La escritora y cronista del Nueva York underground reflexiona sobre la identidad en Ella era yo.
Fuente (editada): PÚBLICO | Henrique Mariño | 06 jun 2025
Hija de inmigrantes que se establecieron en Estados Unidos, Lucy Sante (Bélgica, 1954) supo que era una niña a los nueve años, pero ha tardado toda una vida en salir del cascarón. En Ella era yo describe su transición de género al borde de los setenta, aunque la conversación abarca otras obras traducidas al español, publicadas por Libros del KO: Mata a tus ídolos, Bajos fondos, El populacho de París o Retrato underground. Historia de Nueva York en boca de una mujer encantadora, en su doble acepción del término.
Empecemos por el principio: «Son muchas las razones por las que reprimir durante toda la vida el deseo de ser mujer. En primer lugar, era imposible. Mis progenitores habrían llamado a un cura y me habrían encerrado en algún monasterio».
No podía y nunca se lo conté a mi padre y a mi madre. Era hija única, pero estaba muy separada de elles emocional e intelectualmente. Es algo muy fuerte, porque ni siquiera podía decirles que me pegaban en la escuela. Imagínate confesarles lo otro. No confiaba en elles y tenía mucho orgullo. Además, mi madre era una fanática ultracatólica y mi padre estaba siempre ocupado y trabajaba como una mula. Así que de niña era imposible decírselo y tampoco mientras viví en su casa, hasta los dieciocho años, porque no lo entenderían.
La exacerbada fe religiosa de su madre y su aversión a todo lo que tuviese que ver con el sexo la marcaron.
Claro. Tenía tanto que aprender y que desaprender… Y no olvidemos que era inmigrante, por lo que debía lidiar con toda esa mierda. De hecho, mi primer objetivo fue hacerme pasar por estadounidense, porque en aquel momento no había otres niñes inmigrantes que pudieran ser mis amigues. Entonces tuve que convertirme en estadounidense, una hazaña gigantesca de aprendizaje, probablemente la más importante de mi vida.
A su padre le gustaba relacionarse con la gente. En cambio, su madre apenas hablaba inglés y le costaba comunicarse con los vecinos y hacer amistades. ¿Tanto le afectó ser hija de inmigrantes?
Desde luego. Me dejó prácticamente sola en el mundo.
A su madre la habían marcado su madre y su tía, que la hicieron sentir una hija idiota y patosa. ¿Las madres y los padres son los responsables de buena parte de los traumas? ¿Tanto le influyó a usted la educación rígida y tradicional de su madre?
Mi padre era bastante cuerdo. Creo que no lo conocí hasta que yo fui mayor, con treinta y tantos, cuando empezamos a hablar mucho por teléfono. Sin embargo, con mi madre nunca pude comunicarme. Fuimos muy cercanas hasta que tuve ocho o nueve años, pero entonces se volvió hostil. ¿Son los padres y las madres responsables de nuestros traumas? Incluso ahora me cuesta perdonar a mi madre por muchas cosas. En cambio, luego pienso: «Tengo un hijo de 26 años y a saber qué tipo de traumas le he provocado que ni siquiera conozco».
Su hijo tiene amigas trans y se muestra muy abierto al tema. De hecho, cuando usted se fija en las jóvenes trans, cree que es una buena época para transicionar porque está aceptado por más gente. No obstante, piensa que le ha llegado tarde y que esas jóvenes, de alguna manera, le quedan muy lejos.
Digamos que soy demasiado joven para la gente vieja y demasiado vieja para la gente joven [risas]. En todo caso, no me gustaría ser joven hoy. Me alegro muchísimo de haber vivido mi juventud en los sesenta y setenta, una época muy optimista, cuando se pagaban alquileres baratos y podíamos aspirar a ser artistas. Después de 24 años dando clase [de escritura e historia de la fotografía] en el Bard College, hace dos me jubilé y hoy agradezco a mis estudiantes que allanasen el terreno para mi transición, porque vi cómo algunas chicas que primero se declaraban no binarias luego hacían la transición. Y después fue una ola.
Ahora, si entro en una tienda, hay varies dependientes y veo a una joven, me acerco a ella. Vivo en una zona de Estados Unidos donde no hay problemas al respecto. Nunca he sufrido acoso ni insultos, aunque me daría miedo ir a Texas. Bueno, creo que me estoy desviando del tema [risas]. Ahora la juventud habla y debate sobre el género. Ha estado presente durante toda su vida en la cultura, en los programas de televisión y en las canciones pop, pero esto no existía cuando yo era niña. Mi hijo es heterosexual y lo entendió enseguida, porque conoce a chicas trans desde que tenía siete años.
Al igual que hace usted en su libro Ella era yo, vayamos del presente al pasado y viceversa. Sorprenden todas las casualidades relacionadas con el nombre de Lucy, desde su hermana fallecida —llamada Marie-Luce, de quien heredó el nombre— hasta el pie de foto del periódico que la citaba como Lucy cuando ganó un concurso escolar de cuentos. Todo era una premonición. Parecía que estaba escrito.
Así fue, recibía señales constantemente. Y luego, a principios de los ochenta, cuando era muy amiga de Nan Goldin, quien solía fotografiar a personas trans y con la que salí un tiempo, conocí a su compañera de piso, que era trans. Tuve la oportunidad de decírselo, pero me daba miedo y lo evité. Aquella chica se llamaba Greer Langton, una gran artista que hacía unas muñecas increíbles y que murió muy joven.
La cultura trans empezó poco a poco en los ochenta y se expandió en los noventa. El principal café para personas trans de Nueva York estaba a media manzana de mi oficina, sin embargo yo evitaba esos lugares y a toda esa gente, porque tenía miedo. ¿Y qué hice yo? Pues me casé y luego me volví a casar.
En cambio, cuando habla de la fotógrafa Vivian Maier critica que nunca pasó de ser una «alumna eterna». Quizás habría que reescribir la historia de muchas artistas mujeres, opacadas por el machismo. Usted, como escritora, ¿teme ahora la transfobia? ¿Y las acusaciones de oportunismo?
Lo de la «alumna eterna» lo escribí en un artículo publicado en 2017 [El fantasma que acecha, incluido en Retrato underground, publicado por Libros del KO] y, desde entonces, he visto más fotos suyas y tengo una mejor opinión de ella. Creo que fue una gran fotógrafa.
Respecto a la transfobia y el oportunismo, no siento ningún temor. Mis temas siempre han ido a contracorriente: bohemios, anarquistas y criminales, así que a quienes les gustan mis libros no les sorprenderá. O puede que les llame la atención, pero durante todos estos años no he estado escribiendo precisamente sobre la historia de la Iglesia…
Vayamos más atrás en el tiempo. En algunas ocasiones, su madre parecía confundirla con su hermana fallecida en el paritorio y la llamaba «mi hijita». Ella quería una niña y pudo ser usted, aunque en Ella era yo también muestra la otra cara de la moneda, más dura: «Había deseado tener una hija que fuera su réplica exacta, que se convirtiera más adelante en su hermana y algún día en su madre». ¿Cree que ese deseo es extrapolable a otras madres?
Supongo que sí. Todes les progenitores quieren que sus hijes reflejen lo que más les gusta de sí mismes. El problema era que mi madre no se quería nada a sí misma. ¿Qué significaba desear a una hija que fuera como ella? Supongo que una mejor versión suya.
En cambio, su padre no jugaba al fútbol con usted, por poner un ejemplo.
Bueno, mi padre dejó la escuela a los catorce años y trabajó en fábricas toda su vida, pero fue un autodidacta y leía. Siempre pienso que él, por su carácter, si hubiera crecido en Estados Unidos en una estructura social diferente podría haber sido profesor universitario. Tenía esa mentalidad y ese temperamento. Quería ser escritor y llegó a publicar un cuento. En ese sentido, me animó, porque la mayoría de padres y madres inmigrantes quieren que sus hijes ganen dinero, pero eso nunca fue una preocupación en mi familia. Nos entendíamos bastante bien, aunque no sé cómo habría reaccionado a esto [la transición].
Usted era una niña y una chica inteligente, lista y curiosa. Hurgaba en los cajones de su madre y su padre e intentaba escuchar sus conversaciones, hasta que se dio cuenta de que la relación entre elles, quienes nunca discutían en su presencia, no era la que parecía. No se le ha borrado aquella escena en la que su padre rompió un cheque que había firmado su madre para que no figurase su firma, solo la de él. Una actitud machista que entonces usted no percibía.
¿Fue un gesto machista? ¿Lo hizo porque no se fiaba de mi madre? ¿Se lo inventó ella? Es posible, no lo sé.
Hay una frase en su libro que dice tanto… Tanto de todo: «Mi madre no hacía más que precaverme de las malas compañías cuando era obvio que desde los once a los catorce años no tuve compañías de ningún tipo». Esa soledad y la falta de amistades la convirtieron en una gran lectora, atraída por el pasado.
Eso se debe a que, cuando tenía menos de nueve años, mi madre, mi padre y yo cruzamos el Atlántico siete veces, la mayoría en barco. En aquel entonces, hasta el milagro económico de 1964, Bélgica, como la mayor parte de Europa, estaba treinta años por detrás de Estados Unidos. Así que tuve la impresión de haber viajado en el tiempo.
Venía de Bélgica, donde nadie tenía coche, calefacción central, teléfono y mucho menos televisión, tocadiscos, ni nada parecido. Mientras, en Estados Unidos, tenían todas esas cosas, incluso la gente pobre, lo cual era muy raro. Estados Unidos enviaba cohetes a la luna y bla, bla, bla. Y, de repente, yo podía volver atrás. Era increíble poder viajar de repente de los años treinta a los sesenta, ida y vuelta.

Lucy Sante describe en Ella era yo su transición de género | Jem Cohen
Además, me fascinaban mis abueles. Cuando se murió mi abuela en 1962 y todes les familiares vinieron a casa, me refugié en el ático. Allí encontré un baúl con todas sus fotografías antiguas. No sé qué pasó con ellas, pero me he dado cuenta de que aquello fue un acontecimiento clave en mi vida. Me interesé por el pasado y por fotografías que no volví a ver hasta muchos años después.
Con el tiempo escribí algunos libros sobre fotografía y enseñé historia de la fotografía durante más de dos décadas. Ahí empezó todo. Tenía un pasado y, en mi vida diaria en Estados Unidos, ese pasado era Europa. Y cuando Estados Unidos se volvía opresivo, me refugiaba en mi Europa imaginaria, que era el pasado.
Una memoria que ha plasmado en sus libros, aunque volvamos ahora a un pasado reciente, casi presente. Antes de transicionar, usaba programas y aplicaciones para transformar su rostro.
La primera vez que lo intenté fue una revelación, una epifanía. Antes, durante años, había dibujado sobre fotografías, pero luego siempre las destruía.
Siempre le ha interesado la fotografía y tiene una filia curiosa: las instantáneas ajenas que ha comprado en mercadillos. ¿Por qué? ¿Le gusta reconstruir esas vidas?
La filia tenía que ver con esas vidas, pero también era visual. Me pasé años revisando miles de fotografías y me atrajeron de inmediato. Por el pasado, aunque también por determinadas características gráficas, por ciertos tipos de luz y por los aspectos teatrales de las fotografías.
¿Y cómo aquella niña ingenua se pone a escribir de los bajos fondos de Nueva York?
Yo viví el underground neoyorquino. Para captar ese ambiente, debes estar ahí. Sin embargo, en ese momento no te das cuenta, porque es difícil de ver. Tienes que estar en el aire, porque no se puede apreciar realmente desde el suelo. Solo después de que todo terminara pude escribir sobre ello, aunque entonces no me imaginaba que lo haría, como tampoco sospechaba que Jim Jarmusch, uno de mis mejores amigues, fuera a ser cineasta.
Éramos poetas y la cultura estaba en todas partes. Entonces pensaba que era normal y no me di cuenta de que se trataba de algo único y singular que no iba a durar para siempre. Escribir sobre ello implicaba tomar distancia. Es un proceso de duelo, ya que todo se ha ido. Aquella época, cuando el arte brotaba de la nada y caía del cielo, no podía durar. Y, aún así, duró más de diez años.
«Estamos en el corazón de una gran ciudad y sin embargo nuestro mundo es una aldea», escribe en Retrato underground. ¿Cómo ha cambiado Nueva York? ¿Con qué época se queda?
Con los setenta, porque fue mi época. Ahora estoy escribiendo un libro sobre el Nueva York de los sesenta, que fue aún mejor, pero yo no estuve allí porque era una niña. Entonces Nueva York incluso era más pequeña, porque todos se conocían: pintores, poetas, músiques, cineastas, fotógrafes, manifestantes, speed freaks, pacifistas, Freedom Riders… Luego se expandió todo rápidamente y, en los ochenta, Nueva York se balcanizó. Por ejemplo, de repente la gente del rock y la gente del cine de vanguardia estaban en continentes separados, cuando antes compartían el mismo iceberg.
Usted es una urbanita. Sin embargo, no conocía a sus vecines y comentaba que, a no ser que hubiese ruido o un incendio, «ignoramos las actividades de les demás, porque es lo mejor para la salud de todes». En su último libro, respecto a su familia, habla en cambio de la idea de comunidad, aunque entiendo que en una gran ciudad reina el individualismo.
Bueno, sí que teníamos una comunidad. Podías no conocer a tus vecines —yo sí, porque vivía en el edificio de les poetas—, pero salías a la calle, veías a un chico con el pelo largo y sabías que pertenecías al mismo grupo. Esto duró hasta los setenta porque, de repente, la gente con el pelo largo también podía ser neonazi. De todas formas, todavía había señas de identidad: si usabas una camiseta determinada, compartías un vínculo y pertenecías al mismo club. Pasados los años, el sector inmobiliario lo fastidió todo y ahora todo aquello ha desaparecido, porque, entre otros motivos, la gente se ha tenido que ir del centro.
«La Nueva York de los años setenta estaba en llamas. En las calles mandaban la muerte, el caos, los disturbios y la miseria«, escribe en Retrato underground. ¿Quién manda ahora en la ciudad?
El dinero. Todo es dinero. Mi barrio, St. Mark’s Place, fue el hogar de la gente bohemia durante más de cien años. Ahora me cuesta encontrar un nombre para definir a les nueves residentes, quienes visten ropa deportiva cara y hasta llevan palos de golf. Todas las mujeres visten igual y lucen el mismo peinado.
Trabajan en empresas y en medios pero, como escribió un amigo mío, no se equivoquen, son la policía. No les entendemos y elles tampoco nos entienden. Les miramos, les señalamos y nos reímos, aunque no nos ven y siguen con su vida. Viven en el Lower East Side, pero son criaturas de Donald Trump, como las del Medio Oeste de Estados Unidos.
Salvando las distancias, la gentrificación también afecta a las ciudades europeas. ¿Pensó alguna vez en vivir en París o su libro El populacho de París solo fue un viaje literario al pasado de la capital francesa?
Muchas veces, aunque no podría permitírmelo. Además, otro problema es que me sentiría muy sola. Conozco a algunas personas en París, pero no soy muy sociable. Bueno, sí lo soy: sociable y también tímida, por lo que me llevaría un tiempo hacer amistades. Y acabo de cumplir 71 años, por lo que no sé si a mi edad podría empezar de cero en un lugar nuevo.
Qué buena la traducción del título de The Other Paris, en español El populacho de París.
París me ha causado una gran impresión desde que tenía ocho años, cuando fui por primera vez. Sin embargo, más allá de hablar de una ciudad, se trata de profundizar en la cultura callejera, como también hice con Nueva York en el libro Bajos fondos.
Tiempo después, cuando ve las fotos de su transformación, piensa: «Cincuenta años tirados por la borda, que no podría recuperar». Y se pregunta cómo fue incapaz de explicarle a sus amigues que salió del cascarón, como dice usted, sesenta años después de haberlo sabido.
Soy una persona diferente y también la misma: es un enigma dialéctico. En realidad, mi vida no ha cambiado mucho. Sigo teniendo las mismas amistades. Lo único malo de todo esto es que mi relación con Mimi [su pareja durante catorce años] se fue al traste. Seguimos siendo amigas y nos vemos mucho, pero perdimos la relación profunda que teníamos antes. Ahora me siento muy sola. Conozco a algunas personas trans, aunque, excepto un par de ellas, todas son cuarenta años más jóvenes que yo.
¿Ha perdido amistades tras la transición?
Ninguna, mis amistades siguen siendo mis amistades. Mi problema es que puedo ser sociable y tener cientos de amigues, pero solo tengo una relación estrecha con una persona a la vez, quizá dos. Además, soy una monógama empedernida. Me atraen solo las mujeres y todas estas cosas hacen que sea casi imposible encontrar pareja.
Aunque se inició tarde en el sexo, se casó dos veces y ha tenido otras tres relaciones serias. Cuando les escribió a sus amistades para decirles que iba a transicionar, pensó en cómo se lo tomaría Mimi, su última pareja.
Fue uno de mis primeros pensamientos: «Tengo que admitirlo, soy trans, siempre lo he sido y esto va a destruir mi relación con ella». Lo sabía porque digamos que Mimi necesita estar con un hombre.
¿Cómo lleva su nueva vida? Porque, según usted, antes no se le daba bien intentar ser un hombre.
Tampoco soy muy buena siendo mujer, aunque supongo que a mi edad no importa mucho. He decidido que no me voy a hacer ninguna cirugía, ni nada por el estilo, porque soy demasiado mayor. Solo tengo que aceptar que, joder, soy yo.
Usted piensa que hay escritores que son buena gente, pero que la mayoría son personas cuyas mejores cualidades están en sus libros. ¿Separa a les autores de sus obras? ¿Cancelaría a alguien por sus actitudes y comportamientos aunque ame sus libros?
Dos de mis escritores favoritos probablemente eran realmente malas personas: Curzio Malaparte y Louis Ferdinand Céline. Kaputt, uno de los mejores libros que he leído, resulta escalofriante. Y en parte es tan genial porque Malaparte puede ver al demonio que lleva dentro, y no lo niega.
¿Es feliz?
Más o menos… A medias. Soy una adicta al amor y necesito enamorarme. No puedo ser feliz si no estoy enamorada.