Fuente (editada): LA NACIÓN | María Ayuso | 5 de octubre de 2020

«Y vos, ¿qué sos?». Muchas veces la violencia llega así, camuflada en la forma de una pregunta supuestamente inofensiva. Años de prejuicios comprimidos en cuatro palabras que representan, para Mérida, la punta del ovillo de la exclusión. Nació en Guaymallén, Mendoza. Tiene 26 años y sus ojos grises, clarísimos, contrastan con el pelo, casi negro. En 2015, puso en palabras la forma en que se autopercibía: como una persona no binaria. «Cuando digo que no soy ni hombre ni mujer, muchas veces me preguntan: qué sos. Y les respondo: no soy ‘qué’, soy ‘quién’. Soy un ser humano«, resume Mérida.

Desde su infancia dice que sintió que no encajaba. Los casilleros de «mujer» y «hombre», le resultaron siempre incómodos. Insuficientes. Cuando nació, explica, le asignaron un sexo con el que nunca se identificó y un nombre que prefiere dejar atrás porque duele demasiado. Que se respete su derecho a la identidad es un desafío que enfrenta a diario: desde que la gente use el nombre que asumió y no el que aparece en su DNI, hasta que incorporen su pronombre, el neutro elle. «Se piensa que las personas no binarias no existimos. Por eso es tan importante nombrarnos. Muches seguimos viviendo en secreto», sostiene Mérida.

La estigmatización e invisibilización siguen siendo los principales prejuicios a los que se enfrenta la población LGTBIQA+. Según los referentes consultados por LA NACION, las nuevas generaciones continúan siendo expuestas a violencias de todo tipo. «Las leyes son apenas la losa sobre la que hay que empezar a construir. Los cambios culturales vienen después y llevan más tiempo», señala Silvina Magdaleno, coordinadora del Programa de Diversidad Sexual del Inadi, en referencia a la legislación pionera con la que cuenta la Argentina y que busca reparar una vulneración histórica en el acceso a derechos, como la de Matrimonio Igualitario, la de Identidad de Género, la de Educación Sexual Integral o el reciente decreto de cupo laboral trans.

Mérida tiene 26 años y nació en Guaymallén, Mendoza; hoy vive en la ciudad de Buenos Aires, donde cofundó la agrupación Siendo humanes. Fuente: LA NACION - Crédito: Mauro Alfieri

Mérida tiene 26 años y nació en Guaymallén, Mendoza; hoy vive en la ciudad de Buenos Aires, donde cofundó la agrupación Siendo humanes. Fuente: LA NACION – Crédito: Mauro Alfieri

Respecto al arcoíris de corporalidades, identidades y orientaciones sexuales detrás de la sigla LGTBIQA+ (lesbianas, gays, trans y travestis, bisexuales, intersex, queer, asexuales, entre las muchas otras a las que hace referencia el signo +), Andrea Rivas, abogada y cofundadora de la asociación civil Familias Diversas, reflexiona: «Algunas personas sostienen que las etiquetas encorsetan a las personas. Yo no estoy de acuerdo con esa postura. Si existimos, si somos, también es importante poder nombrarnos«. Para ella, visibilizarse es fundamental para acceder a más derechos y hacer valer los que se consiguieron. Porque la palabra resignifica, visibiliza e incluye. O todo lo contrario.

«Es muy importante tener la etiqueta que realmente vos sentís que te está identificando. Pero no puede ser un límite: no es que vos te tenés que adaptar a la etiqueta, porque la identidad y la orientación sexual son dinámicas. Desde la asociación siempre decimos que hay tantas identidades como personas en el mundo«, agrega Andrea.

«El clóset», ese sentir que uno se tiene que ocultar y avergonzar de quién es, para la cofundadora de Familias Diversas, resulta «sumamente violento». «En mi experiencia, cuando me visibilizo como lesbiana me doy cuenta de que ayudo mucho a que otras personas que están ahí, en el armario, queriendo salir, puedan hacerlo», cuenta Andrea. Sin embargo, aclara que algunas ni siquiera ven esa posibilidad como una opción: el riesgo a la exclusión del hogar o a perder el trabajo, por ejemplo, se llevan todo el peso en la balanza. «Por eso -advierte-, nadie puede sacar del armario a nadie: es una decisión absolutamente personal e intransferible».

Múltiples prejuicios

A Mérida gran parte de la infancia se le borró a golpes. El olvido fue su mecanismo de defensa. De lo que sí se acuerda bien -porque la violencia le quedó grabada- es cómo intentaron «hacerlo macho». «Me dijeron puto desde antes de que entendiera qué quería decir esa palabra», cuenta Mérida. Y agrega: «Mi progenitor me pegaba y yo no entendía por qué. Era para que me adecuara de alguna forma a lo que era ‘ser normal’. Es decir, lo que esperaban de una persona que nació con pene». Dice que años más tarde el silencio se convirtió en el código que le impuso su familia: en casa y delante de otras personas «de eso no se habla». «Eso» era su identidad sexual, su orientación sexual, su mundo íntimo.

 

 

«En muchas familias, cuando te mostrás tal cual sos se deja de hablar de tu vida y eso es supercomún. Solo podés hablar de cosas generales. No podés contar como sí pueden tus familiares -describe Mérida-. Te obligan a guardar silencio. Antes, ni siquiera en los medios se hablaba de las personas no binarias: éramos las raras, las tóxicas, las enfermas«.

Para Adrián Helien, psiquiatra y coordinador del Grupo de Atención a Personas Trans (Gapet) del Hospital Durand, si apuntamos a una sociedad que verdaderamente conviva en la diversidad, la principal barrera a derribar es pensar «que todas las personas entramos en las categorías de ‘el rosa y el celeste'». Considera que se nos empuja desde que nacemos hacia esos colores, cuando en realidad somos un arcoirsis diverso. Por eso, el especialista asegura que naturalizar y despatologizar, entender que «la diversidad existe» es la clave para que las familias se saquen de encima la palabra «culpa», que se sacudan preguntas del tipo «¿qué habremos hecho mal?» y abracen el concepto fundamental: la aceptación.

«Todas, todos, todes tenemos que ser validades en nuestra identidad. Es el derecho más íntimo. La aceptación salva vidas», subraya Helién, quien al hablar elige la «e» para englobar todas las identidades por fuera del binario. Respecto a qué pasa hoy con los prejuicios en el mundo de la medicina, su respuesta es rotunda: «No hay formación que integre la diversidad en equidad de derechos y que despatologice. La formación médica sigue siendo binaria, por lo cual seguimos sembrando la semilla de la discriminación. Hay mucho trabajo por hacer».

Los prejuicios, consideran les especialistas, son las capas geológicas de la exclusión. Los mandatos sociales, las expectativas familiares, los estereotipos y roles de género se traducen en frases como: «Nunca vas a poder formar una familia», «¿Qué va a ser de tus criaturas sin una mamá y un papá?», «Te vas a quedar sole: no vas a ser feliz», «¿No sos ni varón ni mujer? Eso no existe», «Es una etapa, ya se le va a pasar» o «Si queda puertas adentro, todo bien; te lo digo por vos», entre otras.

Alba Rueda es la responsable de la Subsecretaria de Políticas de Diversidad de la Nación, que depende del Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad. Fuente: LA NACION - Crédito: Ricardo Pristupluk

Alba Rueda es la responsable de la Subsecretaria de Políticas de Diversidad de la Nación, que depende del Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad. Fuente: LA NACION – Crédito: Ricardo Pristupluk

Alba Rueda, subsecretaria de Políticas de Diversidad de la Nación, reflexiona: «Todavía debemos tomar conciencia del costo que significa socialmente asumir una identidad sexual o expresar tus relaciones sexoafectivas por fuera del mandato heterosexual». Sobre las violencias cotidianas y vulneraciones de derechos que siguen atravesando las personas LGBTIQA+ en determinados contextos, la funcionaria pone el foco en «las intersecciones», un concepto que hace referencia a cómo el género, cuando se cruza con otras variables como la orientación sexual, el origen étnico, la discapacidad, la educación o la clase social, incrementan la vulnerabilidad a las que están expuestas las mujeres o identidades disidentes. «El nuestro es un país federal con realidades muy diversas», subraya.

La semana pasada, una pareja, Pablo y Cristian, fue golpeada e insultada por besarse en las calles de Palermo. Quienes les tomaron la denuncia en la comisaría detallaron que «solo se trató de un acto homofóbico». «No entienden ningún contexto, ninguna perspectiva, fue justamente eso, no nos fueron a robar, nos lesionaron por lo que somos», dijo Pablo tras lo ocurrido. En ese sentido, Rivas señala: «Todavía hay estigmatización respecto a nuestras identidades y orientaciones sexuales desde la patologización, como si no fuese un derecho y se tratarse de una perversión o enfermedad». Y explica que en gran parte del movimiento LGBTIQA+ se considera que es importante hablar de homoodio, lesboodio, transodio y biodio en lugar de fobia, «porque la fobia de alguna manera excusa a la persona».

Según un análisis de las denuncias por discriminación recibidas por el Inadi entre 2008 y 2019 en todo el país (unas 2000 por año), las presentadas por la población LGTBIQA+ ocupan el tercer puesto entre las más frecuentes (el 10,5% del total). Sin embargo, si se pone el foco en el último período analizado (2018-2019), trepan al segundo lugar, después de la discriminación por motivos de discapacidad. Con respecto a los ámbitos donde ocurrieron los hechos, el laboral, el educativo, la administración y el transporte público son los principales.

Andrea tuvo que atravesar buena parte de esas barreras. Es mamá de Fran, de 7 años, y está en pareja con María Jesús Dellacasagrande. Tiene 48 años y a los 13 se dio cuenta de que le gustaba su compañera de banco en la escuela. «Mi familia ni se enteró, no me atrevía a hablarlo«, recuerda Andrea. Su preadolescencia trascurría en dictadura, en una familia de clase media de Temperley y en una escuela privada inglesa. Cuando le contó a su compañera lo que sentía, el padre de la chica la llamó por teléfono para amenazarla. Le dijo que no se sentara más a su lado, que no la saludara, que no le hablara, que no se juntara ni cerca, que era «una enferma», «una pervertida».

Andrea junto a María José, Fran y su perrito Willy. Fuente: LA NACION - Crédito: Alejandro Guyot

Andrea junto a María José, Fran y su perrito Willy. Fuente: LA NACION – Crédito: Alejandro Guyot

«Hice todo lo que él me dijo. Me fui apartando de mis amigas y eso me generó muchas dificultades de vínculos, me recluí en mi casa, viví con mucho miedo y pude empezar a estar con chicas, que era mi deseo, recién a los 26 años», recuerda Andrea. A esa edad lo habló con su mamá. «Al principio tuvo miedo, pensó que yo iba a tener una vida muy dura, era una especie de tristeza para ella y eso me ponía mal. Por suerte, fue evolucionando y hoy es una abuela superorgullosa, muy partícipe de todo», detalla la abogada.

A su mamá también le tocó «salir del armario». «Cuando yo estaba a punto de casarme o embarazada, tuvo que decir: ‘Tengo una hija lesbiana’, en su trabajo y a su familia. Fue un proceso en el cual yo la acompañé y la dejé ser. Eso también es importante», dice Andrea. En la adultez y de la mano de la maternidad, llegaron nuevos prejuicios. Andrea entró en el mundo de la violencia obstétrica y de la imposibilidad de la Ginecología de pensar que las personas que atendían podían no ser ni heterosexuales ni cis (autopercibirse con el sexo asignado al nacer).

Cuando Fran nació, su mayor miedo era que sufriera discriminación por tener dos mamás. Se acuerda de que cuando llamó a una pileta para preguntar por clases de matronatación, le explicaron que había un día en que tenía que ir el papá. «Fran tiene dos mamás, nos vamos a tener que turnar», respondió Andrea. El tono de la conversación dio un vuelco: en ese club no había lugar para ellas. Colgó y se tragó la bronca hasta que decidió contar lo que le había pasado en Facebook y hacer una denuncia en el Inadi. Los comentarios de apoyo empezaron a llover y la repercusión en los medios fue inmediata. La pileta no solo dio marcha atrás, sino que se marcó un precedente para muchas otras familias.


8 PREJUICIOS, EN FRASES

Ni hombre, ni mujer: las personas no binarias que luchan por ser reconocidas

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Esa experiencia fue la semilla que las llevó a ella y su expareja a fundar, en 2015, Familias Diversas. Según una investigación que realizaron recientemente, la invisibilidad de las familias LGBTIQA+ y la diversidad sexual en las escuelas es notable: el 86% de las personas entrevistadas respondió que no están representadas en las instalaciones (pasillos, aulas) y el 44% que sus hijes no tuvieron deberes o libros que trataran el tema. «El sistema todavía es binario, falta capacitación y hay una baja aplicación de la ESI, por lo que temáticas como la diversidad sexual y los derechos sexuales y reproductivos no son tratados», señala Andrea.

Andrea (izquierda), cofundadora de Familias Diversas, junto a María José, su pareja. Fuente: LA NACION - Crédito: Alejandro Guyot

Andrea (izquierda), cofundadora de Familias Diversas, junto a María José, su pareja. Fuente: LA NACION – Crédito: Alejandro Guyot

Los prejuicios vinculados a la «familia tipo» como único modelo de familia posible aún continúan, dicen las personas especialistas. Maddaleno, que además es integrante de la organización 100% Diversidad y Derechos, destaca los avances que hubo en los últimos años, como la incorporación de la figura de la voluntad procreacional como fuente de filiación en el Código Civil, lo que permite, por ejemplo, que ambas mamás puedan inscribir a sus hijes como propies.

En Familias Diversas reciben muchas consultas de progenitores -durante la cuarentena tuvieron un récord- que quieren acompañar a su descendencia LGTBIQA+. ¿Cuáles son los principales temores? «Hay un poco de todo: el miedo de que puedan sufrir, de que no puedan acceder a determinado desarrollo o bienestar de vida, que puedan experimentar situaciones de discriminación y violencia», resume Andrea.

Todas las personas consultadas coinciden en que la población transfemenina es la más vulnerada en cuanto a acceso a derechos: entre ellos, a un trabajo digno, a la salud y a la vivienda. Su expectativa de vida, hoy en la Argentina, ronda los 40 años. La mayoría, por las barreras que encuentran, terminan en la prostitución como única forma de subsistencia: según un informe de la Fundación Huésped y la Asociación de Travestis, Transexuales y Transgéneros de la Argentina (Attta) , seis de cada 10 la ejercen, el 87% comenzaron antes de cumplir 19 años y el 87% la dejarían si tuviesen otra posibilidad.

 

 

«El pensar que la población transfemenina está destinada al trabajo sexual, y el no poder imaginarnos en otros espacios, es uno de los grandes prejuicios y algo en lo cual hay que trabajar mucho», dice Maryanne Lettieri, actriz, profesora del Bachillerato Popular Trans Mocha Celis y responsable del área de inserción laboral de la institución. «Cuando voy a las empresas a dar capacitaciones, se sorprenden cuando digo que soy profesora. Me dicen: ‘Qué loco’. No es loco, soy un ser humano y elegí esa profesión», subraya Maryanne.

Maryanne Lettieri, actriz, profesora del Bachillerato Popular Trans Mocha Celis y responsable del área de inserción laboral de la institución. Crédito: Victoria Gesualdi/AFV

Maryanne Lettieri, actriz, profesora del Bachillerato Popular Trans Mocha Celis y responsable del área de inserción laboral de la institución. Crédito: Victoria Gesualdi/AFV

Al igual que Maryanne, Mérida pone el acento en la persona. «Hombre y mujer no solo son casilleros, son estereotipos, roles, corporalidades, hormonas, un sinfín de cosas. Pero lo seres humanos somos más que un casillero en un papel: somos muy complejos -dice Mérida-. Muchas personas lo creemos como único a nuestro sexo, es como cada quien lo siente«.

En su caso, dice que fueron varias las instituciones que reprodujeron las violencias a las que se enfrentó desde la infancia: la escuela en donde le hacían sentir que era diferente; los trabajos en los que a los pocos meses, pese a superar con creces los objetivos, terminaba en la calle; el no poder acceder a un DNI que refleje su identidad; las miradas inquisidoras en la calle por su forma de vestir, de hablar, de sentir, de ser.

Hoy, su mamá respeta su pronombre. «Mi hije», dice cuando habla con otras personas sobre Mérida. A su abuela, de 79 años, le cuesta más, pero lo intenta. Su tía Cristina, que vive en Caseros, es un personaje clave: en su casa fue el primer lugar donde sintió que podía ser libremente quien era. «Hace años, tuve el valor de enfrentar a mi papá, que trabaja en las fuerzas armadas. Retomé el contacto, pero se rehúsa a llamarme por mi nombre», cuenta Mérida. Hoy, desde Siendo Humanes, la organización que cofundó, busca acompañar a familias de infancias diversas: «No quiero que otres niñes pasen por lo que pasé yo. Eso me dio muchísimo empuje«, concluye.