Las que con su discurso o sus propuestas refuerzan el proyecto político postfascista no están de nuestro lado, no son compañeras

Fuente (editada): ctxt CONTEXTO Y ACCIÓN | Nuria Alabao | 24/01/2021

Ya es casi un lugar común decir que el feminismo es un bastión contra las extremas derechas. Incluso en algunos lugares donde estas opciones políticas han alcanzado gobiernos, el feminismo se ha demostrado capaz de condensar la oposición más general a estos regímenes bajo la bandera de los derechos de las mujeres y las personas LGTBIQA+. Es el caso de Brasil, pero también de Polonia, donde las últimas movilizaciones por el derecho al aborto han conseguido sumar a otros gremios como taxistas, asociaciones agrícolas y sindicatos, todos ellos descontentos con el gobierno.

Las cuestiones de género además son centrales en el ideario de los postfascismos y en su visión de la sociedad. Sus ataques al feminismo parten de una defensa de la familia nuclear heterosexual que implica, no nos engañemos, una defensa del capital y la nación: proteger “nuestra” forma de vida. (En Europa, los países donde la gente se considera más nacionalista son también aquellos donde hay menos valores igualitarios, como indican las encuestas.) Por tanto, el feminismo –a estas alturas haríamos mejor en decir “los feminismos”– es una herramienta ineludible para articular contraestrategias discursivas y propuestas contra la extrema derecha. Pero ¿qué feminismo?

El feminismo es plural –lo ha sido siempre– y está cruzado por distintas posiciones ideológicas, conflictos e intereses de clase, muchas veces incompatibles entre sí. Tenemos que abandonar, pues, tanto una propuesta de unidad irrealizable que nos frena, como toda idealización del movimiento que nos impide analizar sus tendencias reaccionarias. No solo no compartimos todas el mismo horizonte de emancipación, sino que el feminismo se puede usar para frenar derechos –como en el caso de las personas trans o el de la criminalización de las trabajadoras sexuales–, reforzar las fronteras y el Estado penal y carcelario, justificar la islamofobia y el racismo, impulsar cruzadas neocoloniales o atacar la libertad de expresión. Las que con su discurso o sus propuestas refuerzan el proyecto político postfascista no están de nuestro lado, no son compañeras. A lo sumo, podrá haber una alianza contingente en determinadas cuestiones. En otras, las tenemos en frente.

Día a día vemos còmo muchas de estas feministas dedican todas sus energías a confrontar a otras feministas que no comparten sus propuestas o a lanzar campañas contra personas discriminadas –trans o prostitutas– en vez de hacerlo contra las peores manifestaciones del patriarcado. Es decir, contra las consecuencias más hirientes de la división sexual del trabajo cuando se entrecruza con la pobreza –o el propio capitalismo–. Podrían luchar contra la falta de derechos de las trabajadoras domésticas o de cuidados; la carencia de alternativas reales para las trabajadoras sexuales; la situación de vulnerabilidad en que quedan las mujeres migrantes sin derechos donde se dan los peores abusos –también sexuales–; la falta de vivienda o de recursos que empujan a muchas mujeres a aguantar situaciones de violencia por falta de alternativas… pero no lo hacen. Problemas que son inextricables del propio avance de las extremas derechas que se impulsan en el miedo y la inseguridad vital. Las soluciones que proponen para muchos de estos problemas, sin embargo, implican prohibiciones, prohibiciones de todo tipo que suelen agravar las condiciones de vida de las mujeres cuyas vidas quedan a universos de distancia de las suyas propias –feministas conservadoras o institucionales–. Muchas dicen sin sonrojarse que las cuestiones de vivienda, de sanidad, de fronteras no son temas que incumben al feminismo. En realidad lo que quieren decir es que no les incumben a ellas, que no forman parte de sus preocupaciones más inmediatas.

Entonces, ¿cuál sería la propuesta de mínimos para un feminismo antifascista? Como punto de partida, sería aquel que no compra ni una coma de la propuesta política de las extremas derechas, sin embargo, en los últimos tiempos hemos visto ciertas confluencias discursivas y extrañas alianzas.

Feministas contra personas trans

Las tendencias conservadoras que han empezado a emerger en la izquierda en los últimos años han llegado a un sector del feminismo donde hemos presenciado un repliegue identitario expresado en la necesidad de construir un enemigo que reafirme esa identidad “mujer”. La cuestión de los derechos de las personas trans ha funcionado perfectamente en este sentido. Las formas de la ofensiva han replicado el estilo argumentativo y el tono conspiranoico y de pánico moral de las extremas derechas mundiales cuando se oponen a los derechos LGTBIQA+, por ejemplo relacionando identidades trans y pedofilia –un clásico de los fundamentalismos cristianos más desatados–. De hecho, hemos podido ver cómo ese feminismo ha proporcionado una pátina “progresista” a esos fundamentalismos que también se oponen a los derechos de las personas trans, ahora bajo un discurso de “protección a las mujeres”. Como ejemplo el reciente argumentario de Abogados Cristianos que replica punto por punto los elementos discursivos de la ofensiva del feminismo reaccionario contra las mujeres trans.

Es probable que cuando la ley se discuta en el parlamento, veamos más claramente esta conexión como se ha podido percibir en Inglaterra o EE.UU., donde este tipo de feminismo se ha alineado con los fundamentalismos cristianos no solo en cuestiones argumentales, sino que han establecido redes de colaboración directa y aceptado ser financiadas por ellos, como explica Lola Olufemi. El activismo de estas ‘feministas’ ha acabado apoyando las medidas que Trump implementó contra las personas trans y que eliminaron las leyes antidiscriminatorias con consecuencias bien materiales en cuestión de salud, vivienda y posibilidad de acceder a recursos públicos. Un feminismo antifascista, por tanto, no puede ser uno que establezca alianzas tácticas o de cualquier tipo con las extremas derechas.

Feminismo carcelario o punitivista

El énfasis que el movimiento ha puesto en la cuestión de la violencia sexual estos últimos años ha conseguido avances, pero también ha producido ‘daños colaterales’. A partir de la raza o el género, el capitalismo divide y estratifica a las poblaciones para su mejor explotación –fundamentalmente del trabajo–. Alison Phipps explica cómo la violencia sexual sería una herramienta de este sistema que sirve para sujetar a las mujeres en “su lugar” subordinado. Sin embargo, el feminismo mainstream tiene tendencia a enfocar la cuestión de la violencia desde la óptica de comportamientos individuales de determinados hombres “malos” a los que señala públicamente o a los que se pretende castigar penalmente. A penas se habla de cómo la economía depredadora del capitalismo y las agresiones sexuales van de la mano, ni de que si se quiere acabar con esta violencia se tiene que apuntar contra el statu quo. Un statu quo que es en sí mismo violento.

Sin embargo, buena parte de las narrativas feministas hacen hincapié en el uso casi exclusivo del Estado para luchar contra la violencia. Esto no es solo indicativo de falta de imaginación política, o de que una parte de ese feminismo mainstream integra la estructura de ese mismo Estado, es un claro indicio de qué segmento de clase hay detrás de las demandas de soluciones penales: aquel que tiene una experiencia del Estado como protector antes que opresor. Muchas otras, saben que la policía no está para protegerlas, sino para echarlas de sus casas, meterlas presas o en Cies, acosarlas, multarlas. La experiencia de las prostitutas, por ejemplo, es una donde la policía puede abusar de ellas impunemente –Amnistía Internacional da fe de estos casos–.

Phipps señala que esta cercanía con el Estado significa que el feminismo mainstream tiende a ignorar temas como la brutalidad policial y la violencia sexual endémica en las prisiones, o que estas cuestiones quedan subordinadas al proyecto de proteger a las mujeres blancas de clase media de la amenaza sexual. También se olvida a las supervivientes de la violencia sexual que no encajan en los estándares de la blanquitud burguesa o incluso a aquellas que se considera necesitan ser criminalizadas “por su propio bien”, como son las trabajadoras sexuales. Apelar al sistema criminal, reforzarlo, legitimarlo, tiene impactos en las personas más desfavorecidas –racializadas y migrantes– y en las que están más abajo en general. Es una cuestión de clase.

Phipps advierte además de la violencia que se puede ejercer en nombre de luchar contra la violencia sexual. Así, el feminismo mainstream viene a dar apoyo a políticas que criminalizan a las trabajadoras sexuales directa o indirectamente y que las hacen más vulnerables a la violencia, especialmente a las migrantes, como explican Juno Mac y Molly SmithSegún Amnistía Internacional, “la desigualdad de género influye considerablemente en que las mujeres comiencen a dedicarse al trabajo sexual, pero la penalización no impide que lo hagan, sino que simplemente hace que su vida sea menos segura”. De hecho, desde hace años, las campañas contra la trata sirven como política antiimigración antes que para liberar a las mujeres de aquellas [personas y organizaciones] que las explotan, y muchas de esas víctimas acaban encerradas en Cíes o deportadas. Independientemente de lo que se piense de la prostitución, apoyar políticas criminalizadoras de las mujeres que ejercen –como la reciente propuesta del gobierno de prohibir el alquiler de viviendas a trabajadoras sexuales– implica dar más poder a les explotadores o a la policía sobre la vida de estas mujeres.

Un feminismo no punitivo, es decir, antifascista, aunque pueda usar en algún momento todas las herramientas de lucha disponibles, incluso apelar al Estado, nunca lo hará a costa de empeorar la vida de otras mujeres. Más bien pondrá el foco en terminar con este sistema de desigualdad que se sustenta en la violencia y que la impulsa. Así como con el propio sistema penal, la vía que ha encontrado el capitalismo desatado para encarar los problemas de pobreza y desigualdad que él mismo genera. Los postfascismos solo son una vuelta de tuerca más de este mecanismo.

Femonacionalismo

En este contexto de políticas de escasez, los intentos de control de los cuerpos de las mujeres se entrecruzan con un aumento de las políticas del miedo a la otredad que es construida como “el enemigo”. Así, las extremas derechas no dudan en cabalgar los discursos de “protección de las mujeres”, “nuestras mujeres”, para construir su proyecto de supremacía blanca, señalando a los migrantes o musulmanes como principales responsables de la violencia sexual. Así lo hace Vox constantemente. El islam es señalado como incompatible con los derechos de las mujeres –blancas– mientras las musulmanas son representadas como eternas víctimas sin agencia a las que hay que salvar.

La excusa de la seguridad de las mujeres blancas se lanza contra los grupos marginados e hiperexplotados y sirve para pedir el refuerzo del sistema penal: cadena perpetua o un aumento de penas como falsa solución para la violencia.

Por tanto, un feminismo antifascista no debería apoyar los movimientos estatales de prohibición del velo que apenas consiguen ocultar la islamofobia subyacente, aunque sea bajo la retórica del laicismo. Como en el caso de las personas trans, el feminismo tiene que hacerse cargo de qué discursos está reforzando y cómo será usado como ariete en una lucha contra las personas migrantes o la otredad. Tampoco debería apoyar el aumento de penas ni las soluciones carcelarias. Más bien pondrá en el punto de mira este sistema que reproduce la violencia, y buscará soluciones que reparen el daño mediante la redistribución de la riqueza de forma directa e indirecta. “Defund the police” –Desfinanciar la policía–, el lema que ha popularizado el movimiento Black Lives Matter marca el camino: más recursos en los barrios, menos represión.

Un feminismo antifascista, por tanto, será un feminismo de clase, antipunitivo, antirracista, que ponga en el centro la cuestión de las fronteras. Uno que conlleve un proyecto de emancipación que, en el camino de la igualdad, también mejore la vida de todas las personas. Porque la confluencia argumental o táctica entre conservadurismos y ciertos feminismos que se ha dado ya en otros momentos de la historia implica un claro declive de su potencia como movimiento.