Autora: Aida Chacón Martínez

Desde muy pequeña sabía que en un futuro quería ser madre pero nunca imaginé que me cambiaría la vida de una forma tan especial.

Cuando nació todas mis amistades me daban la enhorabuena y me decían que sabían que sería una gran madre y eso a mí me hacía temblar. No estaba segura de ser capaz de hacer de esa personita una gran persona, de hacer que fuera educada, responsable, estudiosa… Tenía miedo de no cumplir con las expectativas.

Cuando tenía dos años y medio me dijo: “Mamá, ¿por qué me pones trenzas si yo soy un niño?”. En ese momento me di cuenta de que en el fondo yo siempre lo había sabido y, sobre todo, me di cuenta de que a partir de ese momento lo más importante, por delante de mis sueños, era su felicidad. Iniciamos un largo recorrido de búsqueda de información y ayuda para facilitarle el camino sin darnos cuenta de que esa espera, mientras nosotres nos asegurábamos con la mejor intención de que lo que nos decía era cierto, le estaba ahogando poco a poco. Desde que cumplió un año dejó de dormir, no se relacionaba bien con otres niñes, lloraba por todo y tenía unas rabietas fuera de lo normal, que fueron en aumento hasta los seis años. Durante todos esos años pensaba que había fracasado como madre, que algo estaba haciendo mal.

En la hora del baño le encantaba jugar conmigo a ser Carlos, Mowgli, Peter… Imaginaba cómo sería el día en que todo nuestro entorno le reconociera como lo que era, en cómo sería cuando fuera mayor, y disfrutaba y se reía como no lo hacía el resto del día. Pero no quería que nadie lo supiera y eso a mí me hacía sufrir, sabía que el día que se atreviera a dar el paso su vida cambiaría.

Una noche, con seis años, se despertó muy agitade a las 5 de la mañana y me dijo gritando: ”Ya no puedo más, mamá, estoy harto. Necesito decirle a todo el mundo que soy un niño”. En ese momento, por muy duro que fuera, respiré. Ahora sabía qué debía hacer. Ahora, por fin, estaba todo claro. Tantos años de incertidumbre y angustia quedaban atrás.

Nunca se me olvidará su cara el día que le cortamos el pelo y le compramos ropa: era la viva imagen de la felicidad. Y cuando se miró al espejo y se reconoció por primera vez, dijo: “Ahora sí que estoy guapo”. Esa fue la primera vez del resto de su vida que durmió toda la noche, comenzó a relacionarse mejor con otres niñes y se acabaron las rabietas.

Por fin se mostraba al mundo como lo que era y eso le producía una felicidad indescriptible. Estaba segure de lo que hacía y yo me sentía feliz por elle, pero tenía un miedo que jamás en mi vida había experimentado.

En ese momento, la gente nos decía que éramos unes valientes, que nuestre hije tenía suerte de tenernos como adres, y yo siempre les decía que no era valiente, que era su madre y que mi deber era ayudarle a ser feliz. Pero ahora, después de tres años de su tránsito, sé que la suerte la he tenido yo y que ha sido elle quien me ha ayudado a mí. Es Pete quien es valiente, es elle quien se enfrentó al mundo y dijo: “Estáis equivocades, yo no soy quien vosotres creeis y no voy a callarlo más”. Fue fuerte porque no quiso esconderse, quería que todes sus compañeres supieran que era una persona trans.

Si elle estaba preparade, yo tenía que estarlo también. Debía allanarle el camino y acompañarle con seguridad y confianza.

Hoy, que después de explorar su interior conoce cual es su verdadera identidad, es une niñe feliz que corre, salta, se ríe y juega como cualquiera, y tiene los mismos sueños, miedos e inquietudes que el resto de niñes de su edad. Pero eso sí, tiene una madre profundamente orgullosa de elle, mucho más fuerte y capaz de luchar por lo que considera justo. Ahora me siento mucho más rica. Rica de pensamiento, de libertad, de coraje. Y menos atada a unas normas sociales que nos atrapan sin que podamos hacer nada para remediarlo hasta que abrimos los ojos. Y todo esto se lo tengo que a gradecer a elle. No era yo quien iba a ser una buena madre, como todes creían, ha sido Pete quien me ha hecho mejor persona.