Varias personas trans, de 23 a 62 años, narran su experiencia residiendo en pueblos o en capitales de provincia medianas
Fuente (editada): EL PAÍS | Pablo León | 24 ABR 2025

Patrick Gilmartín Aventín, de 23 años, en las montañas de Huesca.
Patrick Gilmartín Aventín, de 23 años, se describe como “una persona trans que no ha transicionado”: “Desde pequeño siempre me han dejado ser. Siempre se me ha leído como Patrick”. Hace un poco de todo: “Principalmente, me dedico a la montaña, que me apasiona. Ahora, he estado de maquinista, pisando pistas [de nieve] en la estación de Cerler, y de entrenador de snowboard. También soy guía de montaña de barrancos”.
Nacido en Benasque (Huesca), con unos 2.400 habitantes, ahora no tiene pareja y dice que hay veces que le toca “salir del armario”: “Me leen como cis”. Cree que su realidad es un poco “burbuja”. “Vivimos en un valle tan pequeño que conoces a todo el mundo. Es un entorno con mucho respeto”.
Cree que vivir en un lugar de dimensiones más humanas “fomenta la normalidad”. “Cuando te hablan de una realidad, pero nunca has conocido a una persona que la representa, igual tienes prejuicios. Sin embargo, cuando conoces a alguien de ese colectivo, los desmontas”, argumenta el joven, cuya madre ―Natalia― es presidenta de Euforia, familias trans-aliadas.

Raffaella Corrales en Tórtola de Henares (Guadalajara) el 1 de abril. Foto: Jaime Villanueva
Raffaella Corrales, de 62 años, se mudó a Tórtola de Henares (Guadalajara) “un poco por la precariedad”. “Cuando me separé de mi ex, me tuve que alejar de la ciudad para poder pagar una casa”, explica desde su pueblo de 1.400 habitantes.
Nació en Madrid, y en 2003 se instaló en Tórtola. Estuvo en el Ayuntamiento, ganó una concejalía por Unidas Podemos. Después, transicionó. “En ese momento pensé en irme”, recuerda, “pero también era una riqueza que vieran [la transición] mis amigas, vecinas, conocidas… mi familia”. Fue un proceso “con altos y bajos”. “El Ayuntamiento no colaboró más que lo estrictamente legal y necesario con su parte de papeleo”, apostilla. Ahora, Corrales trabaja para una subcontrata de limpieza ―”un puesto donde [las personas trans] somos menos visibles”―, en Cabanillas del Campo, a unos 10 kilómetros de donde reside. “Me he dedicado a muchas cosas, pero al final…”.
“Mi vida es un poco solitaria”, lamenta. “En el pueblo no tengo una verdadera red social. Camino, voy a la tienda, al bar… Y tengo algunas amigas. Las vecinas me saludan, claro. Pero no tengo mucha interacción, aunque lleve más de 20 años aquí. “El pueblo también es un espacio seguro”, añade, “es algo que no percibí hasta que no viví aquí”. “Por ejemplo, en Guadalajara tengo espacios seguros, pero no todos lo son. Los insultos y la microtransfobia están a la orden del día, es peor que en el pueblo”, explica.
“Soy muy conocida y eso es complejo: cuando llegas a un sitio, eres un poco el cuchicheo. Estamos a años luz todavía de que sea natural. Hay veces que cojo el coche y me muevo”, continúa. Ella está pensando en irse “a otro sitio con más anonimato; un lugar donde dejar de sentir la presión de la visibilidad continua”.
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