Siempre he entendido que el feminismo ayuda a dibujarnos con nuestro propio trazo allí donde el sistema patriarcal nos ha querido dibujar a su gusto y borrar las partes de nosotras que no le cuadraban.

Fuente (editada): PIKARA MAGAZINE | Marina Saenz | 14 DIC 2022

Veréis, a mí es que me borraron. Me borraron mucho y bien durante buena parte de mi vida. Es difícil decir cuándo empezaron a borrarme, quizás con cuatro años, cuando la señorita Paquita, que era la sabiduría encarnada, me dijo aquello de “no, tú eres chico porque tienes colita” o, más adelante, en mi preadolescencia cuando se me excluyó del grupo de niñas con las que estaba en casa porque “estás creciendo y ya te tienes que ir con los chicos de una vez”.

No voy a decir que tenga el monopolio de ser borrada. En el fondo a todas nos han borrado en algún momento: cuando te negaron aquel trabajo para dárselo a un “hombre de familia”, cuando omitieron tu sexualidad, cuando te negaron espacios o te hicieron callar. Nuestras vidas están llenas de borrados y siempre he entendido que el feminismo, precisamente, abordaba la necesidad de evitar nuestros borrados y de ayudar a dibujarnos con nuestro propio trazo allí donde un sistema patriarcal nos ha querido dibujar a su gusto y borrar las partes de nosotras que no le cuadraban. Y en estas, siguiendo a esa sabia y minusvalorada mujer llamada Jessica Rabbit, no sé si bien o mal, pero yo me he dibujado así, mujer y feminista imperfecta.

Nunca han dejado de intentar borrarme, comenzando por el padre Pujana y siguiendo por aquellos alegres chicos que se propusieron darme una paliza; siempre hay alguien con la goma de borrar a punto. Pero lo que no te esperabas, después de años sin ningún conflicto, es que fueran algunas insignes compañeras las que vinieran a gritos a decirte que si existes les borras a ellas y que la arcadia feliz feminista exige tu sacrificio; déjate borrar por la causa.

Una se ha leído atentamente todo el argumentario de este debate, cada vez más sucio por el uso de la descalificación de nuestras vidas, intentando comprender en qué momento he pasado de ser una ofensa al sistema patriarcal para convertirme en una infiltrada misógina del patriarcado o cosas aún peores, porque aquí las acusaciones tremendas vuelan. ¿En qué momento he perdido mi presunción de inocencia para convertirme en un agresor potencial si accedo a un espacio femenino? Aún más atónita me he quedado cuando se me explica que el género es el patriarcado y el enemigo a batir, por lo que hay que abolirlo. Siempre había entendido que nosotras dibujábamos un modelo feminista de reivindicación del género, pedíamos leyes contra la violencia de género, justicia con perspectiva de género, etcétera porque la lucha feminista es por la igualdad real y pelea, precisamente, en el terreno de lo social, que es donde se dan las manifestaciones de género. Pero no, al parecer estábamos todas equivocadas y hay que volver “al sexo”. A un sexo inmutable y absoluto determinado al nacer por tu genitalidad externa. De todos los factores que suponen nuestra sexuación, genéticos (hay intersexuales), endocrinos, psicológicos (el cerebro es el primer y más importante órgano sexual), morfológicos (genitales externos e internos, rasgos secundarios) y sociales (educación y entorno), lo único que al parecer importa es que si naces con pene necesariamente has de ser hombre y si naces con vulva necesariamente has de ser mujer. Años de reivindicar que no somos un coño para que ahora nos vengan con el argumento de “lo natural” de la santa madre iglesia. La propuesta, además, aparte de promover la exclusión de las mujeres trans y la incomprensión hacia las personas que no encajan en un normativismo binario tiene un recorrido corto.

Al tiempo que se nos dice que hay que erradicar “el género” se brama por la invasión del espacio y formas femeninas tradicionales “por hombres”. No entiendo bien como es compatible promover la abolición del género con la reivindicación de la falda como espacio femenino que pertenece al sexo mujer. No entiendo cómo se abomina del género como criterio delimitador de la violencia de género y, sin embargo, no se ofrece un criterio de tutela equiparable: la violencia doméstica la abandonamos porque se quedaba corta. Si fuera la violencia machista, aquí también estarían las violencias contra las mujeres trans y los hombres gais (nos sacas por la puerta y entramos por la ventana). Si es simplemente violencia contra la mujer, no toda violencia, ni siquiera toda violencia cometida por un hombre, es violencia caracterizada por el machismo de género. Seamos serias, que nos costó años defender la existencia de una ley de violencia de género para ahora jugarnos ese logro en una huida hacia adelante para excluir a una minoría.

Tampoco estaba en que el feminismo fuera la defensa de espacios segregados (visión puritana anglosajona), yo era de las tontas que pensaba que toda la sociedad ha de ser un espacio seguro y accesible para toda mujer en igualdad y libre de violencia. Ya ves tú. Años de lucha común contra los estereotipos patriarcales para que ahora me digan que todo depende de qué tengo debajo de la falda, y que, aunque tenga lo mismo que tú, la mío no vale (¿por qué?, ¿por no ser reproductiva?, ¿se es menos mujer si no eres gestante?).

El caso es que los discursos alarmistas y de rechazo promueven el miedo y reacciones viscerales, y al final, antes o después, la violencia. Esto lo sabe muy bien esa extrema derecha que está encantada con la polémica y retuitea con su bots siempre que ve ocasión de sembrar la cizaña.

Pero, aun peor, en algunos lugares estos discursos triunfan, precisamente en manos de la ultraderecha y las religiones integristas y se convierten en leyes de segregación y de borrado. Ahí estuvieron las leyes de uso de espacios públicos que promovieron los republicanos de la alt right, con el apoyo de este sector “feminista”, en 16 estados de Estados Unidos y que Obama abortó. Karen es una compañera que trabajaba en una Universidad de Carolina del Norte. Durante el escaso tiempo en que su universidad aplicó la normativa de utilidades públicas, se encontró con que un grupo de hombres la esperaba a la puerta del baño de mujeres para impedirle la entrada o denunciarla por exhibicionismo (primera detención es falta, segunda, delito), y que el mismo grupo entraba para importunarla en el lavabo de hombres si se atrevía a ir. Para evitar el conflicto, se le ocurrió comprar un pequeño váter químico para su despacho, pero la denunciaron por infracción sanitaria. Aprende a vivir sin mear desde que sales de casa.

Dorota es una activista trans húngara. Durante el confinamiento, el Gobierno de Orban, amparándose en las reglas de excepción, ha determinado que solo se puede ser hombre o mujer según se determina al nacer. De la noche a la mañana se encuentra con que no existe como concepto jurídico, que no puede ser sujeto de prestaciones administrativas o sanitarias, que no se le reconoce como interlocutora política y que todo ello proviene de quienes hace años que promueven su desaparición física. Algo parecido o peor esperamos del proyecto de “familias tradicionales” que se elabora en Rusia y ya hemos visto propuestas similares en Brasil y hasta en Reino Unido, de momento sin éxito, pero con el aplauso y connivencia de las transexcluyentes.

Esta polémica sí que trata sobre el borrado. Sobre el borrado de las mujeres trans, que al parecer molestan a una minoría de mujeres cómodamente asentadas en un discurso teórico y que presumen de su carácter progresista. Si las teorías son las que generan la creación de una ciudadanía disminuida o el apartheid de una minoría, es que no estamos ante el dibujado con trazo firme y conjunto de una sociedad feminista, sino ante el uso de la goma de borrar en la defensa de un privilegio sentido. Te conviertes en un grupo anti derechos.

Mientras tanto, algunas seguiremos dibujándonos así, no importa cuántas veces nos borren, con la convicción de que mi mano encontrará la de mis hermanas aplicando el mismo trazo firme en la defensa de la mujer. De todas las mujeres.