A pesar de su visibilidad en las redes, el rechazo a las personas trans sigue siendo una opción muy minoritaria dentro del movimiento feminista.
Fuente (editada): NORTES | Silvia Cosio | 4 SEP 2022
El antisemitismo no es un invento de nazis, gozaba ya de una excelente salud en Europa cuando los primeros hornos de incineración se encendieron en Auschwitz. Toda una larga serie de pogromos, expulsiones, chistes, desprecios e infundios recorrió Europa durante siglos. Muches de les opositores al régimen nazi compartían con éste su odio hacia la población judía. Hoy en día resulta estremecedor enfrentarse a la naturalidad con la que novelistas, poetas, filósofes y polítiques deshumanizaban y degradaban a las personas judías y no cuesta mucho encontrar vestigios de este antisemitismo en nuestro lenguaje, en algunas de nuestras tradiciones o en fiestas populares. Esto también ocurre con respecto a las personas racializadas, nuestro lenguaje es el reflejo de un racismo sistémico que sigue contaminando nuestra convivencia, por mucho que nos neguemos a aceptarlo. La reacción violenta cuando se señala una conducta o un comentario racista indica que, a pesar de que exista la conciencia social de que ser racista está mal, seguimos negándonos a ponernos frente al espejo de nuestras propias contradicciones y privilegios y preferimos refugiarnos en excusas peregrinas que apelan a la tradición o, lo que es aún peor, ponemos el foco de la culpa en quienes señalan nuestra conducta, acusándoles de exceso de susceptibilidad.
Durante siglos el antisemitismo, el racismo, pero también la misoginia, se han sustentado en el biologicismo, reduciendo toda la complejidad humana a su condición biológica. El biologicismo se basa principalmente en principios científicos equivocados y en prejuicios culturales que pretenden justificar la discriminación como un hecho natural e inevitable sostenido por la ciencia. Científicos como Ernst Haeckel, Lombroso, Hans F.K. Günther o Ludwig Ferdinand Clauss retorcieron la biología y la antropología para excusar sus propios prejuicios racistas, contribuyendo a desarrollar marcos teóricos que acabaron justificando -y conduciendo- a la esclavitud y los campos de exterminio. Las mujeres también hemos padecido los efectos de esta tendencia a apoyarse en la (mala) ciencia para defender la misoginia y para excluirnos de la vida política.
El feminismo, en su vertiente teórica, ha dedicado mucho tiempo y esfuerzo a desmontar estos argumentos pseudocientíficos y a despejar el camino para la igualdad efectiva, mostrando que la base de la desigualdad entre géneros tiene su origen en construcciones sociales muy complejas y no en realidades biológicas. Desde la apelación de Beauvoir de que “no se nace mujer” hasta la obra de Butler en la que se explora la perfomatividad del género, el feminismo teórico y académico ha recorrido un largo y exitoso camino para explicar la compleja realidad de eso a lo que llamamos “mujer”, comenzando por desterrar el mito del binarismo, ya que el propio binarismo sexual no deja de ser una creación cultural una vez que la ciencia ha demostrado que las realidades biológicas son mucho más complejas de lo que tradicionalmente se nos he hecho creer.
Sin las retricciones que el concepto tradicional biologicista impone y con el soporte teórico que aportan teorías científicas falsables y la propia filosofía, se abre la posibilidad no solo de combatir efectivamente la desigualdad y el patriarcado, sino también la posibilidad misma de eliminar las perfomatividades tradicionales asignadas culturalmente a los géneros y explorar formas de ser y entendernos mucho menos restrictivas, liberadoras e igualitarias que las que hemos construido hasta ahora.
Sin embargo han surgido voces discrepantes dentro del feminismo que entienden que la abolición del género implica el concurso exclusivo de las mujeres definidas éstas en términos anatómicos normativos. Este feminismo, que reduce el complejo constructo social e histórico de “mujer” al significante de “hembra humana”, pone el foco en las genitalidades y en las funciones tradicionales de reproducción. Esta deriva que las propias defensoras han definido como TERF en sus siglas en inglés -feministas radicales transexcluyentes- es una postura minoritaria dentro del feminismo, y sin embargo ha conseguido abrirse paso, sobre todo en redes sociales, gracias a que se han unido a ella algunas académicas españolas autoproclamadas teóricas del feminismo a pesar de que su obra teórica es escasa y mediocre, especialmente si la comparamos con la de sus coetáneas como Judith Butler, Angela Davis, Avital Ronell, Gloria Anzaldúa, Reyna K. Martínez, Leila Ahmed, Audre Lorde o Caren Kaplan.
Es posible, además, establecer una relación directa entre la llegada de Podemos al Ministerio de Igualdad y el auge del terfismo entre algunas de estas académicas y figuras prominentes del PSOE. Esta epifanía transexcluyente de algunas feministas pertenecientes al partido que instauró el matrimonio igualitario, solo puede ser interpretada como una reacción ante la pérdida simbólica del liderazgo del feminismo institucional. El terfismo, que solo puede ser entendido en términos políticos como una postura ideológica reaccionaria, es un discurso reduccionista y esencialista que excluye a las personas trans como sujeto del feminismo. Se basa en una serie de prejuicios entorno a las realidades LGTBIQA+ cuya base teórica descansa en el biologicismo -no en la ciencia biológica-. El feminismo transexcluyente debe de ser definido como un discurso de odio ya que en él se concentran prejuicios y falsedades y porque su principal objeto es la exclusión y la negación de una realidad: la realidad y la identidad trans. Así mismo el discurso transexcluyente comparte rasgos con los discursos de la alt-right, bien sea el de negacionistas del cambio climático, incels, antivacunas o defensores de la conspiración Qanon: una fuerte presencia en redes sociales, un discurso muy agresivo, una reacción violenta ante el mero debate teórico, son inmunes a los datos racionales y científicos que entienden como parte de una conspiración internacional (lobby queer, Big Farma, red de pedofilia internacional…), generan constantemente fake news y las viralizan, y que cuando se ven acorralades intelectual y teóricamente acaban recurriendo al victimismo.
Pero el terfismo no solo es eminentemente esencialista, también es profundamente LGTBIfóbico y misógino, reduce las realidades humanas a la mera genitalidad y reproduce acríticamente prejuicios entorno a las vidas, las identidades, las sexualidades y las realidades no normativas mediante discursos violentos y agresivos sin base científica, discursos que retroalimentan a su vez los de la alt-right y que se acaban materializando en políticas que restringen derechos. Un ejemplo claro lo tenemos en EEUU: muchas de las leyes anti trans y LGTBIfóbicas aprobadas en estados como Florida y Texas y aplaudidas por feministas transexcluyentes -pocas pero muy mediáticas- acabaron siendo la antesala de leyes contra los derechos reproductivos de las mujeres o el derecho al voto de la población afroamericana. Al abrir la puerta a suprimir derechos de una minoría se despeja el camino para ir suprimiendo derechos a otros sectores de la población. Por otro lado, resulta paradójico que autoproclamadas feministas defiendan la reducción esencialista del constructo “mujer” a una mera realidad anatómica determinada por su genitalidad y su función reproductiva, en un viraje al pasado que coloca dichas posturas cercanas a las teorías tradicionales decimonónicas que sostenían el patriarcado pero también cercana a los postulados teóricos que defendieron y sustentaron el colonialismo y el racismo. Dichos postulados esencialistas se basan además en interpretaciones culturales de raíz judeocristiana que ignoran -cuando no directamente despachan con desprecio- otras realidades culturales en las que el binarismo de género nunca ha estado presente. La reducción biologicista que defiende el terfismo les está llevando a defender incluso que las clases sociales tienen una base biológica, lo que implicaría defender que la clase y la familia y los privilegios de clase vienen determinados por nuestra biología: esto es, que hay personas que han nacido para ser ricas y las hay que han nacido naturalmente para ser pobres.
Pero más allá de que la deriva teórica del pensamiento transexcluyente se deslice a toda velocidad por la pendiente del disparate filosófico y de que se sostenga sobre postulados pseudocientíficos, y aunque su divulgación no tuviera graves consecuencias para los derechos de las mujeres -todas las mujeres- pero también para las personas racializadas, su mera existencia es una afrenta para los derechos humanos. El feminismo transexcluyente es una propuesta ideológica que se sostiene sobre el desprecio -cuando no el odio- a las personas trans, que niega su realidad, se burla de su discriminación y defiende su exclusión, no solo del feminismo, también del espacio público. Es, ni más ni menos, un discurso de odio que no debe de tener cabida en el feminismo. De hecho es un discurso de odio que confronta con la esencia y la función del feminismo como teoría emancipatoria. Afortunadamente, y a pesar de que su presencia en redes sociales nos pueda parecer que es una postura mayoritaria dentro del feminismo, posibilitado por el activismo virtual, los bots y el apoyo de cuentas de extrema derecha, su implantación en la sociedad es minoritaria. Concebido para debilitar y dividir, como ocurrió en el 8M del 2022 cuando las transexcluyentes forzaron una segunda manifestación a la que se unieron un centenar de mujeres, apenas tienen capacidad de convocatoria y sus proclamas excluyentes y discriminadoras no están logrando calar en la sociedad. Sigamos peleando para que así sea.