Fuente (editada): LA NACIÓN | María Ayuso | 5 NOV 2020
Son las ocho de la noche, Mérida camina desde su trabajo en Recoleta a la pensión donde vive, en Palermo, Buenos Aires. Va pensando en sus mil pendientes cuando una mujer de más de 80 años, le grita desde la ventana de un edificio: “¡Señor, señor!”. No se da vuelta. Piensa que le hablan a alguien más. “¡Señora, señora!”, repite la voz en busca de una respuesta. Mérida ni se inmuta. “¡Señorita, por favor!”, vuelve a intentar la mujer. “¿Me estará hablando a mí?”, piensa mientras se acerca, con la cara semitapada por el barbijo.
—Perdón, pero no te veo bien. ¿Señor o señorita? —pregunta la mujer.
—Ninguna de las dos —responde Mérida.
—Ah, muy bien: persona, entonces —dice la señora sin problemas.
Mérida Robin Masman recuerda la anécdota con una sonrisa. Tiene 26 años y en 2015 pudo poner en palabras la forma en que se autopercibió desde siempre: como una persona no binaria. Fue un largo camino que empezó en su infancia, en el sentir que no encajaba en los casilleros “del rosa y el celeste”, en la incomodidad con el género y el nombre que le asignaron al nacer –y que cada vez que escucha, le duele–, en la certeza de que nadie comprendía lo que pasaba en su mundo íntimo.
¿Qué es ser una persona no binaria? “Lo más simple para explicarle a alguien es: soy un ser humano. No hay que olvidarse de decirlo, porque está mucho en estas preguntas el ‘qué’ sos. No soy ‘qué’, soy ‘quién’. No soy un hombre, no soy una mujer. Eso es ser no binarie”, detalla Mérida. La señora que le gritó esa tarde para pedirle ayuda, lo entendió rápidamente, sin explicaciones.
Desde hace años, Mérida es activista en espacios no binarios y cofundó la agrupación Siendo Humanes. Con la convicción de que las violencias y la discriminación dejan huellas para siempre, su objetivo es acompañar y contener a infancias diversas y sus familias, además de dedicarse a la investigación, concientización y difusión.
Ni «ella» ni «él»: elle
Cuando conoce a alguien, una de las primeras cosas que Mérida pregunta, con su voz suave y amable, es: «¿Con qué pronombre me dirijo a vos?«. En su caso, al igual que algunas personas no binarias, elige el neutro: elle. Otras, en cambio, se sienten identificadas con los pronombres femenino o masculino. «No binarie es un paraguas que abarca un montón de identidades y sentires. Es una especie de espectro que va desde lo marcado como mujer, a lo marcado como hombre» –detalla–. «Muchas personas lo creemos como único a nuestro género: es como cada quien lo siente«.
Para Mérida, el lenguaje no binario implica infinitamente más que usar la «e», es la manera de abrazar al arcoíris de diversidades. De incluir y resignificar, de visibilizar y no discriminar. Porque entiende que lo que no se nombra, se niega. En esa línea, sostiene que la invisibilización de las identidades no binarias es el principal prejuicio que pesa sobre ese colectivo. «Literalmente, se piensa que no existimos. Hoy se habla mucho de las personas trans, por ejemplo, pero les no binaries seguimos viviendo en secreto«, enfatiza.
En su niñez, Mérida sentía que no encajaba. Así se lo hacían sentir en la escuela –donde las violencias avaladas por el profesorado eran de todo tipo– y más tarde en otros ámbitos, como el laboral. Nació en Guaymallén, Mendoza, Argentina, en 1993 y en el seno de una familia con privilegios. Su progenitor –así lo llama Mérida– es miembro de las fuerzas armadas y su mamá, ama de casa. «Era muy rare de peque, no sé cómo explicarlo, pero lo puedo resumir así: mi progenitor me pegaba para que yo me adecuara de alguna forma a lo que era ‘ser normal’. Es decir, lo que esperaban de una persona que nació con pene«, cuenta. Y agrega: «En mi adolescencia, intenté ser un varón con todas mis fuerzas para encajar, ¿quién no lo intenta? Eso me hizo mucho daño«.
Gracias al impulso de los activismos, como asambleas y agrupaciones conformadas, principalmente, por jóvenes, hoy se conoce mucho más sobre la identidad no binaria. Pero aún así, frases del tipo «es imposible que no seas ni hombre ni mujer», siguen siendo cotidianas. No poder acceder a un DNI que refleje su identidad y su nombre, es para Mérida una de las principales vulneraciones a los derechos que tienen quienes no se autoperciben ni como hombres ni como mujeres: hasta ahora, los pocos casos que lograron sortear la burocracia, lo hicieron mediante presentaciones ante la Justicia.
Mérida vivió esas barreras en carne propia. Un día fue a las oficinas de la comuna 14 de la ciudad de Buenos Aires e intentó hacer el trámite. Del otro lado del mostrador, se topó con el desconocimiento: «Pero vos usás barba«, le dijeron. La frustración le brotó en forma de llanto. Se fue con las manos vacías. Considera que el ligar la expresión de género (la forma en que nos mostramos al mundo a través de nuestro nombre, cómo nos vestimos, comportamos o interactuamos) con la identidad de género (cómo nos autopercibimos), es otro de los grandes prejuicios. «Como muchas veces uso barba, no me dejan de tratar como un varón, aunque tenga un vestido y un buen par de tacos«, detalla.
Los vínculos como sostén
Cuando Mérida tenía 14 años, se fue a vivir con su abuela, que obtuvo su tutela. Fue un escape a la violencia de su hogar. En 2015, cuando pudo poner en palabras su identidad, la ley de Matrimonio Igualitario acababa de aprobarse. Al poco tiempo, se mudó a Buenos Aires y, la casa de Cristina, una tía que vive en Caseros, fue su refugio: uno de los primeros lugares donde pudo sentirse libre. Ella fue la primera en publicar en su Facebook fotos donde Mérida aparecía plenamente como Mérida: era «su sobrine» y no había nada que ocultar.
Ese apoyo incondicional fue clave. También el de muchas personas que conoció en el activismo, como su amiga Eugenia Prieto, que tiene 42 años, integra la comisión de familias de Siendo Humanes –que se llama Dejar Ser– y es mamá de León, un niño trans de 8 años. Cuando se conocieron, la conexión fue inmediata. Al principio, a Eugenia le costaba entender qué implicaba la identidad no binaria de Mérida. Pensaba que era una mujer trans.
«Ella fue importante para poder estabilizarme, sentirme mejor y abrirme al mundo. Este mundo no te facilita que seas vos, te da miedo y hasta dudás de lo que sentís» –reflexiona Mérida–. «Cuando tomás confianza y te rodeas de personas que te contienen y te acompañan desde el amor, aunque al principio no te entiendan, cambia todo«.
Para Eugenia, esa amistad implicó un enorme aprendizaje. «Como mamá, lo que más me conmueve de escuchar historias de infancias trans y no binarias es que siempre tienen un recuerdo triste de su niñez«, cuenta. León nació en 2012, a pocos meses de que se sancionara la ley de identidad de género, y desde antes de los 2 años ya manifestaba su disconformidad con el género que le habían asignado al nacer. «Creo que el miedo a la mirada de los otros se multiplica cuando te das cuenta que tu hije es una niñez trans, porque uno sabe todos los prejuicios que hay y eso te aterra: pensar que va a crecer y tener que enfrentarse a un mundo que sigue siendo binario, violento y machista«, dice Eugenia.
Actualmente, Mérida trabaja acompañando a una persona mayor con parkinson y está haciendo el CBC en la Facultad de Psicología de la UBA. Además, reparte su tiempo entre el activismo, un coro, el voluntariado acompañando a personas sordas (en su adolescencia aprendió lengua de señas), Siendo Humanes y otras agrupaciones que integra. Aunque a muchos en su familia les cuesta entender su identidad, no baja los brazos. A su mamá le llevó un tiempo empezar a respetar su pronombre y poder decir «es mi hije» y, a su abuela, le cuesta más, por eso buscan alternativas como sobrenombres. «Estamos en el proceso«, dice Mérida, con tranquilidad. Así como Eugenia entendió un día que León siempre fue León, Mérida tiene la certeza de que su familia comprenderá que siempre fue Mérida.