Fuente (editada): PIKARA MAGAZINE | Sara Guerrero Alfaro | 7 DIC 2022
Siobhan Fenella Guerrero Mc Manus (México, 1981) es investigadora del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y cofundadora del Laboratorio Nacional Diversidades. Con más de una década de experiencia en docencia y especializada en Biología y Filosofía de la Ciencia, Siobhan procura construir puentes entre el conocimiento de las ciencias biológicas y las humanidades. En los últimos años, ha centrado su reflexión en los derechos reproductivos y sexuales, así como en los problemas alrededor de la patologización y criminalización de las poblaciones lesbianas, gais, bisexuales y trans. Conversamos sobre el devenir de las teorías identitarias, las paradojas de la visibilización y la incidencia que hasta hoy tiene el colonialismo en la comprensión de los cuerpos y la transfobia.
La última década fue fundamental para la visibilidad de las identidades trans. Aun así, los delitos de odio por orientación o identidad sexual aumentan cada año. ¿Por qué la visibilidad no es suficiente?, ¿en qué momentos podría estar jugando en contra?
El otro día estaba hablando con el representante del Observatorio Nacional de Crímenes de Odio Contra Personas LGBT y decía que cuando se discute o aprueba una legislación que incluye la ley de identidad de género o el matrimonio igualitario, inmediatamente después surge un periodo en el que se intensifican los discursos y los crímenes de odio. Entonces, parece que la visibilidad también desata reacciones muy violentas. Afortunadamente, afirman que el pico de violencia suele disminuir con el tiempo. Pero, más allá de eso, esto sucede porque se construye la visibilidad de ciertos espacios y tipos de narrativas, pero no vienen acompañadas de un cambio social. Hay más visibilidad trans en algunas series de televisión o en algunas figuras que comienzan a tener cierta presencia en redes sociales o medios alternativos, pero, en realidad, la visibilidad trans está bajo un escrutinio tremendo. La visibilidad se convirtió en un tipo de hipervisibilidad en la que aparecen algunas preguntas: “¿Ustedes qué son?, ¿por qué dicen que son como son?” Esta hipervisibilidad es agresiva porque todo el tiempo solicita una justificación de tu existencia. Ahora bien, la gran paradoja de la visibilidad de los crímenes de odio es que pasa por alto todas las otras violencias cotidianas. La gente habla de transfeminicidios, pero no comenta todo lo que sucede para que eso ocurra. No se habla de los despidos, de la exclusión del núcleo familiar o de la violencia en las calles. Al no tener ese cambio, se están desatando pánicos morales. Por ejemplo, de pronto se siente que un colectivo que era sujeto de asistencia -históricamente el colectivo trans era reconocido así- comienza a convertirse en un sujeto político. Además de eso, se convierte en una voz interpelante. Esto generó una serie de respuestas muy severas de los actores políticos señalados. Entre ellos, el propio feminismo -sobre todo los grupos transexcluyentes- que reaccionó muy mal a la interpelación. Pero no es el único sector. Las derechas, en general, no lo toman bien.
Ante los problemas y obstáculos que supone la hipervisibilidad en el camino de acabar con la transfobia y los delitos de odio en general, ¿qué otras estrategias podemos considerar?
No creo que tengamos una respuesta cabal y contundente, pero sí te puedo decir que es fundamental intervenir en las familias: parar la expulsión del núcleo familiar o detener el uso de terapias reparativas en las infancias y juventudes trans. Eso detiene una cadena de violencia que resta dignidad a los cuerpos trans. Es decir, estas prácticas marginan hasta que se convierte en un cuerpo totalmente depreciable. Estas prácticas ocasionan que se mate impunemente. Entonces, la primera intervención es en las casas y en las familias. La segunda zona de intervención son las escuelas, pero, desde luego, no basta con eso. Necesitamos, por ejemplo, procesos de justicia restaurativa que no solo reparen el daño para todas las personas que vivieron una serie de violencias por parte del Estado -tanto por su acción, como por su inacción-. Necesitamos que ese ejercicio de justicia sea un acto de memoria, de reconocimiento del papel cómplice, por acción o inacción, de una sociedad que dejó morir a una parte de su ciudadanía. Y, desde luego, esa justicia restaurativa tiene que venir con una justicia económica, que integre a las poblaciones trans a los trabajos. Una cuestión de justicia participativa donde las personas trans no solo sean sujetos de asistencia o de lástima, sino que participen en el diseño de políticas públicas y sean sujetos capaces de hacer ciencia y filosofía. Deben estar presentes en todas las esferas de la vida y esto no se da solo con leyes de reconocimiento de identidad. Es un paso, pero no te da todo lo demás. El resto es el efecto de una serie de infraestructuras y de derechos que ni siquiera estamos discutiendo en la mayor parte del mundo porque estamos enfrascados en una discusión transitoria y no estamos yendo más allá.
Si las prácticas de desidentificación buscan una pérdida de referencialidad identitaria, ¿no podrían ser una alternativa política al ejercicio de la visibilidad?, ¿servirían para acabar con la discriminación y los discursos de odio?
Pienso que romantizamos la desidentificación en dos sentidos. Por ejemplo, en América Latina hay transfeminismos que recogen de los transfeminismos negros el argumento de que toda la retórica del abandono de las identidades y de la desidentificación suele venir de discursos muy propios de Europa y de Estados Unidos. Gente que siempre habitó la categoría de humano y que hoy siente que la puede abandonar sin problema. Lo que afirman los feminismos y transfeminismos negros, por ejemplo, es que históricamente no habitaron la categoría de ser humano y siempre fueron sujetos deshumanizados, arrojados a la animalización y a la patologización. Al no tener garantizados sus derechos humanos, afirman que este acto de desidentificación es una trampa. También diría que a veces la desidentificación está mediada por antagonismos y no por una lógica emancipatoria. Hay gente que se desidentifica de categorías porque tiene una profunda diferencia política con algunas de las personas que las habitan. Por ejemplo, en México, hay jóvenes que se nombran maricas y no se quieren nombrar homosexuales porque la consideran una categoría de clase media, blanca y aburguesada. Esa desidentificación que busca tomar distancia, de forma paradójica, alimenta una lógica que construye muros entre identidades y no presupone su demolición. Creo que la gente que cree que es posible lograr una desidentificación absoluta es muy ingenua porque la relación que cada ser humano mantiene con su vivencia, su experiencia o su deseo, está mediada por conceptos y relatos. No es posible tener una relación hacia una misma, uno mismo, une misme, que no esté mediada por esos principios.
¿Qué papel juega en esto la llamada ‘política de las identidades’?
El identitarismo no es necesariamente idéntico a la política de las identidades, que sí está generando la posibilidad de hacer luchas transversales. La segunda sí tiene un lugar en el debate político. Lo digo porque la construcción del Estado moderno, pensado como una institución democrática y representativa, suele identificar a la ciudadanía como si fuera toda ella idéntica. Se trata de una tesis normativa de la igualdad, pero se tradujo en una omisión de las diferencias de facto. Eso ocasionó que una serie de colectivos y sujetos estuvieran poco representados. Uno de esos colectivos es el colectivo trans, que históricamente no fue quién de ejercer su ciudadanía por diferentes razones. En ese sentido, la política de las identidades, como un mecanismo de inclusión, tenía un lugar histórico y creo que sigue proponiendo una manera de reparar esas omisiones. Sin embargo, esta política se hizo considerando identidades mucho más estáticas y fijas que las que tenemos ahora. Lo que experimentamos en el presente es una explosión de identidades muy dinámicas. Considero que esto es notorio en el Estado español porque les preocupa la fluidez y se preguntan cómo van a estar representadas este tipo de identidades ante el Estado si no tienen un correlato material, si son muy dinámicas y si son cambiantes. Es decir, cómo va a ser parte de tu personalidad jurídica algo que puedes dejar de ser el día de mañana. Ahí hay una falta de comprensión sobre lo que le estamos pidiendo al Estado y al derecho. Parece que les solicitan a esas instituciones que regulen los cuerpos sobre la base de quién es quién y sus formas de control. En vez de pensar el Estado y las instituciones como un espacio de promoción de la libertad y del desarrollo humano. Pienso que este es un error fatal del feminismo español que sigue pensando el Estado como un espacio de regulación biopolítica de cuerpos y no como un espacio de libertades. Aun así, la política de las identidades no es lo mismo que el identitarismo porque este va más allá y supone que la estructura causal de las violencias que vive un colectivo está íntimamente ligada a su identidad. Esto permite identificar que un transfeminicidio tiene una estructura causal muy específica y solo le puede pasar a una mujer trans. Eso significa pasar por alto toda una serie de dinámicas transversales y compartidas: en el ámbito económico, en la exclusión o en la discriminación. El gran ‘pecado’ que tiene el identitarismo es que imagina que los sujetos políticos tienen vivencias que les son únicas y que ningún otro grupo puede comprenderlas o compartirlas. Considero que eso es falso porque implica pensar las identidades como si fueran prisiones. Por lo tanto, la idea de la experiencia común queda dinamitada y es un problema porque impide hacer coaliciones transversales o ejercicios de empatía y reconocimiento mutuo. Por ejemplo, el tema de la autodeterminación corporal. No todos los cuerpos trans son cuerpos gestantes, pero todos los cuerpos trans entienden la importancia de la autodeterminación corporal. Y creo que eso podría llevar a una alianza con todas las feministas defensoras del derecho al aborto porque, aunque la autodeterminación corporal no se expresa de la misma manera, es fundamental en ese debate.
¿Cómo pensar entonces la diversidad sexo-genérica desde el sur global o de manera menos objetiva, eurocéntrica y rígida?, ¿cuáles son las propuestas de los proyectos decoloniales?
Esos proyectos hicieron una apertura para reconocer la variación cultural y la forma en la que aparece una supuesta universalidad en la experiencia humana. Por ejemplo, la estabilidad del cuerpo sexuado es producto de una historia colonial que arrasó con otras formas de experiencia. Por lo tanto, la universalidad no es el resultado de una experiencia humana común, ni el resultado de una biología común autoevidente, sino que es el resultado de un proceso de sometimiento a la diferencia. De igual manera, las perspectivas decoloniales se usan no solo hacia el exterior, sino hacia su propio interior: occidente devastó sus propias alteridades internas. Las perspectivas decoloniales también señalan cómo esta lógica de control de los cuerpos fue construida mientras se creaba una lógica de gobierno sobre los territorios y la administración de las poblaciones. Por eso, el pensamiento decolonial es tan crítico con la comprensión del Estado, como aquello que va a generar la justicia. El pensamiento decolonial afirmaría que no se van a lograr romper las lógicas coloniales si el proyecto de justicia y de Estado permanecen sin cambios. Esto porque ambas instituciones posibilitan una serie de lógicas que fijan las identidades y los cuerpos, ya que te obligan a identificarte de cierta manera. Eso tiene como resultado que el Estado solicite la construcción de una identidad estable y vuelve rígidas las fronteras.
La transfobia, el punitivismo, el esencialismo y la violencia dentro de los círculos que se nombran feministas ocasionaron un cisma en el movimiento. ¿Llegamos a los límites del feminismo en términos políticos o crees que puede reinventarse?
Yo diría que esto es un capítulo más de una serie de desencuentros. En el siglo XIX los hubo por el tema racial, de clase o por una serie de visiones políticas relacionadas con la mejor forma de conciliar feminismo y anarquismo o marxismo. Los desencuentros están ahí desde el comienzo del feminismo y en el siglo XX pasó en México con los movimientos obreros. También sucedió en los años 70 con la irrupción del movimiento lésbico. Y, paradójicamente, siempre que aparece esta crisis, parece que se revela el agotamiento de cierto feminismo. Sin embargo, también genera un momento de proliferación de ideas, de renovación y de reconocimiento de nuevas preguntas.
En un ensayo para la Revista Común, hablas del “vértigo histórico” que genera lo trans y que desata el deseo de regresar a las certezas del Estado patriarcal y binario. Esta ficción de un pasado glorioso fue problemática a lo largo de la historia de la humanidad. ¿Qué impacto tiene y podría tener esta ficción en la búsqueda de justicia y la lucha por los derechos humanos de las personas trans?, ¿cómo influye el colonialismo la comprensión de los cuerpos y la transfobia?
Hace unos días, Rita Laura Segato se quejaba y decía: “Un feminismo con una razón patriarcal no es emancipador”. Yo creo que el vértigo histórico del que hablo es precisamente el reconocimiento de que quizás las identidades que organizan el mundo social en sus nociones más básicas -como las categorías de hombre y mujer- pueden tener cierta historicidad. La sensación de vértigo resulta también de la falta de conocimiento de las construcciones identitarias en otras culturas y del desconocimiento de la propia historia del cuerpo en occidente. Ambas cosas son producto de una lógica colonial que arrasó con otras cosmovisiones. Occidente suele narrarse a sí mismo como si fuese una especie de cultura homogénea que no experimentó devenires en estas categorías, como una especie de naturalización de valores nucleares relacionados con la familia, el patriarcado y su ahistorización. Por lo tanto, también percibe que ahora está aconteciendo una transformación inédita en la historia de la humanidad. Por otro lado, la idea de grupos con identidades rígidas o estabilizadas también delata la justicia que se construye a través de la regulación biopolítica de los cuerpos y de las poblaciones. Esta justicia procura administrar a ciertos grupos como si remitieran a colectivos de personas radicalmente distintos que, por su propia diferencia, van a actuar unos con otros siempre de una misma manera. Por ejemplo, la idea de que los hombres siempre serán violentos y patriarcales, y entonces el Estado tiene que construir una serie de mecanismos para detener eso. Observar que esta aparente base estable no existe produce vértigo histórico, porque entonces la pregunta es: ¿qué quiere decir construir una institución justa? Ahí hay una diferencia profunda porque se tiene que dejar atrás la idea de que la justicia se construye sobre una regulación biopolítica de los cuerpos y comenzar a pensar que las constituciones deben asegurar la posibilidad de que alguien se autodetermine y esto devenga en la libertad de desenvolverse en plenitud. Así, la justicia no se construye sobre la constricción, como si el avance de unos requiriera contener a otros. Esta última versión de la justicia es una visión que critico porque considera que hay una parte del Estado que no necesariamente tiene que ser totalitaria, pero que sí debe tener una lógica de control. Y, por supuesto, es muy fácil que esta tendencia se dispare y alimente lógicas totalitarias. Sin embargo, non estoy defendiendo un tipo de anarquismo. Quiero decir que necesitamos una visión radicalmente distinta de las instituciones. En algún momento, lo que puede pasar es que algunos de esos grupos no se nombren feministas y comiencen a nombrarse de otras maneras. Yo diría que la gente que hoy habla de pensamiento queer, quizás no siempre se nombre como feminista, pero es una reflexión que nació ahí. Pero ahí donde parece que hay una crisis y que cierta forma de pensar está agotada, eventualmente se genera una renovación.