jóvenes trans, quienes cuentan sus historias, leen fragmentos del libro y ficcionalizan situaciones que atraviesan cotidianamente. Es una película generosa y amable, compleja en su tema pero accesible en su forma.
—¿Qué fue lo que te llevó a pasar de la filosofía al cine, de “transicionar” a un nuevo lenguaje en tu carrera?
— Está bien que digas transicionar porque mientras hacía la película pensaba que mi cabeza estaba en mutación también, ya que tenía que intentar pensar en otro lenguaje. Yo hasta ahora he trabajado con imágenes pero más como historiador de la tecnología, de la sexualidad o del cuerpo. Es verdad que trabajo con una cartografía muy amplia de imágenes pero siempre tengo como un archivo delante mío y tal. Pero es muy distinto comentar o criticar imágenes que hacer nuevas. Ya llevaba tiempo trabajando sobre personas disidentes sexuales, trans, no binarias, etcétera, en la representación tanto del arte contemporáneo como del cine o de las series, y ya me estaba mordiendo la cosa de decir, “es que yo quiero abordar esta cuestión de otra manera”.
— El cine, además, no ha sabido representar muy bien a las personas trans…
— La impresión que tengo es que hay más visibilidad de personas trans, pero no se hace desde una perspectiva de políticas de identidad. Es decir, aquí están las personas heterosexuales y aquí están las personas homosexuales, aquí están las personas normales y aquí están las personas trans. Y aunque últimamente ha habido intentos muy distintos, la representación más habitual en el cine hereda la tradición que viene de la psicopatología, de la medicina, en la que la persona trans es representada, desde Hitchcock hasta aquí, en el ámbito de la película de freaks o de horror. El otro es el registro más exótico, el pornográfico, en el que el cuerpo trans es consumido por una parte como un freak, pero por otra parte como fetiche. Y ninguna de las dos me interesaba, como tampoco me interesaba hacer un documental testimonial sobre lo que siente una persona trans visto como el drama de una víctima. Eso sigue teniendo una forma televisiva. Yo sabía que ninguna de esas tres vías me interesaba. Y, en parte, mi rechazo durante mucho tiempo a producir imágenes estaba relacionado a no seguir abundando en esos registros.
— Lo que es complejo del hecho de pasar de la escritura a la creación de imágenes es que no todo depende de vos y de lo que tenés en tu cabeza, sino que dependés de cosas como la fotografía, la actuación, delegar en el trabajo de otros. ¿Cómo fue esa adaptación?
— La verdad es que esa adaptación no me ha costado mucho. El proyecto surgió porque el canal Arte me propuso hacer una película sobre mi vida, pero con un director de cine o una directora de cine que la filmara. Entonces, de repente me vi totalmente objetivado y desde una mirada que no era la mía. A pesar de las buenas intenciones, no me pareció que fuera el mejor camino. Así que propuse hacer algo yo, casi como con una fanfarronada delirante por mi parte, algo que es muy habitual en mi caso. Pero me dijeron que sí y salí de esa reunión con un contrato para hacer una adaptación de Orlando, de Virginia Woolf. Y yo pensé: “pero bueno, es que yo soy el loco más inútil e inconsciente del siglo. ¿Cómo voy a hacer yo esto?” Pero al final creo que, a lo mejor, es más interesante cuando te das un marco de acción tan absolutamente imposible que, finalmente, esa imposibilidad acaba dándote un horizonte utópico para la película. Yo sabía que esa adaptación era imposible y, aceptando ese fallo como punto de partida, lo mejor era hacer mi propia versión, expresar mi manera de ver ese libro. Y eso te da una libertad insospechada. Pero la colaboración no me ha costado porque, si bien vengo de la filosofía como formación académica, llevo muchos años trabajando en activismo. Entonces el trabajo colectivo para mí es todo. Yo la película la abordo como una acción de activismo cultural.
— Y desde lo formal también lo es…
— He tratado de evitar los recursos trillados del documental y de la ficción. La forma es parte del proceso. Todo el mundo le da mucha importancia a esta cuestión de la diferencia entre hacer una película y no un libro. Y al final yo pienso que eso es porque el cine es la industria dominante del siglo XX, una economía de la imagen que es sumamente poderosa. Es como si hubiera pasado a otro nivel al hacer cine. Cuando yo transicioné a la masculinidad era como si de repente yo fuera otro. Pero es que bueno, perdonen, yo soy la misma persona. Nada ha cambiado. Y esto es igual.
— Lo que me gusta mucho de la película es que transmite una sensación, dentro de su marco, bastante optimista. Tiene algo lúdico, gracioso y hasta utópico.
— Es que está bien que se cuente el drama, pero también salir un poco de eso. Es que ya está hecho. Yo me considero un optimista. Siempre digo que para mí el optimismo es una metodología, ¿sabes? No es que me levanto por la mañana y digo, “ay, qué bien me siento, estoy optimista” porque no es así, hay días que no estoy bien, pero creo en el optimismo como método. Por ejemplo, hay gente que participa en la película que son prácticamente homeless, una de las chicas intentó suicidarse, algunos de los niños no están escolarizados. La situación es muy difícil en general. Pero también, cada vez que nos reuníamos para hacer la película, para mí era como una especie de exorcismo político ponernos juntos a leer Orlando, distribuír cómo lo íbamos a hacer, repetir las escenas y tal. Y de repente, chavales que tienen 13 o 14 años se olvidaban de su drama cotidiano, de la agresión en el colegio o de lo que fuera, y estábamos en el mundo de Orlando.
— ¿A los protagonistas los conocías de antes? ¿Cómo llegaste a ellos?
— Hice un casting. Lo que sí sabía, cuando empecé a trabajar sobre el libro, es que Orlando era múltiple. Que no era solo yo y que no quería estar delante de la cámara ni ser el foco. Si bien yo también soy uno de los Orlandos, quería que mi biografía fuera contada a través de una cronología más larga ligada tanto a la historia trans, desconocida para mucha gente, como a otras cosas. Lo que me ha pasado, porque ya tengo 50, es que ya llevo muchos años en los que escribo rodeado de gente que me ve como un ovni, pero con la nueva generación que ha llegado ahora, la de les chavales que tienen 12, 14, pero también 4, 5, 8 años, eso no me pasa. Las madres y padres de muchas chicas y chicos a veces me contactan y me dicen: “yo no entiendo a mi hijo, pero lo he oído y habla igual que usted”. Entonces, de repente, cuando yo me pongo a hablar con estes niñes que tienen ocho años, de repente me encuentro muchísimo más cerca. O sea, sin traducción, sin mediación, hablamos de la misma manera. Y eso no pasa con la gente de mi generación, que siguen pensando como antes. Y eso es ya no es una cuestión de gays o trans. Es casi como haber hecho la transición a otra manera de ver las cosas. Por eso también tenía ganas de hacer algo con elles y por eso la película a veces tiene como ese tono infantil, que podría ser como un cuento para niñes. Me interesaba esa mirada desde otro horizonte. Yo sabía que no quería hacer una película de tesis.
— ¿Trabajaste a partir de algunas referencias cinéfilas?
— Cuando empecé a hacer la película pensé mucho en los filósofos que hacen cine. Y pensé que era como un clásico que el filósofo que hace cine hace cosas horribles. Obviamente está (Jean-Luc) Godard. Yo soy un fan absoluto de Godard, pero solo que él, que me interesa mucho como trabaja con la historia del cine a través de las imágenes y tal, siempre suele tener esa posición un poco patriarcal. No deja de ser un abuelo con un cigarro, ¿no? Así que hacer la película fue para mí un poco como decir: “bueno, ¿qué pasaría si de repente Godard fuera trans?” ¿Sabes? Mirar esa historia, esas imágenes, pero no desde el punto de vista masculino sino de otra manera. Entonces, Godard me influenció muchísimo, incluso en referencias directas. Y luego Pasolini…
— Siempre está Pasolini…
— Claro, y sobre todo para mí. Porque Pasolini, por una parte, fue un escritor con escritos tanto literarios como políticos súper específicos. Y cuando se pone a hacer cine, no sé, hace Medea o la historia de un santo en el desierto, y lo hace de una manera muy naíf también. Me identifiqué mucho con él cuando hice el casting y vinieron cien personas de todos los tipos. Y me di cuenta que tenía que adaptar lo que yo tenía escrito para elles, a lo que eran. Quería filmarles de una manera como nadie les pueda filmar. Con muchísimo respeto, amor y cuidado, casi adoración. Yo no podía ponerles, por ejemplo, la radicalidad de mi pensamiento filosófico en sus bocas. Tenía que ponerlo en sus palabras. Fue muy bonito encontrar este equilibrio entre la lengua de Virginia Woolf, sus propias palabras y las mías.
— Una verdadera mezcla…
—Una de las cosas que para mí eran más importantes era el hecho que, hasta ahora, no solamente para las personas trans sino para todo el mundo, nuestra manera de hablar de la sexualidad, del género, del deseo, de la subjetividad en su conjunto es totalmente médica, psicopatológica. Incluso decir “soy un hombre” o “soy una mujer” ya es una limitación, porque pues dice, “mira, yo soy un humano viviente. No sé, ya se verá, yo no sé exactamente qué soy”. Por ejemplo, quizás envejecer es más importante que muchas otras cosas, ¿no? Y nadie dice: “este es un viejo”. ¿Entiendes lo que quiero decir? Yo sabía que era importante para mí desplazar el lenguaje de la psicopatología, algo que es muy habitual incluso cuando nos reunimos las personas trans, porque nos pasamos el día hablando de que este médico te dijo tal, que el otro no sé qué, qué es lo que el médico nos va a dar… Bueno, por eso están en la película las escenas donde les médiques son como un poco una parodia, porque es que nosotres nos pasamos la vida en la sala de espera, esperando que une médique diga lo que podemos o debemos hacer. Hay gente que lleva ya años. Y luego esperando otra vez que te den el pasaporte. Es como que te pasas la vida entera hasta que finalmente dices: “bueno, perdón, pero… o sea, yo tengo una vida que vivir, ¿no?”.
— En estos años de pandemia escribiste “Dysphoria Mundi”, un libro muy ambicioso de más de 600 páginas y filmaste “Orlando”. ¿Cómo lo hiciste? ¿Cuál crees que es la conexión temática entre ambas?
— Hombre, la verdad es que mucha gente me dice, “pero ¿cómo has podido hacer esas dos cosas al mismo tiempo?” Y en el fondo yo creo que necesitaba hacerlas así. Por un lado era muy difícil ir a filmar en la pandemia. O sea, yo filmé, monté, filmé y monté, volví a reescribir, volví a filmar. Imagínate, es la primera película que hago, con poco presupuesto y aparte con personas que no son actores. Entonces, como que yo necesitaba en el medio también un espacio para seguir pensando. Es curioso porque hacer la película lleva muchísimo esfuerzo, pero al mismo tiempo me daban unas ganas terribles de escribir. Yo necesitaba pensar al mismo tiempo de lo que estaba pasando. “Dysphoria…” no es un making of de la película. Es muy distinto. Pero en el fondo, yo creo que lo que es común en los dos, es que tanto en el libro como en la película lo que más me interesa es pensar qué sueño colectivo te invitan a soñar. Eso para mí es lo más importante y lo que conecta a ambas.
— ¿Y sos optimista con respecto a ese sueño colectivo en medio del surgimiento de las nuevas derechas y de algunos discursos de odio, también en lo que respecta al género?
— Sí, para mí lo que es común respecto al libro y a la película es que, tengo la impresión como filósofo, como activista, como persona trans, que de verdad estamos atravesando una revolución epistémica extraordinaria, la más importante que hemos atravesado desde el siglo XV. Entonces, lo que a veces me parece terrible es cuando miro alrededor y veo que la gente está en una especie de depresión neoliberal. La gente que participa de esa especie de revival de discurso fascista es como si se agarraran a una ruina, porque la realidad es que ese mundo del que la ultraderecha se quiere agarrar ya no existe. Se ha venido abajo. Y esa forma de hacer política, de gobernar, de vivir, es inviable por todos los medios. Entonces lo que me interesa son los indicios de esa transformación revolucionaria. Claro que no estamos todavía. Todavía no sabemos exactamente cuál es la nueva episteme colectiva en la que vamos a situarnos, pero lo que sí veo son indicios y me parece muy importante subrayar ese camino porque muchas veces siento que la gente no lo percibe. Y por eso me gusta el cine y la experiencia de ver algo colectivamente. Lo que pasó el otro día en la sala me pareció súper emocionante. Dysphoria Mundi es un libro de 600 páginas y quizás la gente irá hasta la página 14 y ya se habrá atragantado. Pero de repente ver toda una sala durante una hora y cuarenta cautiva viendo la película, y que había gente trans en la primera fila pero gente de todos los tipos y hasta abuelas emocionadas viéndola, pienso que tal vez la gente salga pensando que a lo mejor es posible vivir de otra manera. Una película llega casi al mismo tiempo al cerebro y al corazón. Y eso me parece fascinante, fue una sorpresa para mí porque no me había dado cuenta. El efecto inmediato del cine es lo que te decía del sueño colectivo, de que estamos en una sala soñando el mismo sueño. No podemos esperar mucho tiempo más para cumplir ese sueño porque la violencia que este régimen político produce es extraordinaria: la violencia de la frontera, del Estado y de la prisión son insoportables. Y la violencia del sistema binario, esa especie de policía del género constante, también. No tenemos cien años. Este proceso de cambio y de revolución lo veo ya ahora, en marcha.